04 septiembre, 2017

Prólogo para un libro sobre principios y principialismo jurídico



(Unos queridos amigos de un país hermano me han hecho el honor de pedirme que prologue un libro que van a publicar y que trata del tema de los principios jurídicos y el debate actual sobre principialismo. Esto es lo que he escrito).

               Mostrar hoy escepticismo frente a los principios jurídicos, y muy en especial los principios constitucionales, es atrevimiento bien similar a lo que en otro tiempo habría sido dudar de la existencia de Dios o de que la tierra era el centro y eje del sistema solar, anatema o blasfemia, indicio claro de que el sujeto en cuestión es poco menos que un agente del Averno. Pero algunos seguimos siendo escépticos, aunque pueda caernos el cielo sobre nuestras cabezas. Escépticos sobre la propia diferenciación entre reglas y principios, al menos en la mayoría de sus presentaciones actuales, y escépticos, sobre todo, respecto al propósito de esa distinción, que viene a ser, la mayoría de las veces, el de introducir las mismas tesis sustantivas del viejo iusnaturalismo, aunque sea por la puerta de atrás, aparentando fundamentos distintos, con estilo fingidamente analítico y reemplazando las ajadas sotanas por trajes más al gusto de los tiempos.
               En este magnífico libro que tengo el honor de prologar hay gran dominio del tema, se aprecia rigor en las exposiciones de las diversas teorías y doctrinas sobre los principios y se expresa también alguna dosis de escepticismo, al menos frente a las pretensiones del principialismo más radical y de su correspondiente iusmoralismo. Expondré aquí con brevedad algunas de las razones del escepticismo mío, como complemento y sin pretender comprometer con mis ideas a los autores de esta excelente obra.

               Llaman la atención, en primer lugar, las curiosas analogías con viejos tiempos y con las esperanzas o expectativas de otrora. Son más que sorprendentes los paralelismos entre el optimismo del movimiento codificador en sus inicios y el de este constitucionalismo actual que a veces denominamos neoconstitucionalismo. Al igual que allá por fines del XVIII y comienzos del XIX se pensaba que los códigos civiles eran la obra definitiva de la razón jurídica y la suprema y poco menos que eterna expresión de la sabiduría y bondad del legislador, ahora las constituciones se presentan como plasmación de la verdad moral para siempre, preñadas de valores incuestionables, verbo moral que se hace carne jurídica en forma de principios. Si un par de siglos atrás operaba, en Francia ante todo, el mito del legislador racional, en los sistemas de derecho continental, y muy en especial en Latinoamérica, obra hoy en día el mito del constituyente racional, moralmente intachable y jurídicamente prodigioso.
               Una y otra vez, antaño como hogaño, el derecho, elevado a mito, se reviste de tal perfección, que ya no pareciera obra humana, sino creación divina o fruto de una Razón mayúscula. Los sistemas jurídicos adquieren tres propiedades que los tornan poco menos que mágicos: son completos, coherentes y claros y, más allá de la superficie y la espuma de las palabras, no hay propiamente ni lagunas ni antinomias ni indeterminación de las soluciones ofrecidas para todos y cada uno de los conflictos que el juez está llamado a resolver, pero que en realidad casi se resuelven solos, nada más que con acercarlos a esos sistemas jurídicos dotados de esa cualidad taumatúrgica. Si los de la escuela de la exégesis negaban que el juez tuviera discrecionalidad o que pudiera crear derecho de cualquier forma o hubiera de hacerlo por defectos o insuficiencias de las normas, los iusmoralistas postdworkinianos lo niegan también ahora y solo cambia la materia prima con que, al parecer, está construido ese derecho perfecto, materia prima que antes eran palabras y enunciados y que son a día de hoy valores y principios. Si los franceses del XIX, orgullosos de su Code, entendían que ante derecho tan magnífico le bastaba al juez un método bien simple para extraer para cada caso la solución única correcta, y creían que a tal fin alcanzaba con un silogismo sencillo o una elemental subsunción, los que, pletóricos de fe y optimismo, actualmente siguen la estela iusmoralista de Dworkin y Alexy creen que la sustancia primera con que el derecho se hace es moral y, una vez que la moral verdadera ha tomado posesión de las constituciones para siempre, ofrecen como método bien objetivo la ponderación, trasunto y espejo de aquellos silogismos de antes y de las elementales subsunciones decimonónicas.
               El viejo ideal ultrarracionalista revivió desde finales del siglo XX, pero en esta ocasión impregnado de moralina, y muchos libros de teoría y filosofía del derecho cada vez se parecen más a manuales de autoayuda o a sermones al viejo modo eclesiástico en los que lo mismo se ensalza la prudencia que se canta a la compasión como patrón y guía de la vida jurídica. Ora et labora.
               En momentos de revoluciones burguesas y de expansión arrasadora del primer capitalismo, necesitaban las nuevas fuerzas sociales una legalidad que hiciera fiables los contratos y aparentara equiparación de derechos entre los ciudadanos, y así fue como aquel positivismo metafísico se quiso, paradójicamente, síntesis de la justicia y pauta intemporal de lo jurídico, consagrando y mitificando una legalidad que ya no parecía obra humana, y una práctica jurídica que disimulaba la discrecionalidad para fingirse ajena a los conflictos sociales y a las desigualdades de clase. En los tiempos presentes, cuando al fin pensábamos que se habían impuesto las garantías jurídicas para los más serios derechos de los ciudadanos y cuando todos habíamos tomado conciencia de la dimensión inexorablemente política de cualquier práctica con el derecho, incluida la praxis judicial, lo que necesitan los nuevos mercados y los nuevos poderes económicos y políticos ya no es certeza, sino flexibilidad, no seguridades jurídicas, sino ductilidad de las decisiones y de los que deciden, no previsibilidad general de los fallos judiciales, ley en mano, sino cálculo correcto de sus consecuencias para quienes controlan los resortes del poder judicial y nombran a los más altos magistrados. Así que toca ahora desprestigiar la ley, relativizar su imperio, cambiar las tercas reglas del derecho escrito y democráticamente legitimado por el etéreo dominio de unos principios constitucionales que se dicen morales para servir mejor al que los llene de contenido y a los intereses de quien elija y nombre a sus más altos intérpretes.
               Son paradojas y diríase que bromas de la historia. El papel de aquel paleopositivismo exegético lo hereda en nuestros días el llamado neoconstitucionalismo, esa doctrina que tiene su primer y más serio antecedente en la muy conservadora jurisprudencia de valores, en la Alemania de postguerra; que toma cuanto le resulte útil de las asistemáticas y poco laboriosas construcciones de Dworkin y que encuentra su formulación ecuménica en la hábil prosa de Alexy. Donde antes se hallaba el código, se pone hoy la constitución; lo que en tiempos se explicaba como fruto ineluctable de subsunciones y silogismos se hace ahora pasar por resultado de muy objetivas y rigurosas ponderaciones, lo que antes parecía obra de un legislador racional a más no poder, en nuestra época se quiere producto de una judicatura que es poco menos que casta sacerdotal, alfa y omega de lo jurídico, supremo oráculo, comunión de los santos. Y poco importa que a los magistrados de los más altos tribunales los elijan muchas veces esos mismos legisladores y partidos de los que se dice dos páginas antes que son corruptos e incapaces, ignorantes y sospechosos. Ya no es que la función cree el órgano, sino que, en nuestro tiempo, la toga hace justo, por definición y mientras le dure el mandato, al jurista de cuyos méritos nadie sabía hace un año o del que solo habíamos oído por su militancia obediente o por sus tretas de politicastro sin gran escrúpulo. A cualquiera de esos elegidos se les entrega la balanza o se les presta una pequeña instrucción sobre los tests de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto y, por arte de birlibirloque o por estar constitucionalmente poseídos, se vuelven expertos en el pesaje de principios y no sirven en adelante a más señor que la justicia ni a más valor que los valores constitucionales.
               Se cuenta el mismo cuento y se refuerza el embeleco, país a país, en las universidades más elitistas y caras, cuyos profesores aparecen ante el alumnado y la academia como los esforzados paladines de los derechos sociales, la justicia distributiva y, si hace falta, de los derechos de los indígenas y los pueblos primigenios, lo que sea necesario para dar gato por liebre y convencer al pueblo de que la ley que del pueblo viene es reaccionaria y de que son formalistas sin alma los que piensan que no hay para la ciudadanía y sus derechos defensa mejor que la ley bien hecha y la vinculación del juez a la ley y no a otros señores (y a otras señoras, si nos ponemos bien australes).
               De similar manera a como un día los parlamentos descubrieron la legislación simbólica y cayeron en la cuenta de que se podía legislar sin más afán que el propagandístico y sin mayor intención que la de ganar votos a base de hacer leyes que jamás se aplicarán o para las que no se ponen los medios económicos e institucionales que permitan su eficacia y efectividad, desde hace unas décadas los más altos tribunales de tantos países han dado con la jurisprudencia simbólica, jurisprudencia populista que regala derechos aparentemente muy sociales a base de degradar la ley y al legislador, y todo para ganarse la legitimidad y tener las manos libres para cuando a los mismos tribunales se les requieran decisiones que sí importen a los poderes políticos y económicos y para que entonces parezca que es la ponderación más exquisita la que inclinó la balanza a favor de esos poderes, a favor de cresos y tiranos.
               Y, de paso, amputamos toda crítica seria y de fondo a estos mismos sistemas jurídicos presididos por constituciones tan excelsas, de las que son guardianes las cortes angelicales. Mientras el derecho todo y las normas que vemos en constituciones y códigos, en leyes y reglamentos, nos parezca obra humana contingente, resultante de la lucha política, de pactos y de negociaciones, de la variada contraposición de intereses y de disputas ideológicas, queda campo para la crítica y lugar para la reforma y hasta para soñar con revoluciones. Cuando los sistemas jurídicos son concebidos como expresión de la suprema justicia, encarnación de los valores morales definitivos e inapelables, pues en la cúspide de esos sistemas se halla una constitución que es garantía de los contenidos inmarcesibles y objetivísimos de la dignidad humana y trasposición de los derechos humanos en su versión insuperable, la crítica a lo jurídico o el cuestionamiento de esos sistemas jurídico-políticos se hace imposible o pasan por insensibles y reaccionarios los críticos. Hasta bien rebasada la mitad del siglo XX era posible presentar el sistema jurídico de tal o cual país como reflejo de la dominación de clase, pongamos por caso, o como tapadera y respaldo de diversos poderes algo turbios. Ya no. Todo lo que de injusticia haya en nuestras sociedades será de espaldas al derecho y contra el derecho, porque el verdadero derecho y sus constituciones no los han hecho humanos dudosos, sino que provienen de la moral objetiva y podrían sus contenidos ser aprobados una y mil veces por cualesquiera integrantes imparciales de una humanidad pura, sea después de negociar en la posición originaria, sea charlando en la comunidad ideal de habla o dando argumentos en los foros soñados del auditorio universal.
               Extra Ecclesiam nulla salus. Curiosamente, los positivistas son negativos, pues para ellos el derecho es positivo, sí, pero coyuntural y discutible, criticables hasta las constituciones mismas, porque para el muy descreído positivista la constitución o un código cualquiera son libros, ciertamente, pero no libro sagrado, y porque, para el positivista, las sentencias las ponen jueces que razonan lo mejor que pueden y pugnan por mantenerse independientes entre las fieras que acechan, y no esos purísimos ponderadores que se creen Hércules durante unos años y que luego aspiran a embajadas, ministerios, defensorías del pueblo o consejos de administración. Los positivistas pasan por desalmados, puesto que insisten en que también un derecho injusto es derecho y porque hasta sospechan que son inicuos la mayoría de los sistemas jurídicos y que se hace injusticia seria en los más de los estados que conocemos, mientras que iusmoralistas de variados pelajes e inesperados principios y neoconstitucionalistas de abundantes recursos se empeñan en que viven, laboran y cobran en el mejor de los mundos posibles, ya que los valores se hicieron constitución y habitaron entre nosotros.
               Después de la codificación llegó Marx, se fijó en Manchester y escribió La Cuestión Judía. No ha de faltar mucho para que alguien, de nuevo, eche cuentas de lo que pasa y de cómo viven muchos en tantos países que se han dotado de las constituciones perfectas y donde los que dominan y se enriquecen rezan cada tarde mirando hacia Kiel. Después de lo que ha ido sucediendo en Brasil últimamente, tras lo que se va descubriendo en Colombia y otros países hermanos, con el paso acelerado del estado de derecho al estado de los jueces y con la apoteosis populista y maniobrera de los principios constitucionales, alguno hará balance y nos convencerá al fin de que los inconvenientes del derecho moderno no se solucionan retornando a la Edad Media y de que las insuficiencias de la legalidad no se arreglan a base de poner los derechos de los ciudadanos en manos de nuevos señores feudales ni de endiosados profesores ni de jueces improvisados en salones a media luz.
               Solo hay derechos en serio donde el derecho se toma en serio y solo hay constitucionalismo de verdad cuando las constituciones son antes que nada lo que su texto entero dice y no lo que de ellas o a costa de ellas extraen algunos hábiles exploradores de platónicas cavernas. Volvamos a Kant, volvamos a Locke, volvamos a Rousseau, volvamos a Marx, volvamos a Kelsen y saquemos de los tribunales y las academias a los reaccionarios, a los cómplices, a los venales, a los serviles, a los arribistas, a los predicadores y a los vendedores de crecepelo. Hagámoslo así por la cuenta que nos tiene y por una cuestión de principios, precisamente. Y porque la moral es de cada uno, pero el derecho es de todos.

               León (España), 31 de agosto de 2017

4 comentarios:

  1. Dr., excelente comentario sin embargo para desmedro de la certeza, las normas jurídicas no son los que sus textos dicen sino el signficado que le atribuyen sus intérpretes. Atte:Elias Hussein Rocha Kahalil

    ResponderEliminar
  2. Dr., excelente comentario sin embargo para desmedro de la certeza, las normas jurídicas no son los que sus textos dicen sino el signficado que le atribuyen sus intérpretes. Atte:Elias Hussein Rocha Kahalil

    ResponderEliminar
  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  4. Estimado profesor, concuerdo con el 99% de sus aseveraciones, más no con que sólo los iusmoralistas ponderadores aparecen luego como ministros, senadores o autoridades políticas, como agentes serviles del poder, tambien seguro que los hay entre los iuspositivistas, porque como usted termina diciendo la moral es de cada uno. Por lo demás, aplaudo la escritura suya que es todo un deleite y sobre todo por su habilidad de explicar con gran coherencia el desarrollo de ciertas escuelas jurídicas a la par de los cambios políticos entre el siglo xix y xx. En verdad es usted todo un maestro de la retórica (de las serias) y de la argumentación.

    ResponderEliminar