Después de lo de América del
Norte y Trump se me vienen escenas. No pienso serenamente, pienso con escenas y
no sé por qué se me ha vuelto cinematográfica la melancolía y este miedo se me torna
comprensión. Veo una y otra vez un camarero, quizá dos o tres camareros que, casi
invisibles, discretos, con chaquetillas blancas, pasan con bandejas entre los
asistentes a la exposición que se inaugura o a la presentación de un libro de
crítica al neoliberalismo. Ataviados con desaliño minucioso, los presentes que
no son ni camareros ni porteros ni vigilantes ociosos toman sus copas y sus
canapés y comentan y hablan y no reparan en que hay quien los escucha aunque
ellos, los interlocutores que beben y mastican, entre sí no se escuchen
demasiado. Un camarero oye un retazo de la conversación de dos varones, uno con
melenilla por detrás y calva por delante y otro muy arrugado y rapado casi al
cero, que comentan algo sobre la última novela de Don Delillo. El camarero ha
leído entero a Don Delillo. Es más, hace un par de años terminó un máster en
literatura contemporánea y su trabajo final lo redactó sobre ese autor. Puede
identificar de qué suplementos culturales han sacado aquellos dos esas cuatro
ideas que se lanzan con gesto de connaisseurs
y ademán etéreo. Una chica joven, pero tal vez menos joven de lo que parece,
asiente y los mira con arrobo, especialmente al de la melenilla, y él le hace
un guiño cada tanto a ella cuando ella se acaricia el botón de la blusa. Dos
señoras que se sonríen mucho apuran a este camarero para que les traiga más
vino blanco, se terminó el vino blanco en las mesas y las bandejas y ellas
quieren más vino blanco y suplican un poco de atención para el pelo color
azafrán de una y para las uñas esculpidas de la otra. Acaban de decir algo
sobre la maravilla de un fin de semana de puente en una bodega de esas que
tienen hotel y spa y que te invitan a una cata. Al parecer, una coincidió una
vez allí con este músico que acaba de estrenar una opereta, cómo se llama, sí, mujer,
el que fue marido de Jenny. Va a empezar enseguida la actuación de un cuarteto
de música étnica, dicen que toca el ukelele un chico muy prometedor que ha pasado
varios años en la India.
Hay otro camarero de manos
grandes al que uno de la concurrencia que lleva traje de raya diplomática y
chirucas le acaba de tirar la bandeja por un movimiento torpe, pero sin
disculparse ni volverse a mirar siquiera y que se apresura a coger dos canapés
de una fuente cercana y con la boca llena dice algo de no sé qué director de
cine del que se cuenta que pronto morirá por culpa de un cáncer. Este camarero
de grandes manos tiene estudios primarios apenas y trabajó de mecánico en un
concesionario de coches hasta que cerró y ahora que se ha vuelto a casar y han
llegado gemelos tardíos se va ganando la vida con cualquier trabajo que surja,
hoy camarero, mañana electricista y montador para una orquesta local de esas
que tocan en las bodas y las fiestas pueblerinas. A él no le interesa nada lo
que los otros hablan, pero por un momento se queda quieto y obsrvando cuando
alguien pronuncia en tono bien alto el nombre de un político y nace un rumor de
malestar, circulan bufidos y palabras de disgusto como si de repente se hubiera
abierto una ventana y hubiera entrado el aire frío de un mar del Norte, aquí
que no hay mar ni es Norte ni tiene este edificio ventanas sino unos curiosos
ojos de buey irregularmente repartidos y que dicen que fueron detalle
importante para que la sede del museo ganara un premio de nuevos arquitectos.
Mañana hay elecciones y todos van
a votar. Los camareros también, por supuesto. A ellos les ha costado algo más
decidir a qué candidato apoyarán, pero este evento los ha ayudado bastante.
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