Es Quevedo quien, en una de sus obras burlescas, se
lamenta porque nadie en la sociedad que le tocó vivir dice “así lo calló
fulano” sino “así lo dijo fulano”. Por eso propone quien fuera huésped
involuntario del actual hermoso edificio de San Marcos en León que “ordenamos
que haya cátedra para callar como las hay para hablar”.
Está el poeta reivindicando con este texto el valor
y los significados miles del silencio, una terapia hoy desprestigiada pues que
vivimos en medio del griterío vacuo y en pleno trajín de trolas. Y lo curioso
es que hay terapias asociadas al uso de las aguas, del vino, de las esencias,
de las flores, hasta la madera se anuncia ahora como un remedio para los males
del cuerpo y esa su sombra más inquietante que es el alma. Pero no la hay
vinculada al silencio fuera del que predican algunas órdenes contemplativas
religiosas como la de los cartujos quienes se permiten pocas licencias en el
uso de la palabra. Con grandes frutos porque la Orden ha conseguido burlar a
ese verdugo implacable que es el tiempo sin apenas haberse sometido a reformas,
lo contrario de lo ocurrido con el resto de sus hermanos en religión.
De donde se sigue que, al no hablar más que lo indispensable
y en ocasiones señaladas, no hay lugar para aventar rencillas ni entregarse al
peligro de las murmuraciones ni a otras bellaquerías tan propias del humano
proceder. Lo más importante es que estos cartujos no pueden cultivar el arte de
la oratoria y eso que se ahorran en discursos, arengas, soflamas y otras
peroratas tan llenas de humo como faltas de sustancia.
Lo contrario ocurre en nuestra vida cotidiana que se
halla poblada por embaucadores variados, maldicientes, cizañeros revirados y
aduladores con aspiraciones a polilla.
El charlatán es el más común, una especie casi sin
valor por la abundancia con que se presenta en sociedad. Pero es preciso
prestarle atención porque conviene estar en guardia contra él. Un charlatán es
a un orador diserto lo que la achicoria al café o lo que un arreglito
cancionero del verano a un Lied de Schubert para el invierno. O lo que el
doctor Marañón a un curandero. El charlatán es pariente del parlador y ambos
gastan trivial verbosidad. Lo que dicen se asemeja al fuego de artificio que
dura poco, nada que ver con la estrella que, impertérrita, vigila -con el leve
apoyo de sus guiños- el paso de los siglos.
También es pariente próximo y bien querido del
faramallero, es decir, de quien directamente practica el embuste y la plática
postiza, y del boquirroto que es el homínido empeñado en avivar luces sin
asistirle jamás el consuelo de que alguna llegue a iluminar.
Uno de los mayores disgustos que tendrá Quevedo,
allá en la quietud lenta que disfruta de los siglos, es la de comprobar que no
le hemos hecho caso y que por más que la Universidad se reforme, se llene de
excelencias, de rankings, de
muñidores disfrazados de evaluadores y de otros legos ridículos, lo cierto es
que sigue sin dotarse la cátedra de los silencios. Que sería el lugar donde se
rendiría homenaje diario a la mesura y a las cavilaciones fecundas.
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