El paciente amigo de este blog sabe que una de las preguntas que me
persiguen es la de por qué algunas instituciones funcionan exactamente al revés
que como se supondría que deberían funcionar si en verdad tuvieran que cumplir
las tareas principales que, al menos en teoría, las justifican. Muchas veces
acaba uno apuntando soluciones de tipo “sistémico” y olvidando que en la base
están siempre personas con su particular psicología y sus específicos
intereses, personas que se agrupan y, en función de sus objetivos o patologías,
acaban marcando el destino del conjunto.
La tesis que hoy quiero sostener es que si la universidad anda patas
arriba y tiene sus objetivos trastocados, es porque está a menudo gobernada o
dirigida por gentes que para nada gustan de la investigación y la enseñanza,
tomada por personas que no tienen o han perdido la vocación del estudio y la
investigación y que en ella, en la universidad, encuentran la ocasión para
dedicarse a menesteres que les son más gratos, mientras se fingen excelsos
académicos ocupados y preocupados.
Supóngase que
usted es profesor universitario. Si a ese trabajo llegó por vocación y por
vocación se mantiene en él, a usted le encantará enseñar y, sobre todo,
disfrutará enormemente con el cultivo de su especialidad, leyendo,
investigando, escribiendo, debatiendo sobre lo suyo con los colegas,
manteniéndose al día de lo que hacen los del gremio que son más competentes, exponiendo
lo que usted ha pensado o descubierto. Igual que es difícil imaginar a un
futbolista profesional al que jugar al fútbol ni le encante ni le divierta, a
un tenor de alto nivel que desprecie la ópera y se maldiga cada vez que tiene
que actuar en un buen teatro y con una magnífica orquesta, a un poeta que
prefiera siempre leer el Marca antes que una antología de Machado o unos libros
de Neruda, no parece muy sensato pensar en un profesor universitario de cierta
altura que no se lo pase bien con lo suyo o que trate de escaparse de la
biblioteca o el laboratorio para pasar todo el tiempo viendo la tele en casa,
haciendo calceta o jugando al tute en el bar. No digo que no pueda gustarle
cualquier esparcimiento al futbolista, al cantante o al poeta y claro que tendrá
una tara psicológica el que nada más que desee darse al trabajo cada minuto del
día y de la noche. No es eso. Me refiero nada más que a las preferencias del
que tiene una buena vocación y un oficio que le permita cumplirla.
Déjenme que se lo ponga en primera persona. Esta temporada, como tantas,
estoy absolutamente sobrecargado de trabajo, debo estudiar un montón de
cuestiones y tengo el compromiso de escribir un puñado de variados artículos.
Algunos días acabo realmente cansado, muy cansado, y me sabe a gloria ponerme a cocinar un pescado al horno,
contemplar un buen partido de fútbol en la televisión o ver un nuevo capítulo
de la serie que me haya enganchado (estos días estoy con la primera temporada
de Homeland). Y, por supuesto, pocas
cosas comparables a la sobremesa nocturna con mi mujer y ante un buen brandy.
Pero no me cabe duda de lo que quiero y querré hacer mañana, sábado, durante
buena parte del día: seguir trabajando en lo mío, pues mi trabajo me brinda un placer
enorme y nada tiene de bíblica maldición, sino de dichoso privilegio: me pagan
por hacer lo que muchísimo me satisface. Así que si me tientan con que mañana,
sábado, hay una comida con no sé qué estupendo grupo o con ir al cine o con
pasarme la tarde entera viendo la serie de mis preferencias, la tentación es
pequeña: prefiero trabajar, porque trabajando me divierto una barbaridad y el
tiempo se me va en un suspiro. Aunque me agote y al acabar el día me venga de
perlas un buen rato de asueto. Lo sé, tengo la enorme fortuna de que adoro mi oficio.
Pero de eso hablábamos, de trabajos vocacionales.
Alguno puede hacer la pregunta decisiva: vamos a ver, bien está ese
gusto por la tarea, pero, al fin y al cabo, el profesor universitario tiene en
la universidad su horario y ocasión para rendir, disfrutar y cansarse
satisfactoriamente. ¿Acaso no basta? Dejemos de lado lo que de vicio laboral
pueda haber en sujetos como un servidor o en el tenor que ni en la ducha deja
de cantar o en el futbolista que después de las competiciones y los
entrenamientos todavía quiere ver cuatro partidos más en la tele y analizar las
jugadas. ¿Ustedes se imaginan que al futbolista que está jugando su partido o
en pleno entrenamiento a cada rato lo interrumpieran para que rellenara una
encuesta, atendiera a unos periodistas, firmara unos autógrafos o redactara un
dossier sobre los goles que se marcaron en las cinco últimas ligas en las que
participó? ¿Podemos concebir al músico que cada día acude a los ensayos de su
orquesta pero que casi nada ensaya porque lo más del tiempo está redactando una
memoria sobre la sostenibilidad de los instrumentos de viento o la ergonomía de
las sillas del escenario?
Ahí está la madre del cordero, en lo que a las universidades se refiere.
Ni con el mejor tesón ni con los propósitos más firmes consigue el profesor
laborioso trabajar en lo suyo y en la universidad dos horas seguidas, con
concentración y calma. Y no digo porque los alumnos interrumpan a base de
sesudas consultas o porque los colegas anden ansiosos por comentar los últimos descubrimientos
del respectivo ramo científico. Para nada. Lo que nos bombardea y nos
incapacita es la burocracia, el papeleo, la reunionitis, el afán tramitador, el
obstáculo gratuito, la demanda constante de documentos, informes, memorias,
memorandos, planes, programas, proyectos, evaluaciones, encuestas… No es por
una desgracia, no es infortunio por mala organización, no son negativas
secuelas de la inadvertencia colectiva. Es una conspiración en toda regla, es
el montaje de malnacidos profesores bien inteligentes para que no puedan rendir
ni brillar sus colegas más honestos y con mayor vocación. Cuando ese
vicerrector le envía el mensajito solicitándole el currículum para una base de
datos que nunca va a funcionar y, sobre todo, se lo exige en un formato que
nunca se ha visto y para que lo vuelque en una aplicación que solamente está
operativa media horita al día, no estamos ante el enésimo inútil o la víctima
de unos errores tecnológicos: nos hallamos ante un genuino hijo de la gran puta
que sabe de sobra lo que hace y por qué lo hace, que es en el fondo consciente
de que está saboteando el trabajo y el rendimiento de los cuatro gatos que en
su universidad todavía prefieren rendir en lugar de mover el culete en las
cafeterías del campus, ponerles ojitos a los camareros de torso fornido o
largarse a pasar las mañanas enteras de tiendas o de bares.
Un ejemplo sencillo y bien conocido dentro del gremio. ¿Cuántas veces le
piden a uno desde su universidad o desde el ministerio o consejería del ramo
datos y documentos que esas administraciones ya tienen en su poder? ¿Cuántas
veces al año tiene uno que enviar a tal o cual sitio su currículum? Y
preguntará el inadvertido: ¿tanto trabajo da, cielo santo, mandar el currículum
a algún sitio? No, no es eso. La gracia está en que te solicitan tu currículum
en un nuevo formato y trasladado a una aplicación informática que te obliga a
un corta y pega que puede durar días y días. Y así todo y todo el tiempo. Y
cuando has terminado, pasan tres días y te indican que ahora ese mismo
documento tienes que importarlo al Sistema de Pampurrio Sostenible, te envían un
manual práctico de ochenta y siete páginas y cuando le das a la tecla de
concluir te aparece un mensaje diciéndote que el sistema no reconoce el idioma
checo y que por qué envías tus documentos en checo. Y mecagoentó, lo tuyo no
estaba en checo, estaba en español ortodoxo y es el vicerrector el que ignora
que su auténtico padre era checo, deforme y vicioso y que a su mamá le gustaba así,
para más inri. Acaba de ocurrirme; me refiero a lo del idioma.
Eso es un hecho, en nuestros despachos en las universidades que nos
pagan, los profesores apenas podemos hacer el trabajo que supuestamente nos
justifica, nos entretienen y nos distraen todo el rato con demandas e
incitaciones que nos roban el tiempo y el ánimo. No es que no se hagan cosas,
se hacen muchas; el problema es que son labores absolutamente estériles y
completamente alejadas de lo que con propiedad se puede llamar estudio,
investigación y enseñanza. Así que el que por gusto o por responsabilidad
quiera leer y escribir habrá de hacerlo en su casa, a las horas que pueda y
durante los fines de semana. Curiosísimo. Y con un perverso detalle adicional:
cuanto más experto, cualificado y acreditado el profesor de turno, más
impedimentos o acechanzas para que no haga lo que debe y deba hacer lo que no
tendría que ser misión suya. Y todo para que puedan justificar sus cargos y
aparentar que sirven para algo los de esa patuleta de rectores, vicerrectores, directores,
decanos, vicedecanos, presidentes de comités, encargados, secretarios de
secretariado y demás hijos de la inmundicia.
Vale, todo eso es sabido y muy repetido. Pero estábamos sólo en los
antecedentes, en el planteamiento previo a la pregunta capital que ahora viene:
¿por qué? Creo que he dado con la respuesta mejor: porque hay un buen número de
profesores universitarios a los que no les apetece nada ni impartir clases ni
investigar. No les apetece absolutamente nada, se les pone el cutis fatal sólo
de pensarlo.
Dentro de ese grupo de
profesores renuentes y nada vocacionales, los hay de dos tipos, los descarados
y los aviesos. Los descarados se
quitan de en medio, y ya está. Procuran que sus clases sean las menos y, fuera
de esas pocas horas de docencia, se van a sus casas y ahí se las den todas.
Luego, descuidadamente, dejan caer un día que se dedican a pilates tres mañanas
a la semana, y las otras dos a natación o a rebuscar en las rebajas de los
grandes almacenes. Nadie les incordia ni les pide más, tampoco la institución
les solicita que hagan nada de eso otro que a los dedicados se les demanda,
para que no puedan dedicarse, precisamente. Esos, los descarados, son
parásitos, pero no son peligrosos, se aprovechan mucho, pero dañan poco. Usan
en su beneficio la permisividad institucional, puesto que ni se les sanciona ni
se les reprocha por no dar palo al agua y cobrar del cuento y sin hacer casi
nada y, para colmo, con pocas ganas y exiguo interés.
El peligro lo tienen los aviesos,
pues ellos son los causantes de tanta disfuncionalidad institucional. El avieso
tampoco se esfuerza en la enseñanza ni tiene gana ninguna de investigar. Pero
ese, ay, no hace mutis, no se larga para su casa a toda prisa y alegando que se
dejó la cazuela en el fuego o que tiene que darle la pastilla a su suegra. No,
ese se queda, y se queda a joder.
Atiéndase a esta combinación de elementos que nos van dando el perfil
del profesor avieso. (i) No quiere enseñar ni investigar, a ser posible, pero
le gusta darse pote, desea pasar por un sujeto competente y con el que hay que
contar; (ii) no hace ascos a sobresueldos y distinciones; (iii) ansía visibilidad,
le gusta estar en el centro del cotarro y que se le tenga por importante,
aunque sabe que no lo va a conseguir por sus méritos académicos estrictos, por
su capacidad investigadora o su brillantez en la docencia; (iv) evidentemente,
y con esos antecedentes, no desea quedarse en su casa los más de los días, como
el descarado, sino acudir a la universidad y que se sepa que por allí anda y
que no es un mindundi cualquiera el que así se enseña.
¿Salida? ¿Solución? Un cargo académico; del tipo que sea y al nivel que
sea (cuanto más alto mejor, por supuesto), pero un cargo. O varios. Se trata,
para el avieso, de combinar tres factores: a) parecer importante, para
disimular que académicamente, y en lo más relevante, no se es nadie; b) tener
qué hacer, para que nadie se fije en que de lo que más debería contar no se
hace nada; c) conseguir algo de poder, para que nadie pueda decirle la verdad
de lo que es y que todos, o casi, lo traten formalmente como si materialmente
algo fuera. No digo que sean así todos los que en la universidad desempeñan
cargos de cualquier tipo, ni mucho menos. Sólo afirmo que son legión los que
por eso buscan cargos y los ejercen.
El avieso quiere hacer como que trabaja sin trabajar apenas, o estar en
muchas cosas, sí, pero sin pasar por la biblioteca o el laboratorio. Desea
lograr la consideración académica que académicamente no merece y agenciarse por la
vía política y burocrática el respeto que jamás se granjearía por sus
publicaciones o gracias a sus clases. Los cargos y carguillos le van al pelo
para esos fines, pero, una vez que está en ellos, se topa con dos problemas:
uno, que tiene que dar el pego de que cumple y hace una infinidad de cosas y
que por eso está agotado de tanto sacrificarse y darle a la mollera por el bien
común; otro, que los que están leyendo y escribiendo en el despacho o el
laboratorio siguen produciendo en serio mientras él finge postizos orgasmos
académicos o hace como que ama la ciencia. Y, ante tales dilemas, que son los
que mueven y acucian a los aviesos, ¿qué hacen? Tocar los cojones a los buenos
y competentes, a los académicos reales, a los cuales envidian y detestan, a los
capaces que sí podrían y querrían hacer esa buena investigación que a los
aviesos les repele y esa vida universitaria de verdad a la que los aviesos con
toda su alma temen, pues en ella sus desnudeces intelectuales y morales
quedarían a la vista de todos y los dejarían en muy secundario lugar.
Necesitan inventar algo a toda prisa para que los buenos no los
adelanten, para que las diferencias auténticas no cuenten, para que las
jerarquías se inviertan y la virtud intelectual ceda ante la sumisión burocrática,
para que los méritos universitarios importen menos que las seudoacadémicas
politiquerías. Y ahí los vemos, a los aviesos: gastan su tiempo en pergeñar
procedimientos para que los demás pierdan en suyo. No, no usan sus cargos y
poderes para perseguir a los descarados, para afear a los incumplidores, para
sancionar a los que ninguna norma respetan, para primar y recompensar el
trabajo bien hecho o el esfuerzo bienintencionado. Nada de eso, jamás, antes
muertos. Lo que hacen los aviesos es colocar cepos para que en ellos caigan y
se queden atrapados los buenos profesionales universitarios, poner trampas para
que la calidad real de los menos se difumine entre los papeleos y variados
disimulos de los más, simular controles y evaluaciones constantes para que se
olvide lo que sí merecería ser evaluado y diferenciado, inventar órganos,
comités o comisiones para que nadie pueda trabajar lo más del tiempo como en la
investigación mejor se trabaja, que es en soledad, bombardear con cartas,
mensajes, comunicados y peticiones para que ni uno se pueda concentrar en su
ciencia y deban todos arrodillarse ante lo inútil y lo idiota.
No, no es que las universidades hayan caído víctimas de los malos
políticos de partido ni de las añagazas de malévolos empresarios ni de la
indiferencia de los ciudadanos. El enemigo está dentro y son muchos profesores,
esos pérfidos profesores que engrandecen su inanidad a base de impedir que
crezcan los que les harían verdadera sombra si de enseñanza y de investigación
se tratara, si se valorara el intelecto y no dominaran las poses y las posturitas,
si entre el ruido se pudieran distinguir las voces. Mírelos, están alrededor,
pululan lustrosos y ufanos. Al verlos, pregúntese usted estas dos cosillas:
cuánto hará que no leen un artículo científico o que no tocan una probeta y qué
les pasaría si, de repente, no tuvieran más cosa que hacer que pasarse las
horas en su despacho o su laboratorio trabajando como es debido. Si a lo
primero la obvia respuesta es que un montón de años, y a lo segundo la contestación
es que se volverían locos de desesperación y hastío, ya lo tenemos localizado:
estamos ante un mierda universitario con ínfulas, de esos que fastidian a los
demás y, para colmo, van de alfa y omega, de mártires del interés general y de
salvadores de del alma mater.
Si usted tuviera ante sí y de usted enamorada a esa persona que usted
tanto ama y usted tanto desea y no hubiera impedimento real ni para su amor ni
para su pasión carnal, ¿preferiría usted irse a una reunión o encerrarse en un
despacho para llamar por teléfono a Fulano o Mengano? Supongo que no. Entonces,
si usted tiene la grandísima suerte de ser un profesor e investigador
profesional y le dan los medios para que cultive a placer su ciencia, ¿preferiría
pasarse los días en su cargo de director del área de zonas verdes o de
evaluador de currículos semipensionistas? Evidentemente, no. Cada uno, cuando
puede, hace lo que quiere y lo que más le gusta. Y si usted puede leer y
escribir, investigar con disfrute y dedicación, pero se va a lo otro, ya me
dirá si no es obvio lo que le pasa. Los gustos son libres, de acuerdo, pero también
los demás les podemos pedir a los aviesos que se metan sus cargos y complejos
donde les quepan y que dejen de joder(nos) de una maldita vez. Que los jubilen
a todos o que se los lleven a la Menéndez Pelayo, rediez.
Gran relato e inmejorable descripción de la patología, en las privadas tenemos algo menos, pero algo hay también, la clave está en la selección del personal.... creo que alguna vez ya has contado alguna experiencia sobre eso. Gracias por el magnífico post y por la valentía en contarlo, enhorabuena y un anrzo, Francisco Marcos
ResponderEliminarNo falla, amigo Garcia Amado; cada dos/tres meses el mismo comentario con el envoltorio canmbiado y una lazito de diferente color. Sobre ello tengo que decir dos cosas: la primera, que lleva usted más razón que un santo, y por lo tanto al César lo que es del César. La segunda: además de tanta diatriba bloquera trimestral, a mí me gustaría saber qué hace usted para cambiar las cosas, en los términos siguientes:
ResponderEliminara) ¿en cuántos tribunales ha puesto usted el grito en el cielo y presentado recurso, porque salía el candidato con menos méritos?
b) ¿de cuántas agencias de acreditación cobra usted por participar en un sistema de evaluaciones que ha criticado hasta la saciedad en esta su casa?
c)¿cuántas demandas ha interpuesto por conocer de procesos irregulares o ilegales en su Universidad? A lo cuál como funcionario público usted está obligado si conoce de todo ello.
d) ¿cuándo piensa usted presentarse a rector para empezar a cambiar todo lo que nos dice -con razón- que debe cambiarse?
Podría seguir, pero usted ya me capta y es que una cosa es predicar, y otra dar trigo. Está bien hacer crítica de barra de bar o de blog, pero lo que importa es qué se hace para cambiar las cosas además de poner el grito en el cielo. Ande, ilústrenos...
Estimado Mirón, el día que usted quiera, con toda tranquilidad y sin la más mínima acritud, se me presenta personalmente y, entre usted y yo, le cuento mi modestísima trayectoria de pequeñas resistencias, al tiempo que, si hace falta, le reconoceré también mis fallos y desfallecimientos, que habrán sido abundantes. Pero para eso necesitaría conocerlo, saber con quién hablo cara a cara o, al menos, con quién me escribo unos mensajes. No tema, no soy peligroso ni agresivo en el trato personal.
ResponderEliminarNo pretenderé, si me da la oportunidad porque se quita el antifaz, convencerlo de la santidad mía, pero a lo mpues no la tengo, pero a lo mejor lo dejo pensando si habría sido usted capaz de protestar en algunos sitios en los que que yo protesté un poqeuito, o de dimitir de algunas golosas "agencias" en las que he dimitido. Disculpe que de esas cosas no hable aquí públicamente y equiparando mi vanidad a al anonimato suyo.
En cualquier caso, será un gusto seguir encontrándolo trimestralmente en el blog y en ese esforzado papel de inductor de silencios y crítico de los críticos.
Reciba un cordial saludo.
Excelente análisis, sin duda. Gracias por esta terapia de grupo, amigo,
ResponderEliminarun cordial saludo,
Ya que le gusta hablarnos de los diferentes especímenes de profesores le sugeriría que incluyera en su lista alguno más.
ResponderEliminar1.El que no entiende que las tutorias individuales le van en el sueldo,Conseguir que algunos profesores te reciban en su despacho es en muchas ocasiones más complicado que solucionar la crisis económica mundial.
2.El que no entiende que los alumnos son personas dignas de todo respeto y consideración y le sueltan cualquier improperio porque saben que el alumno atenazado por el miedo al suspenso nunca les va a contestar.
3.El que entiende que las mujeres van a cazar marido a la Universidad.Y solo ellas ,porque nunca van a criticar a un alumno si lo ven hablando con una profesora o sube a preguntarle dudas a su Departamento.Una mujer no puede admirar a un profesor,lo ve solamente como un objeto sexual.Pues si es así, desde ahora exijo profesores morenazos de 1.90 y con una sonrisa perfecta.
4.El que critica los outfits de sus alumnos.A los profesores no se les exige una buena condición física o que el traje les siente como un guante.¿Por qué ellos se dedican a criticar a sus alumnos si van en zapatillas,usan jeans o van en bermudas?
Gracias a Dios, o a quien sea sigue habiendo profesores amables y dispuestos a ayudar a su alumnos en cualquier tiempo y lugar, ya sea porque son buenas personas, o porque entienden que la sartén en cualquier momento da la vuelta y son ellos los que tienen que solicitar la ayuda de sus ex-alumnos,Ya que estos últimos parecen una especie en extinción, cuando se encuentren con uno de ellos, cuidenlo.
Estimado anónimo último: le doy toda la razón. Ese tipo de profesor diplodocus, arbitrario y abusón, debería desaparecer también de nuestras aulas. Entre todos deberíamos ponerle límites, empezando por los propios estudiantes. Aunque bien sé que es difícil. Saludos.
ResponderEliminarHace poco que lo he descubierto, pero de ahora en adelante seré una de sus habituales.Mi pseudónimo es Mariel y desde ahora me dirigiré a usted con este nombre.
ResponderEliminarCoincido con usted en muchas de sus opiniones, pero en otras considero que la libertad de expresión la utiliza para dar en la boca a algunas personas con las que tiene diferencias personales.Y como dice el refrán :La ropa sucia se lava en casa.
Saludos y encantada de conocer sus pensamientos porque aunque lo conozco personalmente, nunca he tenido la oportunidad de discrepar con usted.Espero que desde hoy tengamos la oportunidad de enfrentar nuestras opiniones.
Le sugiero un tema para su próximo artículo."El clasismo entre los profesores y sus compañeros administrativos,conserjes y bibliotecarios".Me parece de quinta que ellos se tengan que dirigir a ustedes como Profesor o Don...,cuando ustedes los llaman simplemente por su nombre.¿Hay algo más ridículo que una Conserje que le dobla la edad a un Profesor lo llame Don... por el simple hecho de que él tiene estudios superiores cuando esa mujer a lo mejor no tuvo la oportunidad de estudiar porque se tuvo que poner a trabajar con 14 años porque se necesitaba dinero en su casa?
Un respeto a nuestros mayores!!!!!
Saludos, Mariel. Gracias. Será un placer tenerla por aquí.
ResponderEliminarPermítame que empiece yo también con una pequeña discrepancia: hasta donde pueda yo mismo ser consciente, no uso este blog para dirimir cuestiones personales.Y si alguna vez ocurrió, habrán sido muy pocas; repito, hasta donde sea yo consciente. Otra cosa es que aquí aparezcan criticados comportamientos que pueda ver a diario en personas más o menos cercanas y que me disgustan. Pero yo a eso no lo llamo darle el la boca a nadie. Es como si alguien me ve a mí un domingo por la tarde preocupado por averiguar cómo quedó el Sporting de Gijón y eso le sugiere un post sobre cuánto alienado hay por culpa de fútbol y está pensando en mí como uno de tales alienados. No tiene ninguna cuestión personal conmigo ni va directamente contra mí, aunque yo sea uno de los posibles aludidos y uno de los que valdrían de ejemplo de lo que dice.
En cuanto a lo del don..., está bien. Pero, fíjese, podríamos reflexionar sobre si sería mejor quitar el don a todos o ponérselo a todo el mundo. Es un interesante tema, sí. A ver si un día lo hablamos.
Saludos.
Mariel :Mejor sería que sólo se utilizara entre determinadas personas.Yo a usted no lo llamo ni Profesor, ni Don Juan Antonio.Primero porque nunca va a ser mi profesor porque soy ex-alumna.Lo trato de usted porque es una persona mayor que yo y a mí me enseñaron que hay que mostrar respeto a mis mayores.Así que de ahora en adelante le ruego que me trate de tú.Hay que normalizar las relaciones humanas.No estamos en una novela de Jane Austen.Cuando yo fuí alumna traté a todos los profesores de usted porque entiendo que es una forma de guardar distancia, pero una vez que dejaron de ser mis profesores con los que no tengo mucha diferencia de edad los trato de tú.Así que, ¿ no le parece absurdo que yo llame a mi ex-profesor por su nombre y tenga que oir como sus compañeros de trabajo los traten como si fueran seres superiores ?Si han llegado a Catedráticos será porque han leido mucho y desde mi ignorancia y entendiendo que la lectura abre la mente, ¿no deberían estar por encima de tanta tontería?
ResponderEliminarSaludos, me despido hasta otro día