Alá me libre de entrar en el debate del velo que
tantas pasiones suscita pero confieso que el integral, el que cubre la cara y
solo deja al descubierto los ojos, ejerce sobre mí una poderosa atracción
porque da una nueva dimensión a la belleza de la mujer al confluir nuestra
atención en esa escueta parte no velada.
Se convendrá conmigo que estamos acostumbrados en
Occidente a observar a la mujer en todas sus hechuras e intimidades porque ha
descubierto lo que en otros tiempos se ocultaba como un misterio bíblico. La
consecuencia es que, a poco que nos descuidemos, nuestra contemplación del
cuerpo femenino acaba padeciendo pues desparramamos en exceso la vista al poner
precipitación -¡y aun apatía!- allí donde debe haber morosidad y extremada
diligencia. Dicho de otra forma: el destape es el enemigo jurado de los
matices.
Y acabamos dando -como aquel que dice- un vistazo
general en el que toda concentración provechosa se ha perdido. Nos convertimos
así en voyeurs rutinarios que es lo
que más desprestigia al voyeur quien
debería libar sin desmayos en los hechizos femeninos como buenos herederos de
los sátiros de la Antigüedad.
Ya sé, ya sé que las prisas de la vida moderna,
también que la cantidad de tuits que
hemos de poner y de fútbol que hemos de seguir, acaban llevándonos a estas
prácticas condenables pero ello no nos exime de nuestras culpas. A lo sumo las
explican, no las justifican.
Por eso, cuando nos topamos con el cuerpo tapado de
una mujer saudí, un cuerpo del que no podemos ver sino los ojos, toda nuestra
solicitud se centra de forma inevitable en ellos y entonces... ¡ah! entonces es
cuando descubrimos la magia, la belleza infinita, el juego cristalino de sus
colores, el embeleso hondo y mundano... y es como si sonara en nuestras
entretelas una música de pavana fugaz.
Ante esos ojos padecemos un temblor saludable porque
notamos el tripe aliento de la vida, de la belleza y del arte.
Y nos determinamos a hacer reír a esos ojos, a
hacerlos vibrar con un relato inventado para la ocasión, un relato que
-forzosamente y bajo su sortilegio- ha de salirnos fluido, también a reforzar
el estro de su irisación con versos, a ser posible de inspiración rubeniana
(sin preocuparnos de que nos salgan ramplones porque serán sentidos).
Pero sobre todo nos determinamos a que no lloren
jamás aunque sepamos, por la zarzuela de Sorozábal, que “los ojos que lloran no
saben mentir” (¿qué sabría don Pablo?).
Los ojos de la mujer saudí no deben llorar porque
son los faros luminosos de un cuerpo embutido en el luto.
Llevo viviendo desde hace cuatro meses en Arabia y tengo esa misma percepción: los ojos de las mujeres con niqab tienen una fuerza tremenda. Me encanta mirarlas, aunque es de mala educación, así que hay que hacerlo con el mayor disimulo posible.
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