Por
razón de oficio, y también por afición, he viajado y viajo mucho, en especial a
Iberoamérica. No sé calcular con exactitud, pero han sido más de cien las veces
que he cruzado el Atlántico. No hay ciudad, país o hasta continente que no
tenga su cara y su cruz, sus luces y sus sombras. Y tampoco cabe duda de que
viajar nos abre la mente y nos alimenta el espíritu de modo muy sutil. En la
casa de uno se está tranquilo y calentito, por supuesto, pero andando por ahí
también se descubren costumbres y estilos que hasta para nuestra vida hogareña
merece la pena importar a veces. Es lo que a mí me ha pasado con la forma de
expresar el afecto y la emotividad, y a eso me quiero referir hoy.
Los
españoles presumimos de latinos, pero debemos de ser de los latinos
emocionalmente más parcos y expresivamente más fríos. Y los leoneses, ni te
cuento, muy buenas gentes, es cierto, pero con freno y marcha atrás en el
corazón. Por eso una de las cosas que más sorprende a los latinoamericanos que
llegan a España es lo cortante y distante de nuestra manera de relacionarnos, y
lo que fascina a tantos españoles es ver, por ejemplo, a colombianos, venezolanos
o brasileños (los países más cálidos de los cálidos) tan sumamente corteses en
el trato cotidiano y tan tocones y calurosos en la relación cercana, sea de
compañeros, amigos, parejas y familias.
Mi
padre era un campesino bondadoso y honrado, pero el primer beso que yo recuerdo
nos lo dimos cuando tenía él ochenta años y lo metían al quirófano. Mi madre y
mi padre se llevaban muy bien, pero jamás les oí decirse un te quiero o cosa
similar ni les vi achucharse amorosamente, ni ante mí ni ante nadie. Así éramos
todos en el pueblo, pues esa especie de represión de los sentimientos y de toda
emoción que no sea funeraria se multiplica en las culturas rurales. A mi hija
de nueve años la estrujo y la beso cada dos por tres y no me da ninguna
vergüenza soltarle en cualquier momento que la amo. Y ante ella, nos expresamos
igual y nos besamos mi mujer y yo cada vez que llegamos a casa o nos despedimos,
mismamente. Claro que aquí hemos evolucionado, y bendita sea, pero creo que
esas maneras las he copiado de los amigos latinoamericanos, y de los queridos
colombianos muy en especial. La primera vez que un español escucha a un
sudamericano decirle “mi amor” a un hijo de cinco o años o ya talludito se
extraña. Luego se pregunta si no será mejor esa expresividad que nuestra
rigidez o ese mal pudor que nos hace avergonzarnos de nuestra ternura y sus
manifestaciones más nobles.
Y
qué decir de lo ahorrativos que somos los españoles en la alabanza merecida
para el compañero o el amigo. Alguien publica una buena novela, supongamos, y a
lo más que llega la mayoría es a hacer alguna broma, del tipo “mira, aquí viene
el futuro premio Nobel”. Nos cuesta un esfuerzo descomunal felicitar
sencillamente o decir sin guasa que nos encanta tener un amigo que sea capaz de
cosas así. Para empezar, y por seguir con el ejemplo, lo último que la mayoría
de los amigos hacen es leerse la novela del otro, no vaya a ser que, para
colmo, esté bien y se nos hielen la sonrisa de fingida suficiencia y la envidia
que nos reconcome las entrañas.
He
llegado a pensar que hasta simular es mejor que este estreñimiento emocional,
este rigor malencarado y distante, este temer que nos volvemos inferiores y
valemos menos cuando le reconocemos un mérito a un colega o el buen gusto a un
amigo. Igual que en el portal o el ascensor damos los buenos días sin ponernos
a reflexionar si serán buenos o malos o cuánto los merecerá ese al que
saludamos, quizá podríamos ser más afables con los que nos son cercanos y de
los que, a la postre, parece que solo nos gusta hablar para darles pésames o
para chismorrear sobre las últimas enfermedades o lo gordos que se han puestos.
Confieso
que cada vez recorto más mi vida social, porque cada día se me vuelven más cuesta
arriba esos puñales en la mirada y esa gélida distancia que aplicamos cuanto a
los demás les va bien o cuando simplemente parecen los otros bastante felices.
Con lo dichosos que nos podría hacer la dicha ajena y con lo que alivian y
alegran las palabras atentas, los gestos de cariño, los apretones de manos bien
fuertes, los besos de saludo bien dados (y no esa sensación de que das grima al
que te roza apenas la mejilla) y los abrazos sin reserva y sin vergüenza. Con lo a gusto que te quedas cuando le dices
de verdad a un amigo bueno que lo quieres mucho.
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