Acabemos con esta pequeña serie y vamos con lo que más debe importar,
los contenidos de la conferencia, lo que al público se le va a contar y cómo.
1. Ellos no son tontos.
El público puede ser muy
variado, según los casos y las ocasiones, pero, sea del tipo que sea, el
público casi nunca se compone de puros indocumentados. Eso es obvio, claro que
sí, pero hay mucho conferenciante que toma a sus oyentes por tontos.
Adaptar el guion, el tono y los contenidos a la índole intelectual y la
especialidad del público es criterio claro para cualquier conferenciante que se
precie. A un auditorio de estudiantes más bien novatos no les plantee una charla
propia de una audiencia de expertos que están a la última, y si son expertos
muy cualificados los que le escuchan, no los trate cual alumnos primerizos.
Pero, ante todo, respete a los que tienen el detalle de sentarse a oír.
La sutil o descarada falta de respeto puede acontecer de diversas
maneras. Una, muy evidente, es dedicarse más que nada a hablar de uno mismo y a
glosar la propia figura y los méritos que adornan al que perora. Si lo va a
hacer de esa guisa, sea honesto al poner el título, titule la conferencia “Yo y
todo lo que valgo”, o cosa por el estilo. Cierto que puede el expositor ser una
gran autoridad o una persona con una biografía apasionante. Cuando ése sea el
caso, pase. Pero raramente lo es. Lo más común es que quien diserta no sea más
que un profesor más o menos del montón, y entonces es de básica educación
mostrarse agradecido y que tal disposición de ánimo se exprese en el propósito
de hablar de algo serio y en no dedicarse al autobombo del Narciso
despendolado.
El hábil conferenciante parte de un par de suposiciones dictadas por la
prudencia, la de que entre el público es posible que haya alguno que sepa de
la cuestión tratada tanto o más que él y la de que es probable que la mayoría
no tenga ni idea de casi nada. Lo primero invita a no dárselas de demasiado
listo y lo segundo llama a no ponerse más exquisito de la cuenta.
A los asistentes se les puede sutilmente herir de dos maneras opuestas.
Una, haciendo como si se les tomara por bobos y empecinados ignorantes, y la
otra, poniendo muy en evidencia que no saben tanto como aquel al que escuchan.
Así que lo más recomendable es adoptar la actitud del que trata de entenderse
con iguales, lo que implica descontar tanto por abajo como por arriba: ni ser
tan erudito y oscuro como para que no me entienda casi nadie, ni ser tan elemental
como para que se aburran los que algo informados están.
2. Domine la ansiedad.
A veces es emocionante atender a un conferenciante al que se le nota la
cabeza en plena ebullición mientras habla, a ése que va pensando muy a fondo
mientras diserta o al que se le agolpa en la mente toda la buena erudición que
ha ido acumulando a lo largo de años. Pero a eso hay que meterle orden y
mesura, control y pausa, porque puede acabar en gatillazo y desconcierto. Los
hay que parecen estudiante empollón en examen oral o amante ansioso que hace
años que no cata carne humana digna.
Sus oyentes no son un tribunal, son seres que quieren aprender un rato,
disfrutar y descubrir alguna cosa, captar problemas teóricos y doctrinas al
respecto, pero no que los azoten con un maremágnum de nombres, referencias,
citas, fechas y librescas menudencias. Es bueno que el público acabe admirando
un poco al expositor, no que prefiera no volver a oírlo y librarse del dolor de
cabeza. Tenga en buena consideración al auditorio y no se empecine en que lo tomen
por la persona más sabia del mundo y, al tiempo, el mayor pelmazo que se ha
visto. Dosifíquese, administre su saber, si lo tiene, déjelos con ganas de más
otro día y no magullados para siempre y lamentando haberse topado con usted. No
haga de su audiencia un público cautivo, en plan aquí te cojo, aquí te hablo
hasta que revientes o te duermas.
No pierda de vista que es limitada la capacidad del oyente pasivo para
seguir enumeraciones y retahílas. Por tanto, evite la típica parrafada de diez
minutos que empieza mencionando la tesis de un autor, las réplicas sucesivas de
otros doce, las contrarréplicas del primero y los pormenores de la traducción
de los términos principales a tres idiomas. En otras palabras, no trate de
sintetizar en una hora todo un tratado sobre la materia, y menos aparentando
que es el tratado que usted podría haber escrito. Porque quien así procede
delata que habitualmente no encuentra con quien hablar ni ser que lo atienda, y
que se deleita abusando del que se citó con él para una amigable charla de un
rato nada más.
3. Antes de hablar, tenga pensado lo que va
a decir.
Hay improvisadores geniales, pero no es lo habitual. Lo corriente es que
al que improvisa se le note que no se preparó, y eso se percibe como otra falta
de consideración con el auditorio.
En la mesa o la tarima, ante un micrófono, hay que estar preparado para
evitar la angustia. La angustia suprema viene del temor a quedarse en blanco o
a perder el hilo. Cuando ya de mano no hay hilo, el desasosiego acaba
apareciendo y, lo que es peor, acaba notándose. Al expositor angustiado porque
no lleva en su cabeza la secuencia de su discurso enseguida se le observan las
reacciones habituales: repetir lo ya dicho, volver al principio, escapar hacia
anécdotas triviales, abrir paréntesis que no se terminan, despistarse en
laberínticas digresiones hacia ninguna parte, acabar contando lo que se está
acostumbrado a decir en clase. Y esa inquietud desbordante se delata en
los gestos y las posturas: mirar el reloj cada minuto, sonreír sin motivo, no
dominar los vaivenes de la voz, gesticular a deshora, quedarse con la boca seca
y tomar el vaso de agua con gesto tembloroso…
Se tiene que contar, además, con que puede haber que sobreponerse sobre
la marcha a circunstancias adversas y que distraen o desconciertan, como ése de
primera fila que se duerme, el propio colega presentador que se pone a jugar
con su móvil -o se queda roque y ronca, eso lo he visto yo mismo-, aquellos
jovenzuelos de la quinta fila que charlan y enredan, los que entran y salen de
la sala y abren y cierran una puerta que chirría, el vendedor ambulante que
pasa por la calle con su altavoz, el ruido de unas obras en el recinto de al
lado. Si en la cabeza o el papel con el esquema está claro lo que toca explicar
en cada momento, la concentración se recupera con facilidad; si uno ya anda
perdido para sus adentros, el vuelo de una mosca puede acabar de condenarlo. Y
no hay peor condena que ver que faltan treinta minutos y que ya no se sabe qué
decir ni por dónde salir, ratoncillo encerrado ante gatos acechantes.
4. Ponga orden en su concierto.
Una conferencia es, en pequeño y con sus peculiaridades, como un cuento
o una novela. No hay una única estructura posible, pero ha de tener su
estructura y, además, debe presentar una correcta combinación de forma y
sustancia.
En la medida en que el tema lo permita
(búsquese temas que lo permitan), conviene ordenar la exposición con dos
objetivos a la vista: que el interés del público surja pronto y que ese interés
se mantenga hasta el final. Sin una parte de misterio o algo de suspense, sin
una trama argumental consistente, los que oyen acabarán sucumbiendo a la
tentación de ponerse a pensar en sus cosas.
Use legítimos trucos de buena narrativa, hágase a la idea de que está
contando una historia o de que los densos asuntos a los que se refiere tienen
que ser captados como si de una historia se tratara. Mencionemos algunos
recursos bien simples para ese fin.
En la introducción o planteamiento inicial
es cuando se juega al menos la mitad del éxito. Por tanto, prescíndase de las
introducciones tediosas, de los preámbulos que no se sabe a dónde van, de los
iniciales rodeos innecesarios. El que comienza con rodeos, acaba envuelto en su
propio hilo enredado. Al grano rápido y que hasta pille por sorpresa al
público, que se cree alguna inquietud, que haya algo de reto cautivador desde
el principio. Piense en el esquema tradicional de planteamiento nudo y desenlace
y, por tanto, no gaste mucho tiempo en prólogos, prefacios, notas preliminares,
datos ociosos y explicaciones a mayor abundamiento. Al grano. No pueden haber
pasado diez minutos sin que los asistentes sepan bien por qué merece la pena
atender.
De lo más recomendable es empezar con un caso o un buen ejemplo. Si se
trata de Derecho o materia similar, materia de ésas que aúnan con facilidad
teoría y práctica, la exposición de los hechos de una sentencia interesante es
herramienta infalible. Antes de hablar de soluciones o teorías se tiene que
apreciar bien cuál es el problema práctico, y lo mejor de todo es que los
asistentes lo vivan como algo que a ellos mismos les puede ocurrir. Lo
abstracto debe venir después de lo concreto, lo teórico o doctrinal ha de
aparecer cuando ya estamos insertos en los dilemas de lo práctico. Mejor
todavía, cuente casos y sucedidos reales y deje abierta y para el final la
solución posible o las decisiones que quepan, y la parte más abstracta o
teórica colóquela en medio, como en un bocadillo se mete el jamón entre los dos
trozos de pan.
Si, como es probable, va a referirse a debates teóricos, hágalo de tal
forma que la contienda no se produzca entre puras doctrinas y en una especie de
limbo para doctrinantes perversos, sino entre soluciones alternativas con
consecuencias para la práctica, alternativas y consecuencias que el oyente se
esté representando como dilemas vitales que él mismo ha ido asumiendo al hilo
de su disertación. Baje y suba, muévase entre lo lírico y lo prosaico, entre lo
abstracto y lo concreto, entre lo libresco y lo más vívido de la experiencia cotidiana
de cualquiera.
5. Mantenga su plan de vuelo.
Cuando se trata, por ejemplo, de
un congreso y toca hacer una ponencia, tiene su importancia el turno en que se
habla. Generalmente, el que habla el primero marca el tono, para bien o para
mal, y por referencia a él van a venir luego las comparaciones que el público
haga. Cuando ya han expuesto unos cuantos, la ventaja es que ya se han captado algunos
datos importantes para ubicarse y obrar en consecuencia, tales como el nivel y
habilidad de los otros conferenciantes, la actitud del público y hasta las
ventajas o defectos del lugar (luz, acústica, comodidad, ruidos…).
Suele ser preferible intervenir cuando ya hayan hablado algunos. Véalos
amablemente como competidores, en buena lid, como si cada uno fuera a vender su
producto y en el público estuvieran los potenciales clientes. Si los otros lo
han hecho bien, anímese, crézcase, siéntase estimulado por el buen nivel y
contento de poder dialogar con ellos. Si han estado flojillos, no se relaje ni
se contagie de indolencia o aburrimiento. En uno u otro caso, aproveche para
seguir pensando en lo suyo e ir adaptando sus planteamientos.
Lo que no suele dar buen resultado es cambiar en ese instante y sobre la
marcha el contenido o el enfoque de lo que ya se traía pensado y organizado. La
pauta de lo que vaya a decir y del cómo vaya a decirlo no se la pueden marcar
los otros, a esas alturas. Adaptarse sí, pero el venirse abajo o muy arriba
puede acabar en desastre.
En mi opinión, hay un error garrafal, que ya he visto cometer a unos
cuantos. Me refiero a cuando un ponente postrero se dedica a comentar
críticamente lo que antes ha dicho otro. Eso tiene tres desventajas
considerables. La primera, que el auditorio piensa que se está improvisando
porque no se traía nada seriamente preparado, que el hablante se está agarrando
como a un clavo ardiendo a lo que han dicho otros porque, en el fondo, él no
tenía nada apreciable que relatar. La segunda, que se hace una cuestión personal
de lo que no debe serlo. La tercera, y principal, que si hay turno de réplicas
o debate último y ése al que se le ha querido responder es muy competente (y,
por lo general, si ha forzado a ese desafío es porque es bien competente y ha
estado brillante), en la segunda vuelta es muy posible que él lo destroce a
usted, que lo haga literalmente papilla.
Porque ahí tenemos también un buen consejo para mesas redondas y
conferencias seguidas de debate entre los disertantes: deje en la recámara
alguna bala para ese momento, no enseñe de mano todas sus cartas, prevea por
dónde pueden ir las críticas o ataques y reserve una salva final. Siempre con
guante de seda, sonrisa y suprema cordialidad, por supuesto. Pero directo al
mentón.
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