En
las escuelas y los institutos deberían enseñar a conversar, a hablar los unos
con los otros de modo civilizado y con un poco de educación. Supongo que antes
se aprendía en familia o en pandilla, pero ahora dudo de que tal aprendizaje se
mantenga. Me escandaliza llegar a esas casas en las que hay un televisor en la
cocina donde se come a diario, igual que me choca ver dormitorios con televisor,
aunque ese es otro tema, harina de otro costal. Y por si la televisión casera
fuera poco y no hubiera tantos que mandan callar a los hijos o ruegan silencio
a la pareja para enterarse de alguna minucia de la vida regalada de un
futbolista y la hermosa chica que lo eligió por su inteligencia y sensibilidad
o de si Zidane decidirá que el Madrid juegue con dos puntas o tres en raya, está
lo de los móviles.
Cuando
el móvil suena, vibra o se insinúa de cualquier manera, es como si los humanos
de hoy percibieran la llamada insoslayable de los dioses. Hay que contestar o
echar un vistazo a la pantalla hasta cuando se está en erótica coyunda. Así que
tampoco se habla más de dos minutos seguidos ni en las reuniones de amigos ni
en las comidas familiares ni en las celebraciones más formales o las
negociaciones más serias, porque tiene cada cual que bajar la mirada cada medio
minuto a sus partes más íntimas, que son ahora las telefónicas, y ponerse a
teclear con saña para explicarle al cuñado dónde dejó las brocas para el
taladro o para aclararle al cónyuge que sí, que el tren llegó puntual, pero
hacía bastante fresco en la estación.
Conversar
ya no se conversa, salvo por teléfono en algunos casos, y si somos generosos y
llamamos conversar a eso que la gente hace desde los trenes, las salas de
espera, los pasos de peatones o las escaleras mecánicas. Si antes los negocios,
mismamente, se cerraban en las denomnadas comidas de trabajo y las
instrucciones se daban a los empleados a la cara y en la oficina del jefe, ahora
se hace más bien desde el bar al que parecía que se había ido a tomar el vermut
con los amigos o desde el motel al que se llevó a la contraparte con la ilusión
de que iban a ser unas horas de desenfreno carnal y no una sesión de consejo de
administración. El otro día estaba un servidor en el excusado de una estación
de tren y me entretuve oyendo a un vecino de cubículo gritarle a alguien que
sí, que le enviaran una remesa de quince cajas y que le dijeran a Martínez que remitiera
hoy mismo el albarán. Otra cosa que también se ha perdido, de paso, es la
intimidad y concentración de esos momentos que antes usábamos para meditar o
para leer el periódico.
Hasta
doloroso resulta que ni el amigo más cercano te mantenga la mirada mientras le
hablas o que deje de escucharte cuando apenas has empezado a contarle el drama
vital que te aqueja o la preocupación que te corroe, pues si el móvil se le
mueve en el bolsillo es como si sintiera una descarga eléctrica y tuviera que
darle a él toda la atención y hasta el consuelo que a ti te niega. Los amigos
míos se dividen en dos grupos, los que simplemente se agarran al teléfono y
hasta te dan la espalda cuando te estabas sincerando porque necesitabas decirle
eso a alguien y quién mejor, y los que, más corteses, te sueltan un discúlpame
un momento y vuelven a ti a los veinte minutos y te explican que era el
administrador de su comunidad de vecinos porque van a poner una nueva antena
colectiva y andan mirando a ver lo de la derrama. Y te dice que esperes un
minutillo más, que ahora tiene que escribirle un mensaje a su primo antenista
para que llame al otro y tal.
Y
luego leemos en los periódicos cada tanto que hay jovenzuelos que se encierran
en casa con su ordenador y sus aparatejos y ya no salen a nada. Para qué, ¿para
escuchar docenas de conversaciones ajenas y que nadie hable contigo mirándote a
los ojos y sin intentar mandarte por whatsapp un vídeo simpatiquísimo? Deberían
enseñarnos a charlar, impartirnos cursos y organizar prácticas, recordarnos no
solamente que hablando se entiende la gente, sino que hay lirismo y calor
cuando nos miramos, al darnos la mano, al acariciarnos o cuando educadamente
escuchamos a un interlocutor que con nosotros está compartiendo su vida sin
cables ni baterías ni aplicaciones, humanamente.
No
sé, hace rato que mi móvil se insinúa para que le pregunte cosas y que, en este
mismo ordenador con el que escribo, una tal Cortana insiste para que hablemos.
A lo mejor me animo un día de estos y se van todos los demás al carajo.
Donad sangre. La situación es verdaderamente crítica, insostenible. Y viene el verano... Por favor, donad sangre.
ResponderEliminarUn abrazo, profesor. Y buen verano.
David.
Padezco de un trastorno de ansiedad social, esto es, que entro en pánico cuando me toca relacionarme con los demás, experimentando así un sufrimiento extremo. Este problema es habitual en la población general, aunque no se hable de ello y se desconozca la enfermedad. A veces, uno no puede relacionarse porque está enfermo.
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