13 mayo, 2015
12 mayo, 2015
Ojeras como cascabeles. Por Francisco Sosa Wagner
Por fin se han puesto de moda. Con los años, el ser
humano va advirtiendo que sus vestimentas, sus hábitos y aficiones, su aspecto
mismo, incluso sus decires se van escapando de los dictados de la moda,
acogiéndose a un pasado rancio y cada vez más esotérico. Es la consecuencia del
paso del tiempo, del imperio de las sombras, del entierro de las madrugadas...
qué sé yo.
El duelo entre lo antiguo y lo actual, perenne y
eterno como la humedad de los bosques.
Por eso, cuando de pronto aparece una señal
lisonjera, todas nuestras entretelas se convierten en cascabeles que anuncian
alegrías e incluso el fluir torrentoso de la sangre en las venas.
Esta sensación es justamente la que yo percibo desde
que me he enterado de algo que creía imposible: las ojeras se llevan por las
personas elegantes como prendas creadas por los más atrevidos modistos en las
pasarelas de Milán, de París etc. La ojera es el estilo. La ojera es chic. La ojera:
señal rediviva del esplín baudeleriano.
Sí, la ojera, esa bolsa que llevamos bajo nuestros
ojos para guardar los pesares y las aflicciones con que la vida nos obsequia;
la ojera, el estuche de los recuerdos sombríos, de las canciones muertas, de
los temblores gimientes; la ojera, el surco donde se asientan los desmayos y se
entierra el desánimo, el carril que utilizan los siglos para no perderse...
Pues esa ojera está ahora en lo alto de la
distinción y el buen gusto.
¿Qué ha pasado? En rigor, nada. O mejor dicho, ha
pasado lo de siempre. Como se descubrió hace años que “la arruga es bella” y
esa simple enunciación revolucionó nuestra forma de vestir desterrando la raya
del pantalón y la esmerada pulcritud de la blusa, así ahora un gurú, asentado
en el Olimpo desde el que se definen las tendencias, ha decidido que la ojera,
lejos de ser un signo de decrepitud es un rasgo definitivo de elegancia. Pobre
del que no tenga sus ojeras bien hundidas y tenebrosas.
Ya sabemos que, para hacer frente a la “saison” de
la ópera y del teatro, corren las damas y los caballeros a hacerse de unas
buenas ojeras si no quieren sentar plaza de lechuguinos. Todos los afeites,
cremas y potingues destinados a borrar las ojeras han perdido su valor y los
activos cotizados en bolsa de las empresas que los fabricaban se han
desplomado. Las gentes ahora procuran no dormir bien para lucir por las mañanas
unas ojeras profundas que resalten sus ojos y sus pestañas.
¿Y los pobres cirujanos de ojeras? A toda prisa
están haciendo cursillos para aprender a hacer ojeras y pacientes hay que
vuelven a ellos para recuperar las ojeras que perdieron en sus clínicas. Doble
negocio. Un consuelo.
Todo es un sinvivir, un cambio drástico para lucir
ojeras. Los ojos cobran ahora un vigor florido y brillante como una joya
engastada. Engastada precisamente en la ojera.
Por fin, después de tantas humillaciones y
sinsabores, los ojerudos imperamos.
04 mayo, 2015
Ojos saudíes. Por Francisco Sosa Wagner
Alá me libre de entrar en el debate del velo que
tantas pasiones suscita pero confieso que el integral, el que cubre la cara y
solo deja al descubierto los ojos, ejerce sobre mí una poderosa atracción
porque da una nueva dimensión a la belleza de la mujer al confluir nuestra
atención en esa escueta parte no velada.
Se convendrá conmigo que estamos acostumbrados en
Occidente a observar a la mujer en todas sus hechuras e intimidades porque ha
descubierto lo que en otros tiempos se ocultaba como un misterio bíblico. La
consecuencia es que, a poco que nos descuidemos, nuestra contemplación del
cuerpo femenino acaba padeciendo pues desparramamos en exceso la vista al poner
precipitación -¡y aun apatía!- allí donde debe haber morosidad y extremada
diligencia. Dicho de otra forma: el destape es el enemigo jurado de los
matices.
Y acabamos dando -como aquel que dice- un vistazo
general en el que toda concentración provechosa se ha perdido. Nos convertimos
así en voyeurs rutinarios que es lo
que más desprestigia al voyeur quien
debería libar sin desmayos en los hechizos femeninos como buenos herederos de
los sátiros de la Antigüedad.
Ya sé, ya sé que las prisas de la vida moderna,
también que la cantidad de tuits que
hemos de poner y de fútbol que hemos de seguir, acaban llevándonos a estas
prácticas condenables pero ello no nos exime de nuestras culpas. A lo sumo las
explican, no las justifican.
Por eso, cuando nos topamos con el cuerpo tapado de
una mujer saudí, un cuerpo del que no podemos ver sino los ojos, toda nuestra
solicitud se centra de forma inevitable en ellos y entonces... ¡ah! entonces es
cuando descubrimos la magia, la belleza infinita, el juego cristalino de sus
colores, el embeleso hondo y mundano... y es como si sonara en nuestras
entretelas una música de pavana fugaz.
Ante esos ojos padecemos un temblor saludable porque
notamos el tripe aliento de la vida, de la belleza y del arte.
Y nos determinamos a hacer reír a esos ojos, a
hacerlos vibrar con un relato inventado para la ocasión, un relato que
-forzosamente y bajo su sortilegio- ha de salirnos fluido, también a reforzar
el estro de su irisación con versos, a ser posible de inspiración rubeniana
(sin preocuparnos de que nos salgan ramplones porque serán sentidos).
Pero sobre todo nos determinamos a que no lloren
jamás aunque sepamos, por la zarzuela de Sorozábal, que “los ojos que lloran no
saben mentir” (¿qué sabría don Pablo?).
Los ojos de la mujer saudí no deben llorar porque
son los faros luminosos de un cuerpo embutido en el luto.