En el último número de Revista de Libros viene un escrito
de Enrique Moradiellos, muy prestigioso historiador, sobre la clase
magistral. Responde a un artículo de Luis Garicano en el que este afamado
economista cuestiona dicha variante de la enseñanza universitaria. Me permito
aquí unas breves consideraciones propias sobre el asunto.
El problema está en la definición de “clase magistral”. En las críticas
y en la literatura burocrática suele predominar una definición puramente
formal, a menudo unida a la caricatura. Definimos de modo enteramente formal la
clase magistral cuando la concebimos como disertación continuada de un profesor
cualquiera, en la que se expone el contenido de una lección o de parte de ella.
La caricatura aparece en cuanto se citan los abundantes ejemplos de profesores
que, al amparo de ese tipo de clases, se dedican a leer rancios apuntes, gastan
su tiempo diciendo tonterías o no admiten preguntas ni interrupciones críticas.
Y, en efecto, en muchas universidades no faltan los docentes zoquetes que
aburren a las piedras, divagan sin ton ni son y, para colmo, disfrazan de
autoridad y lejanía su más que evidente inseguridad y su miedo cerval al
infrecuente alumno que inquiere, duda o pide mayores aclaraciones.
Si no nos ponemos de acuerdo en qué merece sustantivamente la
denominación de clase magistral y si, para colmo, consideramos el ejemplo
impropio como certero paradigma, erramos el tiro o confundimos la cosa con su
mal uso. Es como si, por poner una comparación, llamamos pintura o arte
pictórico a toda actividad consistente en poner unas formas o colores en un
lienzo y añadimos que hay mucho pintor que no hace más que manchar telas sin el
más mínimo estilo ni saber lo que se trae entre manos. ¿Sería argumento
bastante para cuestionar la pintura como arte y para pedir que en los museos ya
no se cuelguen cuadros, sino que se invite a los visitantes a pintar ellos
mismos o a comentar sus impresiones sobre el color y las figuras, al buen
tuntún?
Si, al hablar de arte, por pintura no puede pasar lo que hace cualquiera
que tome un pincel y unos óleos y se dedique a hacer garabatos a su aire, como
clase magistral no ha de valer lo que perpetre el docente en nómina que se suba
a la tarima y empiece a hablar de cualquier manera sobre un tema de la
asignatura. Por eso, para distinguir y saber qué se debe criticar del método o
de sus usuarios y para no matar a todos los perros porque algunos tengan rabia,
necesitamos caracterizaciones sustantivas de la clase magistral. Y no estará de
más que empecemos por preguntarnos si alguna vez asistimos a alguna que
mereciera el nombre y el aplauso.
Como casi todos los que en su día estudiaron una carrera, he escuchado
algunas clases magistrales de primera, extraordinarias. Pocas, es cierto; pero
la escasez no es argumento para la supresión, sino para la selección y para que
las instituciones de enseñanza y los estudiantes pongan cuidado en que no se
les dé gato por liebre. Con las clases sucede algo semejante a con las
conferencias, de las que también las hay horripilantes o ridículas, pasables,
buenas y buenísimas. Por eso, el que ya sabe del percal y tiene un día que
buscar un conferenciante o ponente debe tener bien en cuenta cuáles son
competentes y cuáles unos pobres diablos sin arte ni luces. Porque de todo hay.
Una clase magistral se supone que es la que, prototípicamente, podría y
debería dar un maestro. Y con esto ya entramos en aguas procelosas, pues
empezamos a hacer diferenciaciones y a marcar categorías en estos tiempos en
los que cualquier señalamiento del mérito de los mejores lo tienen muchos por signo de intolerable discriminación de los
lerdos y hasta indicio del malévolo elitismo del que clasifica. Pero es así,
pese a quien pese. De igual manera que una escultura presentable sólo la puede pergeñar
un escultor avezado y capaz, una clase digna nada más que la puede dar el buen
profesor. En el ámbito académico se suele (o solía) llamar maestro al profesor
con experiencia, tablas, hondo conocimiento reposado y capacidad para
transmitir ese conocimiento con soltura y con algo de pasión, la pasión que
alguien pone cuando trata de las cosas a las que entregó una parte importante
de su vida.
Pero no exageremos, la experiencia grande que aun no se tenga se puede
suplir con esfuerzo, y por eso un profesor joven puede también impartir buenas
clases magistrales. Si nos fijamos, el sólido profesor veterano improvisa más,
liga ideas, teorías y temas sobre la marcha, va sacando de su cabeza lo que a
ella se le viene, pues en ella tiene su mejor laboratorio, una especie de
bodega con los mejores caldos en manos de un experimentado sumiller. Puede ser
más desordenado, pero ese es el que en el estudiante bueno despierta vocación y
deja huella. A alguno de esos nos debemos muchos de los que ya peinamos canas y
de la universidad hemos hecho feliz oficio. Pero también resulta estimulante y
grato el profesor que se estudia los temas y prepara con rigor y gusto cada
clase. Lo que tenga de menos creativo o le falte de súbitas genialidades lo
compensa con creces con su claridad y su bien administrada erudición al hablar
del tema del día.
A los de un tipo o los de otro, de esos dos que acabo de describir, los
estudiantes preguntones y participativos no les molestan, sino que les sirven
de motivación y acicate. Y, en estos tiempos grises, nada desmoraliza más al
profesor de nivel que esas recuas de estudiantes pasivos, indiferentes,
distantes, estructuralmente desvencijados, intelectualmente planos, adormilados
semovientes.
Propiamente las clases magistrales nada más que tendrían que impartirlas
esos maestros veteranos o jóvenes, por la misma razón que para dar conciertos
de piano en el auditorio de la ciudad se llama al pianista de cierto nivel y no
a cualquier menesteroso que aporree teclas. Es así de sencillo. Es más, a esos
buenos profesores habría que dispensarlos de labores más prosaicas o de
obligaciones abiertamente estúpidas. Porque para organizar charlitas entre
alumnetes sentados en círculo y que cada uno diga lo que opina del aborto o de
las tasas judiciales sirve de sobra cualquier perezosón indocumentado de los
que tanto abundan en los claustros de profesorado. Mezclar a unos y otros y sus
labores es tan absurdo como poner al utilero del Barça a jugar de delantero
centro y a Messi a preparar las botas y las camisetas.
¿Por qué tanto descrédito de la clase magistral y tanta fobia con ella? ¿Por
qué, me pregunto a veces, entre tanto curso memo de actualización pedagógica de
los docentes universitarios nunca hay uno sobre cómo preparar e impartir una
clase magistral magistral? Las razones de la crítica a ese modo de enseñar que
se me ocurren son dos, pero debidas a una misma causa: el predominio de los
mindundis entre el profesorado, predominio numérico y predominio en el poder
académico-burocrático, con especial mención de los pedabobos que tanto han
hecho y hacen para que nos parezcamos todos a ellos, en su prolija inanidad.
Un motivo de la crítica tiene su aquel, pues consiste en mostrar
cuantísimas clases magistrales son infames y absurdas. Claro que sí. El
fundamento de la crítica es cierto, pero la conclusión resulta falaz y hasta insidiosa.
Si hubiera muchos cirujanos incompetentes no echaríamos contra la cirugía. Si
hay muchos docentes incapaces de impartir una clase presentable, que los manden
a la puñetera calle o que los pongan a hacer otras cositas más monas y a su
nivel. Unas clases magistrales con profesores bien seleccionados para ese
cometido son tan útiles y defendibles como unas operaciones quirúrgicas por
obra de cirujanos bien escogidos. Si no le damos el bisturí al primer carnicero
que se presenta a una plaza, ¿por qué ha de tener su clase magistral el pobre
diablo al que acabamos de contratar de profesor asociado – no digo que todos
los profesores asociados sean diablos ni pobres, ojo- o de hacer titular o
catedrático porque es hijísimo putativo o ahijado de lánguido mirar? Ah, pero
está claro, si suprimimos las clases magistrales, que es donde más se nota
quién sabe y quién no y quién se esmera o se echa a la bartola, eliminamos la
base principal para distinguir y diferenciar y ya serán pardos todos los gatos,
que es lo que más desean los gatos pardos.
Y por ahí llegamos a la otra razón para la crítica, que está en que la
gran mayoría de los teóricos de la nueva docencia, de los críticos feroces y al
bulto de la clase magistral, ni pueden dar una que merezca el nombre ni están
dispuestos a estudiarse las que les toquen cada día. Es mucho más cómodo y
simpático hacer el memo con los estudiantes y montárselo de enrollado, progre y
coleguilla. Hoy en día, en las universidades, los más zánganos van siempre
cargados de mil y un certificados de superaptitud pedagógica y, a la hora de la
verdad, no saben decir ni tres cositas sin leerlas en el powerpoint o gastar el
tiempo haciendo que hablen por ellos los estudiantes. Eso sí, las clases se las
hacen los estudiantes, pero las nóminas se las quedan ellos. Enseñanza
participativa con reparos, ni más faltaba.
Si usted, amigo lector, ha asistido a unos cuantos cursos de esos en los
que expertísimos culiapretados enseñan a enseñar, dígame con sinceridad una
cosa: ¿qué tal enseñan esos que enseñan a enseñar? Estamos de acuerdo: hay de
todo, claro que sí, pero la mayoría son unos sin sustancia que ni sus bobadas
saben explicar. Pues está todo dicho. Porque esos, precisamente esos, son los
que en las universidades, las consejerías y los ministerios del ramo mandan. Y
su labor habrá concluido cuando consigan que todos se les parezcan. Ya no falta
casi nada. En cuanto se jubilen unos cientos más, todo el campus será un erial,
ese gozoso desierto lleno de larvas acreditadas.
Por si alguien me ha maltentendido a posta: por supuesto que además de
clases magistrales puede y debe haber más cosas: prácticas, tutorías, debates,
variadísimas evaluaciones, meditaciones y algo de levitación si hace falta. Sin
duda. Pero las clases magistrales no sobran cuando son buenas, bien al contrario,
y las otras cosas son ociosas y perjudiciales cuando dependen de los mismos simples
que tampoco serían capaces de disertar una clase magistral que no dé vergüenza
ajena. Cuando la prestación depende de las personas, los métodos sirven algo,
pero poco. Por mucha teórica de fútbol que usted le imparta a un cojo, nunca va
a llegar a lo de Cristiano Ronaldo, ni siquiera a ser un buen jugador de
tercera división. Pues eso.
Juan Antonio, por supuesto comparto ciento por ciento tu entrada, pero iría más lejos. La clase magistral es absolutamente imprescindible; es el único modo de transmitir la mayor parte de los conocimientos. En realidad las otras modalidades docentes sólo cobran sentido y pertinencia una vez que el alumno ha aprendido mucho, mucho, mucho con muchas lecciones magistrales. En cuanto al porcentaje de las malas sobre el total, lo desconozco, pero sospecho que es más bajo de lo que tu mirada, quizá un poco pesimista, puede hacer creer. Lo que sucede es que las buenas o medio buenas no son noticia. Yo tengo recuerdos maravillosos de lecciones magistrales de mis profesores jesuitas en el Ecuador, e incluso en España buen recuerdo de las de un entonces joven miembro del Opus Dei (hoy desgraciadamente muerto, suicidado), a pesar de que no faltaban en ellas frivolidades, en mi modesta opinión (de entonces, cuando era un chaval de 17 años) impropias de la Universidad; no obstante, ese magisterio fue tan potente que marcó mi opción por la filosofía. Recuerdo también pseusolecciones ni magistrales ni nada de charlatanes que se las daban de locos o idos, como el ex director general de prensa y consejero nacional de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, D. Adolfo Muñoz Alonso.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo con el comentario anterior.Con la clase magistral si el profesor es bueno se consigue aprender en una hora lo que llevaría horas y horas de lectura.Aunque en mis anteriores comentarios pareciera que los profesores me deben dinero,tengo que reconocer que al igual que he tenido profesores muy malos, también he tenido la suerte de cruzarme en la vida con profesores que me hubiera llevado a mi casa simplemente por el placer de seguir escuchándolos.Estos son los que tienen verdadera vocación,los que aceptan la crítica de un alumno como algo que les ayuda a mejorar y no como una ofensa.
ResponderEliminarEs una lástima que no haya tenido la oprtunidad de medirme las fuerzas con usted, porque con lo cañero que es, nuestros enfrentamientos hubieran sido antológicos
Mariel
Felicidades por las lúcidas reflexiones.
ResponderEliminarComparto íntegramente
Quizá un poco de sutileza con aquellas personas que les cuesta mayores esfuerzos interactuar en el aula para lograr el objetivo para el cual asisten... no vendría mal. A esos alumnos algo les estamos debiendo: el Gobierno y las políticas de educación, la sociedad, en fin... no es tema para este momento.
ResponderEliminarPero definitivamente su entrada me motiva a comentar, porque trata un tema para mí, sumamente importante. Y en términos culinarios diría que nos ha invitado a un banquete de conceptos acertados y pertinentes, salvo a algunos con sabor un tanto agridulce pero que nos incitan a reflexionar.
Las clases magistrales son un manjar, ingrediente principal del plato de la enseñanza, cuyo aderezo son la didáctica que lo acompaña para acentuar su sabor y valor nutricional.