(Pronto tendremos en León un buen seminario sobre la justificación de la pena. Y cada día me diverten más los temas de los penalistas y las maneras que los penalistas tienen de razonar y de cultivar ciertos patrones gremiales. Soy un privilegiado, puesto que a menudo se me presentan estupendas oportunidades de debatir con ellos y de aprender de ellos. Por todo eso, me he puesto a pensar y a escribir un poco sobre la justificación de la pena. Esto de abajo es nada más que un primer borrador que, quizá, puede acabar convertido un día en artículo publicable en revista de esas que ahora se indexan para brindar felicidad corporativa y plenitud gremial a los autores. Como se verá, me ha dado por defender un cierto retributivismo. Creía que mi postura era original, pero me desengañé al leer en un montón de lugares que, al menos en el ámbito anglosajón y de treinta años para acá, hay un fuerte revival de un retribucionismo nada autoritario y muy preocupado por poner límites al punitivismo desbocado y a los funcionalismos de ordeno y mando).
1. Planteamiento general.
Hace
poco, en una charla en la que mencioné de pasada y marginalmente el tema de la
retribución como elemento justificador del castigo penal, un agudo asistente me
planteó que jamás el infligir un mal podía presentarse como respuesta
justificada a una acción mala, reprochable, razón por la que no cabía
justificar la pena como retribución o castigo merecido por el delito. Comenzaré
con unas consideraciones críticas, muy generales sobre ese argumento
generalizador.
(i)
No siempre aplicar lo que para el sujeto es un mal carece de justificación, más
allá de las preferencias del sujeto pasivo.
Para
empezar, y aun saliéndonos un tanto de la contrastación entre acción mala y
respuesta adecuada, comparemos una situación mala y una acción mala que sea
respuesta frente a la misma. El objetivo
en este punto es mostrar que hay acciones de respuesta que suponen infligir un
mal y que vemos como plenamente justificadas. Supóngase que yo ingreso en un
hospital con gravísimas heridas y en estado de inconsciencia. Los médicos
concluyen que para salvar mi vida es necesario amputarme una pierna y así lo
hacen. Tal amputación supone un mal que se me hace, pero no se dudaría de que,
concurriendo en el personal médico la debida diligencia y si actúa según la lex artis, está plenamente justificada
tal amputación. Se dirá que lo que ahí tenemos es la aplicación de un mal para
evitar un mal mayor, que en ese caso sería mi muerte. Pero imaginemos que mis
heridas responden a un fallido intento de suicidio. Si yo quería morir, bajo mi
óptica o mis preferencias el mal que se me produce al amputarme la pierna no es
menor que el que me supondría morir, sino que se me sumarán dos males: se evitó
la muerte que quería y, además, en adelante viviré igual de desdichado y, de
propina, sin una pierna.
En
este ejemplo vemos un primer matiz importante, el de que a la hora de
determinar qué sea un mal y qué no lo sea o de establecer una prelación entre
males mayores y menores, cabe una doble perspectiva: la del sujeto pasivo y la
perspectiva social. Esto, aplicado a la pena, nos lleva a reparar en que el
castigo penal normalmente será un mal para el delincuente al que se le aplica,
pero que eso no implica que necesariamente haya de verse socialmente la pena
como un mal. Pongamos un ejemplo fuera el ámbito penal. Que a mí se me obligue
a pagar un impuesto me supone un mal o daño que probablemente no deseo, pero al
justificar ese tipo de detracciones de mi patrimonio no se toma en cuenta lo
que para mí es malo o bueno, en función de mis preferencias, sino lo que
colectivamente se puede fundamentar como malo o bueno. Yo puedo pagar
forzadamente mil euros por un impuesto o puedo ser penalmente condenado a multa
de mil euros. Más allá de que el castigo penal tiene una carga de reproche por
mi conducta que en el pago coactivo del impuesto no está presente, mi situación
es idéntica en ambos casos, y si malo para mí es lo uno, malo para mí es lo
otro, en idéntica medida. Si del impuesto cabe dar justificaciones basadas en
fines de filosofía política y de conveniencia social, ¿por qué no han de caber
tales justificaciones respecto de la pena?
(ii)
Legítima defensa o estado de necesidad.
Si
no estuviera justificado responder a daño con otro daño, menos lo estaría
infligir un daño como respuesta a la mera amenaza de un daño. Parece claro
que, si tal no cupiera, decaería el fundamento moral de la legítima defensa. Si
es patente y evidente que A va a matar a B y, para evitar su propia muerte a
manos de A, B mata a A, se causa un indudable mal a A para evitar el mal que A iba
a realizar y que todavía no ha acontecido. Similar consideración cabría hacer
para casos de estado de necesidad.
(iii)
Retribución penal no es sinónimo de venganza.
Es
muy común que la justificación retributiva de la pena se asocie a la venganza.
Asumido que el delincuente ha ejecutado una acción reprochable, se entiende que
el retribucionismo habilita la pena como venganza. La diferencia estaría en que
la venganza privada, de mano de la víctima, sus deudos o su clan, es
reemplazada por el Estado. Al castigar al delincuente, el Estado venga a las
víctimas y, de esa manera, les brinda satisfacción moral. Una acción moralmente
rechazable quedaría moralmente compensada haciendo pagar a su autor según el
patrón del ojo por ojo, obligándolo a sufrir un daño equiparable al que con su
conducta provocó en la víctima.
Ese
tipo de retribucionismo es muy difícilmente defendible. Como tantas veces se ha
dicho, agregar a un mal otro mal no equivale a suprimir o dejar sin efecto o
sanado el mal primero, mediante una extraña operación de sustracción o resta,
sino que estamos ante la suma de dos males. Si A hirió a B y, como pena,
herimos a A de la misma manera, hay dos lesiones de igual valor, no una
“sanación” de la lesión primera. Pero el defecto de ese modo de razonar está en
la asociación con la idea de venganza como acción moralmente justificada. La
venganza es vista como restablecimiento de un equilibrio roto, de manera que es
dicho equilibrio previo entre los sujetos lo que resulta moralmente
privilegiado. Hay en eso restos de algún tipo de pensamiento primitivo.
Ahora
bien, aplicar a un delincuente la pena que se pueda considerar racional o
razonablemente merecida no equivale a vengarse de ese delincuente. Obligar a
que alguien pague por lo que indebidamente hizo no equivale necesariamente a darle
un tratamiento vengativo. Cuando en derecho privado se permite que se fuerce al
cumplimiento de la prestación contractual incumplida no decimos que está el
sistema jurídico permitiendo la venganza de la parte contratante defraudada,
sino que admitimos con facilidad que caben razones que fundamenten infligirle
ese mal al incumplidor. Más claramente todavía, pues falta el elemento
consensual inmanente al contrato, lo vemos en el caso de la responsabilidad por
daño extracontractual. Cuando con su acción negligente A causa a B un daño
indemnizable y se le condena a indemnizarlo, no se nos ocurre pensar que el
derecho está habilitando una venganza del dañado contra el dañador. Fijémonos,
además, en la responsabilidad civil por delito. A, como autor de una conducta
delictiva que dañó a B, es condenado, supongamos, a una multa de mil euros y a
pagar a B una indemnización de diez mil euros, en razón de la demanda de
compensación de B. ¿Dónde estaría el
componente de venganza, en la pena, en la indemnización o en ambas? Me parece
que lo más razonable es sostener que ni en lo uno ni en lo otro.
Considerar
las sanciones negativas como aplicación de un principio de venganza es tan
impropio como estimar que los incentivos responden a un principio de alabanza.
Cuando, por ejemplo, a las familias numerosas se les aplican desgravaciones
fiscales o descuentos en los precios públicos no se les está reconociendo una
especie de mérito moral por tener más de dos hijos, sino que se les otorga ese
incentivo justificado por razones de política social. Tener tres o más hijos no
es moralmente más digno de loa que tener uno solo o preferir no tener hijos. En
consecuencia, ni la pena es respuesta vengativa a un demérito moral frente a la
víctima del delito ni la sanción positiva es, en el ejemplo anterior, respuesta
laudatoria a una acción moral de los padres frente a los hijos, los vecinos o
la sociedad entera.
En
manos del Estado, una sanción negativa o positiva se desubjetiviza, por así
decir. Si un vecino me hace un favor o me procura un beneficio, yo puedo tener
razones personales para recompensarlo. Si, por ejemplo, ese vecino salva a mi
perro de morir ahogado, yo puedo sentir ahí una buena razón para invitarlo a
cenar un día, pero esa no sería una razón para que el Estado asumiera los
costes de tal invitación. De la misma manera, si el vecino mata a mi perro a
posta, yo puedo encontrar buenas razones en su conducta para castigarlo de
alguna manera en lo que tiene que ver con nuestra relación interpersonal; por
ejemplo, negándole el saludo en el futuro. Pero esas razones mías tampoco son
razones que, por sí, sirvan para que el Estado lo castigue. Cuando el Estado
ofrece un incentivo positivo al que realiza determinada conducta colectivamente
beneficiosa, las razones se refieren al beneficio colectivo de la conducta en
cuestión. Igualmente, si el Estado castiga al que mata animales en ciertas
circunstancias, será porque se considera socialmente inconveniente dicho
comportamiento y sólo muy secundariamente contará el dolor del dueño del animal
muerto, si acaso.
La
idea de venganza posee un componente personal y subjetivo que no tienen por qué
estar presente en la pena, aunque se admita un fundamento retributivo para la
pena. No es que el Estado se vengue por mí y en mi nombre del delincuente que
me dañó. Pero eso no quita para que en el castigo penal pueda razonablemente
verse un elemento importante de merecimiento, de retribución por la realización
de una acción reprochable. Cuando un profesor puntúa con una nota muy baja al
estudiante que ha hecho un pésimo examen porque no estudió nada, no se está
vengando de él, sino dándole la nota que merece. Decir que esa nota retribuye
el escaso esfuerzo del estudiante nada tiene que ver con venganzas ni
sentimientos subjetivos del profesor. De igual manera que si eliminamos todo
componente de retribución ligado al mérito y mantenemos que el suspender al
alumno no tiene más función que la de incentivar a él y a sus compañeros para
que estudien más, perdemos de vista una de las fundamentaciones de la
calificación, la que liga estrictamente la calidad del examen con la nota
merecida. Porque, sin ese dato, estaría justificada la injusticia de aprobar al
que no estudió o de suspender al que no lo hizo mal, pero puede rendir más.
Lo
anterior no quita para que la tipificación de determinadas conductas como
delictivas no deba estar sujeta a razones que pueden y debe ser también razones
morales. Razones morales son las que permiten elevar determinados bienes o
intereses a la condición de bienes penales, de bienes o intereses merecedores
de protección penal. Y razones atinentes a la idea de acción moral del sujeto
son las que llevan igualmente a exonerar de responsabilidad penal a quien no
actuó culpablemente. Pero que sean razones morales las que justifican que una
conducta se tipifique como merecedora de pena y que sean razones morales las
que exoneren del castigo al que no obró con libertad y siendo dueño de sus
actos no tiene nada que ver con entender que la aplicación de la pena implique
venganza. Que, según parámetros no meramente jurídico-positivos, sino también
morales, un sujeto merezca la pena que se le aplica no equivale a decir que al
recibir la pena esté padeciendo una venganza por su mal hacer.
2. Retribución vs. prevención.
Aceptemos
que, bajo múltiples puntos de vista, la pena supone un mal, un daño que se le inflige
al reo. Entonces, ante ese mal que la pena implica, las posturas que caben son
tres: rechazar la pena como mal carente de justificación, fundamentar la pena
en razones utilitarias, de conveniencia social, y justificar dicho mal, la
pena, en razones de merecimiento, como retribución (no sinónimo de venganza,
por las razones que se acaban de exponer)
La
primera opción lleva al abolicionismo penal. El abolicionismo rechaza la pena
por carente de justificación aceptable, ni de tipo retributivo, como merecimiento,
ni de tipo utilitarista o por sus efectos posibles o deseables. Aquí no voy a
detenerme en los problemas, pormenores y variantes del abolicionismo y nada más
que haré algunas sumarias consideraciones.
Analíticamente,
podríamos diferenciar variantes del abolicionismo:
a)
No se justifica la pena porque no tiene sentido hablar de delito como acción
reprochable en ningún sentido. No debería haber penas porque no debería haber
comportamientos tildables de delito bajo ninguna variante de tal concepto. Así
vistas las cosas, el estado social adecuado sería algo así como el estado de
naturaleza.
b)
Hay conductas reprobables y que no deberían darse, pero no es la pena lo que se
les debe aplicar, en el sentido de pena jurídica e institucionalmente organizada
y aplicada por el Estado. No se trata, pues, de abolir cualquier tipo de
castigo o consecuencia negativa, sino de eliminar el tratamiento y monopolio
estatal de dichas medidas de respuesta al hacer reprochable. Probablemente lo
que se propugna, entonces, es que el tipo de sanción y presión sobre el que
obra indebidamente se desinstitucionalice y consista en algo similar a lo que
en sociedades con una densa moral positiva grupal o comunitaria se hace con
quien desatiende esos patrones de moral colectiva. Aquí no se rechaza cualquier
forma de castigo o de respuesta social al comportamiento normativamente
disonante, sino que se rechaza nada más el castigo estatal basado en la norma
jurídica positiva.
La
pregunta capital ante el abolicionismo, en cualquiera de sus formas, sería la
de en qué tipo de sociedad preferiríamos vivir y en cuál nos sentiremos más
libres y seguros. Como ampliamente ha expuesto Ferrajoli, entre tantos otros,
sentado que hay males que todos querremos evitar, sean esos males resultado de
la acción del prójimo, sean provenientes de la acción del poder político o
grupal y a modo de castigos ¿estaremos menos expuestos a ese tipo de males y
daños en una sociedad sin derecho penal institucionalizado o en una sociedad
con alguna forma de regulación e institucionalización de los castigos por
nuestras conductas tipificadas como indebidas?
Las
doctrinas penales de tipo utilitarista justifican la pena por sus efectos o
fines sociales. En cualquiera de sus variantes, el delito es visto negativamente,
como conducta que se debe evitar. Y se debe evitar porque socialmente es perjudicial
que dichas conductas delictivas acontezcan. A partir de ese dato común,
aparecen las variantes del utilitarismo penal como justificación de la pena: la
pena está justificada como acicate o móvil para que el mismo delincuente no
reincida, no vuelva a hacer lo que hizo y es socialmente perjudicial
(prevención especial negativa), para que los demás ciudadanos escarmienten en
cabeza ajena y no cedan a la tentación de incurrir en esa conducta indebida por
socialmente perjudicial (prevención general negativa), para que el delincuente
aprenda o se acostumbre a tomar en cuenta y respetar la norma que sanciona ese
comportamiento socialmente indebido que es el delito (prevención especial
positiva) o para que los demás ciudadanos, al ver cómo al delincuente se le
aplica la norma, asimilen la norma y se habitúen a respetarla (prevención
general positiva).
Examinemos
lo que esas variantes implican cuando la justificación utilitarista o
preventiva no va unida a ningún género de consideración retributiva de la pena.
-
Prevención especial negativa. La razón de ser de la pena se halla en que el
delincuente no reincida en el delito. El delito consiste en una conducta
reprobable, pero el motivo de que al autor se le condene no es que merezca el
castigo por haber hecho lo que hizo, sino que no vuelva a hacer lo que
socialmente no conviene que haga alguien como él, que ya ha mostrado una vez
que sí es capaz de hacerlo y puede estar dispuesto a hacerlo. Porque si
sostenemos que se le castiga porque por su acción lo merece y, además, se
quiere que no reincida, en la primera parte de esa justificación compleja de la
pena ya hemos introducido un elemento de retribución, en el sentido de
merecimiento personal: se le hace pagar por lo que hizo, como primera condición
u objetivo, a lo que luego se añade la otra función, la de prevención especial
negativa.
Sin
ese componente de retribución o justo merecido, nace algún grave problema más.
En primer lugar, y como luego veremos más sistemáticamente, no hay un patrón
para la medida de la pena. Al contrario, a más pena, mayor efecto preventivo,
porque más espantarán al reo, para el futuro, las consecuencias de su acción
socialmente indeseable. En segundo lugar, si el castigo no obedece a ninguna
consideración de merecimiento, se podrá justificar también un cierto uso
preventivo del castigo: por el hecho de que usted, dada su forma de ser y su
estilo general de vida, supone una seria amenaza para determinados bienes, le
castigamos por anticipado y a modo de advertencia, para indicarle que más grave
pena le puede caer si acaba haciendo lo que tememos que haga. En tercer lugar,
y extremando un tanto el razonamiento, podemos llegar a pensar que si el objetivo
exclusivo es evitar la reincidencia en el delito, la máxima eficacia se
conseguirá incapacitando al sujeto para volver a delinquir, sea con penas
ilimitadas, sea mediante alguna técnica de inocuización. ¿Con qué razones
podemos librarnos de esas consecuencias extremas? Seguramente, introduciendo
algún elemento de retribución: sólo se le puede castigar por lo que merezca y
en la medida merecida, aunque, así, con esos límites, los efectos preventivos
sean menores.
-
Prevención general negativa. Si el efecto que justifica la pena es el
aleccionamiento general sobre lo que no se debe hacer, a base de mostrar las
consecuencias de hacerlo, valen la mayoría de las consideraciones anteriores,
puesto que más contundente será la lección para todos cuanto más duras y
aflictivas sean las penas para el que cayó en el delito. Aquí el reo tiene algo
de chivo expiatorio. Si no se le castiga como expiación por su reprobable
conducta y con base en su personal merecimiento, sino buscando aquel efecto de
reducción de la delincuencia general por temor al castigo, tampoco importará
mucho que su merecimiento de la sanción sea grande o pequeño y mejor o peor
fundado, sino que bastará con que los ciudadanos en general crean que se le
pune por hacer lo que a todos ellos les está por igual prohibido. Y, en última
instancia, lo que se trata de propagar mediante el castigo penal es el temor al
incumplimiento de las normas en cuanto que normas, como mandatos a los que
estamos colectivamente sometidos. Porque en el instante que introducimos
consideraciones de merecimiento o justicia “retributiva” para atenuar esos
riesgos de exceso punitivo o autoritarismo, nos las habemos con un componente
de retribucionismo.
-
Prevención especial positiva. El lema podría ser el de que la letra con sangre
entra. No parece muy moderno ni demasiado ilustrado este planteamiento. El
castigo está justificado como medio para que el sujeto acepte la norma, la
asimile y se anime a obedecerla, ya no por temor (eso sería prevención
negativa), sino por convicción. La norma me prohíbe hacer X, bajo amenaza de
pena, pero solamente cuando he hecho X y me han castigado, descubro lo que la
norma en sí vale y cuán merecedora es de mi aceptación y obediencia. El ladrón
que no respetaba ni quería la norma que prohíbe el robo va a ver con buenos
ojos esa norma después de pagar cárcel por robar, y evitará la reincidencia por
haber descubierto en prisión las virtudes positivas de la propiedad privada y
del precepto penal que la protege. Es como si del niño que se niega a aprender
a leer esperáramos que, después de recibir unos buenos azotes, se convirtiera
en amante de la literatura y animoso degustador de Joyce o Proust. Una quimera.
Si
lo que con la pena se pretende es que el autor del ilícito tome conocimiento de
la norma y la asuma como merecedora de obediencia y si no cuentan
consideraciones retributivas o de merecimiento, parece claro que puede haber
mejores medios para esa promoción de los preceptos penales y, sobre todo, que
no impliquen el infligirle a alguien un mal que no estaría justificado como
pago, respuestas o compensación por otro mal equivalente o proporcional causado
por esa misma persona con su conducta culpable.
-
Prevención especial positiva. De nuevo sirven en buena parte las apreciaciones
sobre prevención especial negativa, pero también algo de lo dicho sobre
prevención general negativa. Salvando las distancias y con ejemplos que llevan
al absurdo la lógica subyacente, es como si a fin de convencer a la gente para
que no fume se sacrificara a un fumador consumado para mostrar a todos sus
pulmones ennegrecidos; o como si para que los ciudadanos se animen a respetar
una dieta saludable, se tomara a un obeso comedor de bollería industrial y se
lo sometiera a público escarnio y a exhibición vergonzante de sus adiposidades.
Similarmente, si lo que se busca con el castigo penal para el que comete un
delito contra la libertad sexual no es que los demás que puedan verse tentados
se repriman por el temor a la cárcel, sino que aprecien en lo que vale la norma
protectora de dicha libertad y la cumplan por convicción, no se comprende bien
por qué no hay menos cárceles y más pedagogía, o menos fiscales y jueces de lo
penal y más expertos en márquetin normativo. De esa manera se evitaría que
tuviera que pagar pena el reo al que no se castiga con la justificación de que
por su acción lo merece (de nuevo, eso sería un razonamiento retributivo), sino
para que los demás aprendan lo que él olvidó.
Pero,
ante todo, la justificación utilitarista o puramente preventiva y carente de
componente retributivo choca con la gravísima objeción de qué hacer con los
delincuentes irreductibles o irreformables o con las sociedades impermeables al
mensaje preventivo. Una justificación basada en la eficacia depende de los
resultados reales, no puede quedarse en una genérica y no contrastada mención
de objetivos. Una campaña de publicidad del producto de una empresa se
justifica si aumentan las ventas, y deberá ser suprimida rápidamente si no las
mejora o, incluso, disminuyen. Si una política pública que supone fuerte
inversión presupuestaria para que descienda la tasa de paro no logra tal
descenso o lleva al incremento del número de desempleados, pierde su fundamento
la inversión y deberá ser suprimida o radicalmente alterada. Si usted asume
todas las labores hogareñas para que sus hijos tengan todo su tiempo para
estudiar y labrarse un buen porvenir, pero ellos aprovechan todas esas horas
disponibles para dormir a pierna suelta quince horas diarias o para chatear con
los amiguetes, su política familiar carecerá de sentido y mejor será que cambie
de estrategia. Por lo mismo, una política criminal y de justificación del
castigo que se ampare nada más que en las consecuencias tendrá que atender a
los efectos reales de las penas y se quedará sin fundamento si dichos efectos
no son los que para justificarlas se invocaron.
Si
el argumento justificatorio es de prevención especial, sea positiva o negativa,
la dificultad la plantea el delincuente pertinaz, el que ni se atemoriza por
todas las veces que ha sido condenado y purgó las correspondientes penas, ni se
convence de que mejor está acatar la norma penal que vulnerarla. Con el sujeto
que una y otra vez reincide en el delito y que ningún signo da de que vaya a
reformar su plan de vida, el argumento preventivo especial pierde sustento. Si
somos radicales enemigos de todo planteamiento retribucionista y no admitimos
que, aparte o además de para que se reforme y deje de desobedecer los preceptos
penales, lo penamos porque lo merece, porque con su acción se hace moralmente
acreedor de la sanción penal, con ese delincuente nuestra justificación
utilitarista pierde pie, se estrella sin remisión. Con el irreformable no
tienen sentido las acciones reformadoras. Entonces, en casos así, o bien
asumimos que no tiene fundamento castigar y que deben las acciones de tales
sujetos quedar impunes (cosa que en realidad no deberá provocar desgarro moral
al antiretribucionista consecuente), o bien llevamos a su límite natural el
razonamiento consecuencialista o utilitarista y pensamos que con esos
ciudadanos irreformables tienen justificación las políticas de inocuización. Si
lo que importa son los efectos sociales negativos del delito y la pena no previene
el delito futuro de algunos delincuentes, evitemos esos delitos con penas más
duras, aunque no parezcan las moralmente merecidas por el disvalor moral de las
acciones, o con medidas alternativas a la pena que saquen de la circulación a
esas personas. El derecho penal del enemigo no parece, pues, sino una
radicalización de cierto componente antikantiano, antideontológico y puramente
consecuencialista que está latente en el utilitarismo penal puro y duro.
Cuando
la justificación utilitarista es de prevención general, es la ineficacia
preventiva general de la pena para determinado delito lo que se queda sin apoyo
racional. Si los índices de comisión de cierto delito no menguan pese a las
abundantes condenas, o incluso si crecen, suena evidente que está justificado
el aumento de la pena para el delito en cuestión. La desproporción o falta de
proporcionalidad entre el disvalor moral de la acción y la pena que así crece
no podrá usarla el utilitarista pleno que no deje espacio ninguno para el
argumento retributivo. Si, aun con penas que suban y suban, las tasas de ese
delito no van a menos, también aquí el fin utilitario absolutamente prevalente
nos abocará o bien a propugnar la despenalización, ya que la pena nada logra de
lo que la justifica, o bien, más comúnmente, a dar el paso a planteamientos de
“guerra” como alternativa a las políticas punitivas ordinarias, garantistas e
ineficaces. De nuevo surge cierta coherencia utilitarista y antideontológica
del Jakobs del derecho penal del enemigo. Cuanto más convencido el que delinque
o cuanto menos sensible al “mensaje” de la pena y, por ello, mayor propagador
del mensaje social antinormativo e indomable, mejor justificación para quitarlo
de en medio sin contemplaciones. Si las consecuencias sociales del delito son
las que justifican el castigo penal y nada más que a la prevención de dichas
consecuencias se dedica la pena, y si no hay concesiones que hacer al
merecimiento individual ni existen valores del sujeto que se antepongan al
valor de la vida colectiva en orden y eficiente, lo jurídico es, antes que otra
cosa, ingeniería social, y el derecho, en especial el derecho penal, en
realidad no aplica sanciones, sino que maneja resortes conductuales, como
incentivos negativos o positivos que únicamente por sus efectos se justifican y
se valoran.
3. Mal frente a mal. Sobre la relación
entre retribución y los principios de culpabilidad y proporcionalidad.
Los
abundantes críticos de todo rastro de retribucionismo en la justificación de la
pena insisten en que penar a alguien es causarle deliberadamente un mal, un
daño en algún bien muy básico de la persona. En especial, así se ve cuando
hablamos de penas privativas de libertad. Volvamos, pues, a asumir que,
efectivamente, la aplicación de la pena implica infligirle deliberadamente un
mal o importante daño al reo.
La
pena estaría justificada como reacción ante una acción del delincuente que
también se considera dañina o mala desde un punto de vista moral. Sin duda, el
delito es ilícito jurídico, en cuanto conducta típica y, por tanto, vulneradora
de la prohibición contenida en la norma jurídica correspondiente. Pero quedamos
en que el derecho penal no puede o debe castigar cualquier conducta, sino nada
más que la que socialmente y fundadamente se pueda considerar atentatoria
contra bienes muy fundamentales, de manera que quepa entender perfectamente que
tales conductas antijurídicas son también y fundamentalmente conductas
moralmente muy reprochables. Ahí está (o debe estar) la diferencia entre el
ilícito penal y otro tipo de comportamientos antijurídicos, y ahí tenemos la
base para la particular justificación que buscamos para las sanciones jurídicas
más duras o más afrentosas, que son las sanciones penales.
Así
puestas las cosas, la acción delictiva es un mal, en el sentido de que provoca
un daño a algún bien individual o colectivo que se moralmente se estima
merecedor de suma protección. Y la pena es también un mal, ya que daña al reo
en algún fundamental bien suyo, como la vida, la integridad física, la libertad,
la propiedad, etc., además de señalarlo o etiquetarlo socialmente de modo
negativo, con descrédito para su imagen o su honor.
¿Qué
relación existe o debe existir entre esos dos males? El retribucionista tiene
la respuesta más fácil, en mi opinión. Para él, la pena es, antes que nada y en
el fondo, retribución, pago o compensación para el autor del delito por lo
reprochable de su acción. No se trata de que un mal anule otro ni de reverdecer
atávicas maneras del pensamiento mágico o animista. Pero, como luego veremos,
poner esa idea de merecimiento o de justicia retributiva como base de la pena
es la mejor manera de dar sentido a un principio que de otro modo no lo tiene,
el principio de proporcionalidad de la pena. El valor de la retribución no
puede ser superior al valor de lo retribuido, lo que es tanto como decir que el
castigo que el reo sufra tiene que ser proporcional al mal o daño que con su
conducta provocó.
Pongamos
un ejemplo. Imaginemos que yo no arrojo la basura de mi casa en los recipientes
o contenedores que el municipio habilita al efecto, sino que la esparzo por el
suelo. Es rechazable ese proceder mío y no sería raro que estuviera incurriendo
en un ilícito administrativo o en un ilícito penal de tipo leve. Es fácil que
estemos de acuerdo en que esta conducta ha de ser sancionable, pero no se nos
ocurrirá demandar penas de diez o doce
años de cárcel para el que sea sorprendido regando su basura por el suelo de la
calle. Pero supongamos que eso se ha convertido en una moda o en una forma de
protesta. Miles y miles de personas en cada ciudad obran así un día y otro y
eso aumenta considerablemente los gastos que la administración pública ha de
aplicar a limpieza de las vías públicas. ¿Estaría justificado que se impusieran
penas de cárcel de diez o doce años para ese comportamiento, en razón de tan
perniciosos efectos sociales y para disuadir de tan reiterados comportamientos?
El retribucionista dirá que no; el utilitarista no tiene especial razón para no
decir que sí, salvo que tome en cuenta una pauta de proporcionalidad entre
gravedad de la acción y gravedad de la pena, de equivalencia entre esos dos
males. Pero aquí está la cuestión: ¿cómo establecer esa pauta si no es acogiendo algún elemento de
retribución?
Ahora
trabajemos con el ejemplo sencillo de un delito de resultado y comisión por
acción. Un sujeto, S, causa con su acción lesiones a otra persona;
concretamente, le provoca heridas en una pierna que tardan treinta días en
curar. Para empezar, reparemos en que no toda causación de un daño así por la
acción de S conllevará responsabilidad penal y pena. El Derecho penal requiere
alguna forma de culpabilidad, culpabilidad que se asocia a la efectiva
autonomía del sujeto, a que haya producido ese resultado mediante una acción
libre, autónoma. El que esa acción dañosa acarree responsabilidad penal
presupone que la acción es propiamente una acción de S, es suya. Por eso, por
ejemplo, si las lesiones provienen de un disparo efectuado por un niño de cinco
años, no habrá pena. Si para condenar penalmente a S se le presupone libertad
de acción, que pueda ser dueño de la acción dañosa, estamos entendiendo que la
pena ha de ser merecida por ser el daño por S causado fruto de su acción libre.
Entonces, ¿no estamos presuponiendo que la pena nada más que se le puede
imponer a quien por tal razón la merece?
A
los niños también se les ponen en la vida ordinaria castigos o sanciones diversas
a fin de hacerles ver la conveniencia de respetar determinadas pautas de
conducta y de que padezcan ciertas consecuencias negativas por sus
comportamientos inapropiados. Si al derecho penal le importaran solamente los
efectos preventivos de las penas y si nada más que le importaran estrategias de
incentivación de conductas debidas, no habría objeción para el castigo penal a
menores o inimputables en general. Hasta a los perros se les educa mediante
castigos para que no muerdan o no ataquen a los viandantes. Si el principio de
culpabilidad no se asocia al merecimiento del castigo por ser la acción
delictiva fruto de la libre elección del delincuente, dicho principio pierde
buena parte de su razón de ser. Pues, repito, el puro efecto disuasorio y preventivo
se puede cumplir también con muchas personas de las que jurídico-penalmente
calificamos de inimputables.
Vamos
ahora con el principio de proporcionalidad de las penas. Tal principio impone
que debe haber una equivalencia entre el daño que el delito causa y el daño que
para el delincuente la pena implica. Sin ese límite y si nada más que se
atiende a la eficacia preventiva de la pena, nada obstaría a que a S se le
aplicara por aquellas lesiones una pena de cadena perpetua o de treinta años de
cárcel. Bastaría que hubiera datos empíricos que contradijeran la tesis de que
habrá menos delitos de lesiones si el castigo es de esa magnitud que si es de
uno o dos años de pena privativa de libertad. Dicho de otro modo, si el grado
de daño o mal que la pena significa no puede ser mayor que el mal o daño que a
la víctima causó la acción del delincuente, es por una pura cuestión de
merecimiento, porque nadie debe pagar un castigo de valor superior al daño que produjo,
por mucho que un castigo más “caro” conllevara un efecto preventivo mayor, más
eficaz. ¿No es ese un argumento de corte retributivo?
La
comparación con la responsabilidad civil por daño es nuevamente ilustrativa.
Una acción de un sujeto puede verse como dañosa para la víctima o como dañosa
para la colectividad. Si la perspectiva que se privilegia es la del daño para
la víctima, la compensación o el “pago” ha de ser para la víctima. Así ocurre
en el derecho de la responsabilidad civil, donde la obligación de indemnizar
rige frente a la víctima y por el monto o equivalencia del daño por la víctima
sufrido. Por eso quienes cultivan la filosofía del Derecho de daños invocan muy
a menudo la justicia correctiva y niegan que se aplique la justicia
retributiva, y de ahí también las dificultades teóricas para la justificación
de los llamados daños punitivos.
Pensemos
ahora en los delitos de resultado con víctima individualizada, como el
homicidio o las lesiones. La específica compensación para la víctima (o sus
deudos) no se organiza mediante la pena, sino a través de la responsabilidad
civil por delito. Cuando en los sistemas sociales primitivos se admite y se
regula la venganza privada, se piensa que la venganza provoca en el que la
ejerce una satisfacción moral que de alguna manera compensa la desazón o el
dolor del delito. Los sistemas jurídicos avanzados y modernos excluyen la
venganza privada, la convierten a ella misma en delito y regulan las
compensaciones materiales del daño por la vía de la responsabilidad civil. Pero
podemos todavía preguntarnos si acaso la pena no tiene también la función,
entre otras, de otorgar una forma de satisfacción moral a la víctima. ¿Es acaso
moralmente rechazable que la víctima desee que, mediante el castigo, el reo
“pague” por la maldad de su acción?
Se
podrá aducir que con una justificación meramente preventiva de la pena dicha
satisfacción moral, en lo que cuente, queda también satisfecha, aun cuando no
sea ese un elemento que deba contar. Es más, si por razones preventivas se
aplica una pena desproporcionadamente alta, podría hasta pensarse que la
satisfacción de la víctima “vengativa” es todavía mayor; a no ser que un cierto
sentido de justicia de la víctima la lleve a rechazar un castigo
desproporcionado para el que la dañó. Lo que sucede es que si está claro que la
pena para un determinado delito carece de eficacia preventiva y, por tanto, es
inútil para tal función, tendremos que plantear si, no obstante, la imposición
de la pena proporcionada para ese delito puede estar justificada. En ese caso
no queda más justificación posible que la justificación retributiva.
Pero
¿qué o a quién retribuye esa pena? Si existe el doble sistema de
responsabilidad penal y responsabilidad civil para un mismo delito, la víctima
será materialmente compensada con la indemnización por el daño. Fuera de eso,
materialmente la pena no compensa a la víctima, salvo que concedamos una forma
de adicional compensación moral. No entraré en si puede estar moralmente
justificada esa demanda de compensación moral para la víctima mediante la pena,
aunque opino que sí puede haber razones aceptables que la amparen. Pero también
me parece que esa constituiría una justificación secundaria o puramente
complementaria de la pena, no su razón de ser. Entonces, nos queda la opción de
sostener que la pena como retribución o compensación lo es frente a la
sociedad. ¿Cómo se puede fundamentar? Repito que si el fundamento de la pena
fuera meramente preventivo y se acreditara que el castigo de un determinado
delito es ineficaz, decaería la razón de ser de esa sanción.
4. El riesgo de la pena como precio de la
libertad.
La
idea de la pena como retribución o compensación a la sociedad puede adoptar
perfiles autoritarios o perfiles liberales. Bajo una faz autoritaria, la pena
es retribución por la pura desobediencia, por significar el delito una rebelión
intolerable contras las pautas supremas de la convivencia colectiva. Bajo tal
punto de vista, el retribucionismo acaba justificando el mismo tratamiento
penal que un utilitarismo penal exento de elementos retributivos liberales que
frenen la búsqueda a cualquier precio de efectos preventivos. Para el
retribucionismo autoritario, el mal por el que con la pena se paga no es tanto
el daño a un determinado bien o interés personal o social, sino la
desobediencia como tal, la falta de respeto a la norma, al orden social
constituido, sea el que sea. Para el utilitarismo penal puro, lo que justifica
la pena es también la búsqueda de un efecto de orden social, la prevención de
determinadas acciones que se consideran dañinas al margen o por encima del
merecimiento subjetivo del delincuente o del disvalor objetivo de la acción
delictiva. O, si acaso, ese disvalor de la acción delictiva se mide por los
efectos sociales solamente.
Un
retribucionismo liberal presenta la pena como precio que el ciudadano que
delinque abona por el disfrute de la libertad. Hay procedimientos de dirección
de conductas alternativos a la pena y más eficaces que ella. Y cabe imponer
castigos que supriman en el delincuente la posibilidad de volver a delinquir o
que la restrinjan grandemente. Frente a esas dos alternativas funcionalmente
superiores o más eficaces, el retribucionismo liberal pone límites. El sistema
penal contempla el delito como opción libre que la sociedad reconoce al
ciudadano, el cual normativamente no debe delinquir, pero materialmente sí
puede, y dicha posibilidad no se quiere suprimir. Todo ciudadano en una
sociedad de seres libres y con su libertad normativamente protegida asume que
puede ser víctima del delito ajeno. Desde ese punto de vista, el riesgo de
padecer delito es el precio que todos pagamos por ser todos libres, y a cambio
de que ninguno de los que puedan ser vistos como potenciales o probables
delincuentes sea apartado de la vida social, inocuizado, y a cambio de que al
que delinquió no se le vuelva definitivamente imposible el retorno a la vida
social en libertad. Y, por lo mismo, la tasa que se cobra al que en uso de su
reconocida libertad delinque es el de la pena. Existe, así, una especie de
compensación de riesgos entre la sociedad y el ciudadano libre. Yo me arriesgo
a la pena si delinco, a cambio del riesgo que mis conciudadanos asumen de que
yo pueda delinquir en uso de la libertad que socialmente se me reconoce y se me
garantiza. De ahí que el principio de culpabilidad implique que nada más que
sea penado el que obró con libertad y siendo dueño de sus actos, y de ahí
también que, en virtud del principio de proporcionalidad, la pena tenga que ser
equivalente al daño concreto que con mi acción causé, y no homenaje desmedido a
la vigencia de la norma prohibitiva y pura secuela de la búsqueda del orden por
el orden. Por lo mismo, el principio de resocialización no se concibe como
excusa para una manipulación de la conducta o la conciencia individual que
impida la futura libertad para delinquir, sino como oferta de medios para la
reintegración social en libertad y de acuerdo con los requerimientos de la
libertad de todos. El delincuente, entonces, no es un enemigo al que
exterminar, sino un conciudadano cuyo uso de la libertad se respeta en el
fondo, pero no se puede asumir, porque con su acción pone en peligro el
disfrute igual de la libertad por cada uno. El culpable paga por haberse
aprovechado de su libertad en detrimento de la libertad de otro u otros, y
porque si todos pudieran hacer como él no cabría la convivencia de todos en
libertad. La retribución no es venganza por su maldad intrínseca ni precio de
una ofensa personal o grupal, es, a la postre, compensación porque se le
reconoce libre y él, en cambio, no ha respetado los fundamentos de la libertad
ajena o los bienes con los que cada conciudadano suyo puede ser libre también.
5. Retribución y prevención. Una
combinación posible y necesaria.
El
sustrato retributivo en modo alguno excluye los fines preventivos. Sin un
fundamento adicional o complementario de prevención, las penas serían, en
general, socialmente inútiles. Si por definición todo delincuente penado fuera
reacio a la reconsideración del uso de su libertad y a la valoración positiva
de la libertad de todos, no habría razón para el coste social del sistema
penal. En un sistema penal liberal no es ni puede ser esa la presunción, sino
al contrario. Mas el fundamento retributivo primero parece irrenunciable, por
las siguientes razones ya expuestas y que de nuevo resumo.
Primera.
La retribución, en el sentido liberal que he defendido, mantiene la razón de
ser de la pena aun en los casos puntuales en que la eficacia preventiva pueda
ser escasa o nula.
Segunda.
La retribución, como precio de la libertad y compensación por poder hacer un
uso de ella que perjudica la de los otros, justifica el principio de
culpabilidad.
Tercero.
El elemento retributivo es el único capaz de fundamentar el respeto al
principio de proporcionalidad. Sin él, la proporción debida no sería entre lo
que vale el daño libremente causado y la pena aplicada, sino entre la pena y
sus efectos, debiendo ser, entonces, la pena proporcionada a los efectos con
ella buscados. Para este retribucionismo liberal que defiendo, el razonamiento
punitivo mira hacia atrás, a la proporción entre el mal producido y el mal que
con la pena se le hace al reo, mientras que, sin ese límite retributivo, el
razonamiento penal mira solamente hacia el futuro y busca que la pena sea proporcionada
al efecto con ella buscado.
Cuando
justificamos una práctica señalamos las condiciones para que esa práctica pueda
estar justificada y, con ello, indicamos también cuándo carece de
justificación. Esas condiciones justificadoras pueden ser condiciones
suficientes o condiciones necesarias. Veamos cómo pueden jugar a este respecto
la retribución y la prevención. No perdamos de vista que la idea de retribución
que aquí se maneja está ligada a la idea de merecimiento con arreglo a pautas
sociales atinentes a la reprochabilidad o disvalor moral de una conducta, no a
la mera desobediencia a una norma de cualquier contenido o en cualquier tipo de
Estado.
Planteemos
dos situaciones.
Primera
situación. Un delito es cometido por un sujeto, pero parece claro que el
castigo no va a influir en los valores y la conducta venidera de dicho
individuo. Además, pongamos que resulta más que dudoso que la pena para ese
delito tenga efectos de prevención general negativa o positiva. En esa
tesitura, la única justificación posible para la imposición de la pena sería
una justificación retributiva: hay que aplicar la pena a ese delincuente porque
la merece, porque merece pagar por lo que hizo, aunque socialmente ningún
beneficio se vaya a derivar y aunque socialmente la pena suponga costes. En ese
caso, la retribución, como merecimiento, es condición suficiente de la pena. La
alternativa sería no penar y olvidarse de lo que esa persona por su conducta
merece.
En
realidad, sí habría una alternativa en términos de costes sociales. Se trataría
de quitar de en medio a tal individuo irrecuperable, sea encarcelándolo de por
vida de manera que no tenga ni el más mínimo margen para reincidir, sea
matándolo. Aunque asumamos aquella hipótesis de que la pena por ese delito no
tiene efectos de prevención general, un coste se ahorra sin duda y un beneficio
se obtiene: esa persona no reincidirá, no robará, violará o matará a nadie más.
Pero si así se procediera con ese cálculo abrupto de coste-beneficio, se
estaría justificando la vulneración del principio de proporcionalidad. Se
justificaría imponerle un castigo superior a lo que por su acción merece. Por
ejemplo, la cadena perpetua para el que ya robó diez veces y podría, si
recuperara la libertad, robar otras diez. Además, se estaría saltando el límite
del retribucionismo liberal al que antes me referí, el cual justifica la pena
en razón de la libertad y, en consecuencia, excluye la radical y definitiva
supresión de la libertad.
Con
esto apreciamos que, cuando hablamos de retribución, no aludimos solamente a un
parámetro negativo, sino a uno que tiene también virtualidad positiva o
limitadora. Retribuir significa que está justificado que alguien “pague” en
proporción a lo que merece, pero no en mayor proporción que lo que merece.
Segunda
situación. Un sujeto daña un bien penalmente protegido, pero de manera no
culpable. Por ejemplo, mata a alguien en una tesitura de trastorno mental grave
o de inconsciencia (pensemos que obrando como sonámbulo, v. gr.) cuya causación
no le es para nada imputable. Su castigo puede multiplicar el efecto
preventivo. Si penamos al que obrando como sonámbulo lesionó a otro,
posiblemente le animemos para el futuro a dormir a atado o esposado a la cama y
sin posibilidad de liberarse sin ayuda ajena. En cuanto a la prevención
general, cualquier ciudadano puede razonar que si hasta se castiga al que sin
conciencia realiza la acción penal típica, cómo no va a tener el que está en
sus cabales que vigilar sus acciones para cuidarse del castigo. Como ya
manifesté antes, bajo un prisma utilitarista no es fácil justificar el límite
radical que presenta el principio de culpabilidad. El merecimiento (y, en ese
sentido, la retribución) es condición necesaria de la pena, si es que vamos a
respetar el principio de culpabilidad.
Con
esas dos situaciones he querido fundamentar que siempre es la retribución
condición necesaria y que, por tanto, nunca es la prevención condición
suficiente. Eso no significa que la prevención no tenga un importante papel en
la justificación del castigo penal. Por las siguientes razones:
-
Cuando es claro o no es discutible el efecto preventivo de la pena se agrega
una poderosa razón adicional para la justificación de la misma: además de
merecida, la pena es socialmente útil. Solo se trata de excluir la pena no
merecida o superior a la merecida.
- Cuando el efecto preventivo que puede
esperarse es desdeñable, de la pena no resta más justificación que la retributiva,
y eso lleva a que haya que contar con razones fuertes de merecimiento para el
castigo. Es decir, no cualquier comportamiento que pueda reputarse de inmoral o
personalmente reprochable puede justificar el merecimiento de una respuesta tan
grave como la pena. Cuando el merecimiento es condición suficiente, han de ser
muy fuertes las razones de merecimiento de tal castigo. Tenemos ahí un sólido
motivo para la despenalización de algunos delitos escasamente graves y cuya
pena tiene dudoso valor preventivo; por ejemplo, cuando se trate de conductas
socialmente muy aceptadas o habituales y cuya reprochabilidad no sea grande.
También el argumento de la prevención pone coto a un retribucionismo exagerado
o a la pretensión de penar cualquier conducta que pueda sentirse como inmoral
en algún sentido. No toda conducta reprochable merece una pena, especialmente
si la pena no tiene efectos sociales positivos.
6. ¿Por qué se merece la pena?
En
lo hasta aquí expuesto se está asumiendo que la pena justificada es la pena
merecida y que el que recibe pena ve retribuido su merecimiento de la misma. Se
ha dado por sentado que la base de ese merecimiento está en la reprochabilidad
de la conducta y que esa reprochabilidad es, en su base, reprochabilidad moral.
Por supuesto, se asume también el principio de legalidad penal, lo que quiere
decir que con el delito se vulnera una norma jurídica prohibitiva. Mas la
fuente de la reprochabilidad no está en el mero incumplimiento de la norma
penal, sino en el atentado contra el bien que la norma penal protege. Con todo
esto estoy dando por sentado que la pena justificada no es meramente la pena
jurídico-formalmente justificada. Ya que al hablar de justificación de la pena
nos movemos en el campo de las razones morales y no en el de la pura técnica
penal, se está presuponiendo la diferencia entre pena legítima y pena
ilegítima, distinción que no se corresponde con la diferencia entre pena legal
y pena ilegal. Una pena legal puede ser una pena ilegítima. En otras palabras,
si de justificación hablamos, debemos referirnos a las razones para penar como
razones para que la ley legítimamente tipifique delitos y penas. Si parto de
que las razones puramente preventivas o utilitaristas pueden dar pie a penas
ilegítimas, la pregunta es sobre qué razones morales pueden justificar la pena
legítima.
Bajo
una óptica liberal como la que aquí subyace, sólo podrá ser legítima la
previsión legal de pena y sólo será legítimo, por merecido, el castigo penal de
un sujeto bajo ciertas condiciones:
-
La libertad, como principio rector, presupone el pluralismo de ideas, creencias
y concepciones del bien y del mal, así como la posibilidad genérica de que cada
cual viva y se comporte de acuerdo con sus ideas y preferencias.
-
En ese contexto de libertad y pluralismo, los límites a la libertad sólo podrán
legitimarse mediante acuerdos en un marco de deliberación.
-
Tales acuerdos nada más que podrán ser acuerdos mayoritarios, acuerdos de
mínimos y acuerdos sobre la protección de bienes e intereses que todos o la
grandísima mayoría puedan considerar como irrenunciables. Por ejemplo, que haya
personas que disfruten matando o que piensen que es moralmente aceptable matar
a determinadas personas o en ciertas situaciones no quita para que pueda
razonablemente suponerse que nadie quiere que lo maten y que, como pauta
general, todos apreciamos el valor supremo de la vida. Por eso parece fácil la
justificación de la pena por homicidio y acordar que el que culpablemente mata
a otro merece el castigo.
-
Por lo mismo, no resulta sencillo justificar la pena para conductas
atentatorias contra bienes que raramente serán vistos por todos como
merecedores de tan contundente y coactiva protección. Podemos fácilmente asumir
que ni a ricos ni a pobres les parecerá bien que les roben lo que es suyo y, si
acaso, que el pobre considerará aún más afrentoso que otro le arrebate algo de
lo poco que tiene; pero no es nada fácil justificar como razonable un acuerdo
sobre la punibilidad de la blasfemia y sobre el merecimiento del castigo por el
blasfemo. Tal vez otro tanto se pueda decir, por dar otro ejemplo, sobre los
delitos consistentes en atentados contra los símbolos del Estado. Sin duda que
la cohesión social se acrecienta con la protección de ciertos símbolos de la
organización colectiva, pero las razones de mera cohesión social raramente
valdrán como razones de merecimiento personal de castigo.
En
resumidas cuentas, este retribucionismo liberal y mínimo que defiendo nada
tiene que ver con la apología del punitivismo, sino muy al contrario. La idea
de pena como merecimiento personal, en un contexto de libertad y pluralismo,
vale para poner coto a un posible punitivismo consecuencialista. Ninguna
consecuencia social positiva justifica racionalmente la aplicación de penas al
que no las merece y por aquello que en un ámbito social libre y deliberativo no
pueda razonablemente fundarse como merecedor de tan sanción. Al fin y al cabo,
me parece que cuando muchos de nuestros penalistas críticos del retribucionismo
y partidarios de las justificaciones preventivas se alarman, aquí y ahora, por
la ola de punitivismo que padecemos y porque se penan tantos comportamientos
que no deberían castigarse así, están brindando razones de corte retributivo,
aunque no se den cuenta o no lo les guste reconocerlo.