(Unos queridos amigos de un país hermano me han hecho el honor de pedirme que prologue un libro que van a publicar y que trata del tema de los principios jurídicos y el debate actual sobre principialismo. Esto es lo que he escrito).
Mostrar
hoy escepticismo frente a los principios jurídicos, y muy en especial los
principios constitucionales, es atrevimiento bien similar a lo que en otro
tiempo habría sido dudar de la existencia de Dios o de que la tierra era el
centro y eje del sistema solar, anatema o blasfemia, indicio claro de que el
sujeto en cuestión es poco menos que un agente del Averno. Pero algunos
seguimos siendo escépticos, aunque pueda caernos el cielo sobre nuestras
cabezas. Escépticos sobre la propia diferenciación entre reglas y principios,
al menos en la mayoría de sus presentaciones actuales, y escépticos, sobre
todo, respecto al propósito de esa distinción, que viene a ser, la mayoría de
las veces, el de introducir las mismas tesis sustantivas del viejo
iusnaturalismo, aunque sea por la puerta de atrás, aparentando fundamentos
distintos, con estilo fingidamente analítico y reemplazando las ajadas sotanas
por trajes más al gusto de los tiempos.
En
este magnífico libro que tengo el honor de prologar hay gran dominio del tema, se
aprecia rigor en las exposiciones de las diversas teorías y doctrinas sobre los
principios y se expresa también alguna dosis de escepticismo, al menos frente a
las pretensiones del principialismo más radical y de su correspondiente
iusmoralismo. Expondré aquí con brevedad algunas de las razones del
escepticismo mío, como complemento y sin pretender comprometer con mis ideas a
los autores de esta excelente obra.
Llaman
la atención, en primer lugar, las curiosas analogías con viejos tiempos y con
las esperanzas o expectativas de otrora. Son más que sorprendentes los
paralelismos entre el optimismo del movimiento codificador en sus inicios y el de
este constitucionalismo actual que a veces denominamos neoconstitucionalismo.
Al igual que allá por fines del XVIII y comienzos del XIX se pensaba que los
códigos civiles eran la obra definitiva de la razón jurídica y la suprema y
poco menos que eterna expresión de la sabiduría y bondad del legislador, ahora
las constituciones se presentan como plasmación de la verdad moral para siempre,
preñadas de valores incuestionables, verbo moral que se hace carne jurídica en
forma de principios. Si un par de siglos atrás operaba, en Francia ante todo,
el mito del legislador racional, en los sistemas de derecho continental, y muy
en especial en Latinoamérica, obra hoy en día el mito del constituyente
racional, moralmente intachable y jurídicamente prodigioso.
Una
y otra vez, antaño como hogaño, el derecho, elevado a mito, se reviste de tal
perfección, que ya no pareciera obra humana, sino creación divina o fruto de
una Razón mayúscula. Los sistemas jurídicos adquieren tres propiedades que los
tornan poco menos que mágicos: son completos, coherentes y claros y, más allá
de la superficie y la espuma de las palabras, no hay propiamente ni lagunas ni
antinomias ni indeterminación de las soluciones ofrecidas para todos y cada uno
de los conflictos que el juez está llamado a resolver, pero que en realidad
casi se resuelven solos, nada más que con acercarlos a esos sistemas jurídicos
dotados de esa cualidad taumatúrgica. Si los de la escuela de la exégesis
negaban que el juez tuviera discrecionalidad o que pudiera crear derecho de
cualquier forma o hubiera de hacerlo por defectos o insuficiencias de las
normas, los iusmoralistas postdworkinianos lo niegan también ahora y solo
cambia la materia prima con que, al parecer, está construido ese derecho
perfecto, materia prima que antes eran palabras y enunciados y que son a día de
hoy valores y principios. Si los franceses del XIX, orgullosos de su Code, entendían que ante derecho tan
magnífico le bastaba al juez un método bien simple para extraer para cada caso
la solución única correcta, y creían que a tal fin alcanzaba con un silogismo sencillo
o una elemental subsunción, los que, pletóricos de fe y optimismo, actualmente
siguen la estela iusmoralista de Dworkin y Alexy creen que la sustancia primera
con que el derecho se hace es moral y, una vez que la moral verdadera ha tomado
posesión de las constituciones para siempre, ofrecen como método bien objetivo
la ponderación, trasunto y espejo de aquellos silogismos de antes y de las
elementales subsunciones decimonónicas.
El
viejo ideal ultrarracionalista revivió desde finales del siglo XX, pero en esta
ocasión impregnado de moralina, y muchos libros de teoría y filosofía del
derecho cada vez se parecen más a manuales de autoayuda o a sermones al viejo
modo eclesiástico en los que lo mismo se ensalza la prudencia que se canta a la
compasión como patrón y guía de la vida jurídica. Ora et labora.
En
momentos de revoluciones burguesas y de expansión arrasadora del primer
capitalismo, necesitaban las nuevas fuerzas sociales una legalidad que hiciera
fiables los contratos y aparentara equiparación de derechos entre los
ciudadanos, y así fue como aquel positivismo metafísico se quiso,
paradójicamente, síntesis de la justicia y pauta intemporal de lo jurídico,
consagrando y mitificando una legalidad que ya no parecía obra humana, y una
práctica jurídica que disimulaba la discrecionalidad para fingirse ajena a los
conflictos sociales y a las desigualdades de clase. En los tiempos presentes,
cuando al fin pensábamos que se habían impuesto las garantías jurídicas para
los más serios derechos de los ciudadanos y cuando todos habíamos tomado
conciencia de la dimensión inexorablemente política de cualquier práctica con
el derecho, incluida la praxis judicial, lo que necesitan los nuevos mercados y
los nuevos poderes económicos y políticos ya no es certeza, sino flexibilidad,
no seguridades jurídicas, sino ductilidad de las decisiones y de los que
deciden, no previsibilidad general de los fallos judiciales, ley en mano, sino
cálculo correcto de sus consecuencias para quienes controlan los resortes del
poder judicial y nombran a los más altos magistrados. Así que toca ahora
desprestigiar la ley, relativizar su imperio, cambiar las tercas reglas del
derecho escrito y democráticamente legitimado por el etéreo dominio de unos
principios constitucionales que se dicen morales para servir mejor al que los
llene de contenido y a los intereses de quien elija y nombre a sus más altos
intérpretes.
Son
paradojas y diríase que bromas de la historia. El papel de aquel paleopositivismo
exegético lo hereda en nuestros días el llamado neoconstitucionalismo, esa
doctrina que tiene su primer y más serio antecedente en la muy conservadora
jurisprudencia de valores, en la Alemania de postguerra; que toma cuanto le
resulte útil de las asistemáticas y poco laboriosas construcciones de Dworkin y
que encuentra su formulación ecuménica en la hábil prosa de Alexy. Donde antes
se hallaba el código, se pone hoy la constitución; lo que en tiempos se
explicaba como fruto ineluctable de subsunciones y silogismos se hace ahora
pasar por resultado de muy objetivas y rigurosas ponderaciones, lo que antes
parecía obra de un legislador racional a más no poder, en nuestra época se
quiere producto de una judicatura que es poco menos que casta sacerdotal, alfa
y omega de lo jurídico, supremo oráculo, comunión de los santos. Y poco importa
que a los magistrados de los más altos tribunales los elijan muchas veces esos
mismos legisladores y partidos de los que se dice dos páginas antes que son
corruptos e incapaces, ignorantes y sospechosos. Ya no es que la función cree
el órgano, sino que, en nuestro tiempo, la toga hace justo, por definición y
mientras le dure el mandato, al jurista de cuyos méritos nadie sabía hace un
año o del que solo habíamos oído por su militancia obediente o por sus tretas
de politicastro sin gran escrúpulo. A cualquiera de esos elegidos se les
entrega la balanza o se les presta una pequeña instrucción sobre los tests de
idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto y, por arte de
birlibirloque o por estar constitucionalmente poseídos, se vuelven expertos en el
pesaje de principios y no sirven en adelante a más señor que la justicia ni a
más valor que los valores constitucionales.
Se
cuenta el mismo cuento y se refuerza el embeleco, país a país, en las
universidades más elitistas y caras, cuyos profesores aparecen ante el alumnado
y la academia como los esforzados paladines de los derechos sociales, la
justicia distributiva y, si hace falta, de los derechos de los indígenas y los pueblos
primigenios, lo que sea necesario para dar gato por liebre y convencer al
pueblo de que la ley que del pueblo viene es reaccionaria y de que son
formalistas sin alma los que piensan que no hay para la ciudadanía y sus
derechos defensa mejor que la ley bien hecha y la vinculación del juez a la ley
y no a otros señores (y a otras señoras, si nos ponemos bien australes).
De
similar manera a como un día los parlamentos descubrieron la legislación
simbólica y cayeron en la cuenta de que se podía legislar sin más afán que el
propagandístico y sin mayor intención que la de ganar votos a base de hacer
leyes que jamás se aplicarán o para las que no se ponen los medios económicos e
institucionales que permitan su eficacia y efectividad, desde hace unas décadas
los más altos tribunales de tantos países han dado con la jurisprudencia
simbólica, jurisprudencia populista que regala derechos aparentemente muy
sociales a base de degradar la ley y al legislador, y todo para ganarse la
legitimidad y tener las manos libres para cuando a los mismos tribunales se les
requieran decisiones que sí importen a los poderes políticos y económicos y
para que entonces parezca que es la ponderación más exquisita la que inclinó la
balanza a favor de esos poderes, a favor de cresos y tiranos.
Y,
de paso, amputamos toda crítica seria y de fondo a estos mismos sistemas
jurídicos presididos por constituciones tan excelsas, de las que son guardianes
las cortes angelicales. Mientras el derecho todo y las normas que vemos en
constituciones y códigos, en leyes y reglamentos, nos parezca obra humana
contingente, resultante de la lucha política, de pactos y de negociaciones, de
la variada contraposición de intereses y de disputas ideológicas, queda campo
para la crítica y lugar para la reforma y hasta para soñar con revoluciones.
Cuando los sistemas jurídicos son concebidos como expresión de la suprema
justicia, encarnación de los valores morales definitivos e inapelables, pues en
la cúspide de esos sistemas se halla una constitución que es garantía de los
contenidos inmarcesibles y objetivísimos de la dignidad humana y trasposición
de los derechos humanos en su versión insuperable, la crítica a lo jurídico o
el cuestionamiento de esos sistemas jurídico-políticos se hace imposible o pasan
por insensibles y reaccionarios los críticos. Hasta bien rebasada la mitad del
siglo XX era posible presentar el sistema jurídico de tal o cual país como reflejo
de la dominación de clase, pongamos por caso, o como tapadera y respaldo de
diversos poderes algo turbios. Ya no. Todo lo que de injusticia haya en
nuestras sociedades será de espaldas al derecho y contra el derecho, porque el
verdadero derecho y sus constituciones no los han hecho humanos dudosos, sino
que provienen de la moral objetiva y podrían sus contenidos ser aprobados una y
mil veces por cualesquiera integrantes imparciales de una humanidad pura, sea
después de negociar en la posición originaria, sea charlando en la comunidad
ideal de habla o dando argumentos en los foros soñados del auditorio universal.
Extra Ecclesiam nulla salus.
Curiosamente, los positivistas son negativos, pues para ellos el derecho es
positivo, sí, pero coyuntural y discutible, criticables hasta las
constituciones mismas, porque para el muy descreído positivista la constitución
o un código cualquiera son libros, ciertamente, pero no libro sagrado, y
porque, para el positivista, las sentencias las ponen jueces que razonan lo
mejor que pueden y pugnan por mantenerse independientes entre las fieras que
acechan, y no esos purísimos ponderadores que se creen Hércules durante unos
años y que luego aspiran a embajadas, ministerios, defensorías del pueblo o
consejos de administración. Los positivistas pasan por desalmados, puesto que
insisten en que también un derecho injusto es derecho y porque hasta sospechan
que son inicuos la mayoría de los sistemas jurídicos y que se hace injusticia
seria en los más de los estados que conocemos, mientras que iusmoralistas de
variados pelajes e inesperados principios y neoconstitucionalistas de abundantes
recursos se empeñan en que viven, laboran y cobran en el mejor de los mundos
posibles, ya que los valores se hicieron constitución y habitaron entre
nosotros.
Después
de la codificación llegó Marx, se fijó en Manchester y escribió La Cuestión Judía. No ha de faltar mucho
para que alguien, de nuevo, eche cuentas de lo que pasa y de cómo viven muchos
en tantos países que se han dotado de las constituciones perfectas y donde los
que dominan y se enriquecen rezan cada tarde mirando hacia Kiel. Después de lo
que ha ido sucediendo en Brasil últimamente, tras lo que se va descubriendo en
Colombia y otros países hermanos, con el paso acelerado del estado de derecho al estado de los jueces y con la apoteosis populista y maniobrera de los
principios constitucionales, alguno hará balance y nos convencerá al fin de que
los inconvenientes del derecho moderno no se solucionan retornando a la Edad
Media y de que las insuficiencias de la legalidad no se arreglan a base de
poner los derechos de los ciudadanos en manos de nuevos señores feudales ni de
endiosados profesores ni de jueces improvisados en salones a media luz.
Solo
hay derechos en serio donde el derecho se toma en serio y solo hay
constitucionalismo de verdad cuando las constituciones son antes que nada lo
que su texto entero dice y no lo que de ellas o a costa de ellas extraen
algunos hábiles exploradores de platónicas cavernas. Volvamos a Kant, volvamos
a Locke, volvamos a Rousseau, volvamos a Marx, volvamos a Kelsen y saquemos de
los tribunales y las academias a los reaccionarios, a los cómplices, a los
venales, a los serviles, a los arribistas, a los predicadores y a los
vendedores de crecepelo. Hagámoslo así por la cuenta que nos tiene y por una
cuestión de principios, precisamente. Y porque la moral es de cada uno, pero el
derecho es de todos.
León
(España), 31 de agosto de 2017
Dr., excelente comentario sin embargo para desmedro de la certeza, las normas jurídicas no son los que sus textos dicen sino el signficado que le atribuyen sus intérpretes. Atte:Elias Hussein Rocha Kahalil
ResponderEliminarDr., excelente comentario sin embargo para desmedro de la certeza, las normas jurídicas no son los que sus textos dicen sino el signficado que le atribuyen sus intérpretes. Atte:Elias Hussein Rocha Kahalil
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEstimado profesor, concuerdo con el 99% de sus aseveraciones, más no con que sólo los iusmoralistas ponderadores aparecen luego como ministros, senadores o autoridades políticas, como agentes serviles del poder, tambien seguro que los hay entre los iuspositivistas, porque como usted termina diciendo la moral es de cada uno. Por lo demás, aplaudo la escritura suya que es todo un deleite y sobre todo por su habilidad de explicar con gran coherencia el desarrollo de ciertas escuelas jurídicas a la par de los cambios políticos entre el siglo xix y xx. En verdad es usted todo un maestro de la retórica (de las serias) y de la argumentación.
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