Se ha dado mucha publicidad a unos panaderos que
están fabricando panes de una calidad especial y que no responden al
profesional tradicional de la panadería sino que son físicos, historiadores,
periodistas... hasta filósofos hay en este oficio, una afición a la que será
necesario encontrarle su lógica y su metafísica. Buenas pruebas de sus
imaginativos esfuerzos las vemos expuestas en algunas tiendas donde se
arraciman bollos, baguettes, chapatas, flautas... labrados a base de mimos y
fermentaciones lentas, como oraciones de una novicia hiperestésica de
fervores.
Al hallarnos enredados en twitteres y facebooks,
nadie tiene tiempo de recordar el más ilustre antecedente de estas
experiencias: la de Pío Baroja quien, tras su estancia como médico en Cestona,
trabajó en la panadería de la calle Capellanes de Madrid donde su familia dio a
conocer el pan de Viena que aportaba entonces la singularidad de la finura de
su miga y la textura de su corteza. Todavía existen estos establecimientos en
Madrid y en ellos se ofrecen buenas delicias, de panes, de pastelería, de
empanadillas... a mí me gusta mucho visitarlos y aprovecho para evocar a la
familia Baroja y su fecundo trasiego entre las harinas y cómo al doctor Baroja
se le iban los ojos detrás de los tafanarios de sus empleadas.
Pero el asunto que quiero tratar, al hilo de la
entrada del pan en su edad barroca, es lo difícil que se nos ha puesto a los
consumidores seleccionar la compra. Primero nos la complicaron los legisladores
europeos obligando a los fabricantes a enumerar los ingredientes de cada
producto que, menos mal, nadie lee pues conocerlos produce la misma pavorosa
inquietud que descubrir las contraindicaciones del prospecto de los
medicamentos. Apelo a mi experiencia: se me ocurrió enterarme de la letra
pequeña de esos apetitosos sobres de jamón de bellota que nos tientan en
cualquier supermercado y resulta que llevan azúcar. Uno, en su ignorancia
dietética, se pregunta ¿para qué necesitará azúcar el jamón? Se verá que fue
grosero error el mío meterme donde nadie me llama.
Después vinieron los vinos y uno recuerda aquella
época, propicia en su simplicidad, en la que lo más complicado era el Paternina
banda azul que daban en las bodas pero solo en las de consolidados apogeos
amorosos.
Y los quesos y las patatas y las frutas y las sales
que ahora las hay hasta de remotos parajes montañosos...
Cuando creíamos que íbamos a tomar un respiro, de
nuevo los deberes se nos acumulan enredándonos ahora con el aceite: dechado de
armonías y vigores pero -creía uno- inofensivo en sus exigencias. Todo lo
contrario: en las ofertas actuales se nos presenta enfundado en sutiles
modalidades con las que nuestros sentidos se abren a los más felices auspicios.
Mis compañeros de mesa, a quienes yo tenía por paletos de cierto renombre,
hablan con toda naturalidad de las variedades arbequina, picual, royal o
empeltre aireando unos conocimientos que traen renovadas confidencias gastronómicas.
Y, por si fuera poco, estos aceites enriquecen el
lenguaje -como han hecho los vinos- porque saben a huerta, a frutas, a notas de
almendra y banana... creando así un mundo de atributos sensoriales
extraordinarios por lo inesperados. Tan solo les falta traernos ecos del
Romancero o de la poesía pastoril pero tiempo al tiempo.
¿Qué importa que casi todo ello sea producto de la
imaginación? En la mesa hay que saber que, si a esta señora le ponemos cepos y
redes, volveríamos a tiempos rudos y con ellos a los sabores chatos y toscos.
O, lo que es lo mismo, nos esperaría un calvario de sinsabores.
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