30 junio, 2018

Nota para la nueva edición de "Teorías de la tópica jurídica"


Gracias a la generosidad de mi amigo Pedro Grández, la editorial Palestra va publicar una nueva edición de mi primer libro, "Teorías de la tópica jurídica". A petición del editor, he escrito una nota para abrir esta edición nueva, nota que provisionalmente comparto aquí


NOTA PARA LA NUEVA EDICIÓN.
Juan Antonio García Amado

            La primera edición de este libro fue en 1988, de la mano de la editorial Civitas y el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, mi Universidad de origen y, en muchos sentidos, mi Universidad de siempre. Agradezco de corazón a la Editorial Palestra y a Pedro Grández esta iniciativa para que la obra vuelva a ver la luz.
            Este escrito fue mi tesis doctoral y, pasado tanto tiempo, es difícil sustraerse a la tentación del recuerdo. Ya por aquellos años jóvenes me gustaban los temas relacionados con la metodología de la interpretación del Derecho y el razonamiento jurídico. Por eso había comenzado a leer con entusiasmo a Ch. Perelman y me imaginaba dedicando a su pensamiento mi doctorado. Llegó entonces una beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) y terminé en Múnich, tan desorientado como feliz, sin dirección española ni tutela alemana efectiva, en parte por mi timidez de entonces, pero rodeado allá de compañeros entrañables que compartían sueños académicos e ideales de vida. No tenía sentido trabajar en Alemania en una tesis sobre un autor de origen polaco que enseñaba en Bélgica y escribía en francés, de modo que busqué una doctrina germana que se le pareciera y fui a dar con Viehweg y su tópica jurídica.
            Muchas veces he dicho, con obvio ánimo de broma, que la tesis doctoral es como el primer matrimonio, empresa que se inicia con entusiasmo y muchas ilusiones y que suele terminar en hartazgo y en ganas de buscar nuevo tema. Pero no sé si propiamente ha sido así en mi caso y respecto de la tópica jurídica. El tema no da mucho de sí, esa es la verdad o a esa conclusión llegué ya antes de culminar el trabajo, pero me permitió sumergirme en las teorías de la argumentación jurídica, y esa afición no se me ha pasado. Si se me permite seguir con la analogía matrimonial, vendría a ser como si el cónyuge de uno no fuera la persona más atractiva del mundo, pero tuviera una familia bien interesante. Tantos años después, no ha quedado un mal recuerdo y hay que hacer justicia a lo bueno que se aprendió gracias a esos comienzos.
            Pasé dos años en Alemania y regresé a España, a Oviedo, para rematar la tesis. Todavía antes de ponerle punto final regresé algún mes más a Alemania, esta vez a Mainz (en español, Maguncia), donde enseñaba uno de los discípulos predilectos de Theodor Viehweg, Ottmar Ballweg. Era Ballweg un personaje entrañable y ameno, maestro a la antigua usanza, que me recibía en su biblioteca, en su casa, e iba repasando libro a libro, comentando cada uno y contándome mil y una historias. Con él visité una única vez a un Theodor Viehweg ya mayor que, junto con su esposa, me agasajó con café y deliciosa repostería de la zona. Murió pocos años después.
            No ha pasado tanto tiempo, pero eran otros tiempos, lo mismo en España que en Alemania. Por entonces, muchos de los viejos profesores tenían un sello o carácter que se ha ido perdiendo, un especial carisma, un aura de amable pero imponente autoridad. Hoy, quizá también en Alemania y, desde luego, en España, el profesor universitario gasta más aires de burócrata escasamente vocacional y ha descubierto que del carisma académico no se vive bien por estos lares y que tienen mayor rendimiento la conspiración o la vulgar acumulación de pedestres méritos curriculares, que evalúan, cuando toca, colegas igual de alienados e idénticamente bajitos.
            Ay, aquellas historias, tantas, que sobre su maestro me narraba el afable y brillante Ballweg. Theodor Viehweg había sido un caso excepcional entre los iusfilósofos alemanes, pues en aquellas tierras la cátedra de Filosofía del Derecho nunca va sola, sino que el Professor de tal materia ha de serlo también de otra disciplina jurídica. La combinación más frecuente había sido la de Derecho Penal y Filosofía del Derecho, y cómo no pensar en Gustav Radbruch, ante todo, o en Welzel, Engisch, Klug y tantos otros, o en Arthur Kaufmann, a cuyos seminarios pude asistir discretamente durante mis años en Múnich. Desde finales del siglo XX, creo que viene siendo más común ya la asociación entre Filosofía del Derecho y Derecho Público, y bástenos recordar la figura señera de Robert Alexy, probablemente el último gran iusfilósofo alemán, a la espera de nuevas cosechas, no muy probables. Tal vez habría que estudiar lo que para los temas y los enfoques metodológicos de la teoría del Derecho y la iusfilosofía germanas ha significado esa mutación.
            Contaba Balllweg que Viehweg se había habilitado primero como catedrático de Filosofía del Derecho y que concurrió luego para la habilitación en Derecho Privado, con énfasis den Derecho Civil, pero que no le aprobó esa habilitación el tribunal, en el que Josef Esser llevaba la voz cantante. Curiosamente, al cabo de los años Esser citaría entre alabanzas el Topik und Jurisprudenz de Viehweg y decidió visitarlo en su casa pasado un tiempo. Viehweg se negó a recibirlo y le cerró la puerta en sus mismas narices. Así se me contó y así lo recuerdo aquí, como testimonio de aquellos caracteres que adornaban a los maestros de antaño. Genio y figura Viehweg, genio y figura Esser, como tantos.
            Viehweg había nacido en Leipzig en 1907. Estudió Derecho en las universidades de Múnich, Leipzig y Berlín, se doctoró en Leipzig en 1934 y empezó a trabajar en la Academia de Derecho Alemán, en Múnich. Pero tiene un mérito enorme Viehweg, por comparación con la gran mayoría de sus contemporáneos, aquellos jóvenes profesores de Derecho desmedidamente ambiciosos, arribistas, a medio camino entre el conservadurismo consciente y la simple falta de escrúpulos. Es un mérito moral de Viehweg: su silencio. Hasta donde sé y he podido averiguar, nunca escribió una sola palabra a favor de Hitler y sus secuaces, y seguramente por eso hubo de esperar hasta 1953 para habilitarse en Mainz. De 1953 es la primera edición de su Topik und Jurisprudenz. Mientras los muy jóvenes Larenz, Maunz, Forsthoff, Henkel, Lange, Wieacker y tantísimos más cantaban sus loas al nazismo y se abalanzaban sobre las plazas que dejaban vacantes los judíos expulsados, unos pocos, muy pocos, no se avenían a medrar a ese precio.

            Pocas veces un libro corto y relativamente sencillo de un filósofo del Derecho habrá tenido un éxito tan grande como el de Tópica y Jurisprudencia, de Viehweg. Además, la edición española, de 1964, iba con traducción de Luis Díez-Picazo y prólogo de Eduardo García de Enterría, dos grandes figuras del pensamiento jurídico español, quizá las más grandes de su tiempo. En aquella España de Franco, a más de cuatro les sonaría a aire fresco y novedad desconcertante la obra, por contraste por la rancia dogmática y la sumisa iusfilosofía iusnaturalista y rastrera que por entonces se cultivaba en las universidades de la dictadura. Y puede que no fuera muy distinta la impresión en Alemania, allá por 1953, cuando todavía estaban abiertas las heridas de una doctrina jurídica que había sido mayoritariamente obsequiosa con Hitler y el nazismo y que a toda prisa trataba luego de camuflarse como iusnaturalista de hondo empaque moral y echaba, otra vez, la culpa a los judíos, empezando por el judío Kelsen.
            En ese ambiente, de antiguos nazis que ahora se decían fervientes defensores de los derechos humanos, de profesores más ansiosos que decentes que ocultaban su pasado lleno de miseria moral y volvían a ejercer de miserables al culpar a aquel positivismo que siempre creyeron propio de liberales decadentes y judíos perversos, en ese ambiente, aparece la obra de un profesor que no estaba manchado, que busca nuevas referencias y abre nuevos caminos, que apunta que el Derecho no es ciencia de académicos inmaculados ni fe de moralistas de tres al cuarto, sino práctica que hace uso de resortes y habilidades que bien conocieron los griegos y los romanos y que fueron olvidados luego, cuando la razón se puso a soñar mundos perfectos y acabó pariendo estados monstruosos entregados a la voluntad de personajes tan siniestros como ridículos, ignorantes y degenerados, Mussolini, Hitler, Stalin, Franco y tanto dictador de pacotilla que siempre llevaba a su vera a una corte de antipositivistas escasamente ilustrados y a una cuadrilla de dogmáticos que se fingían virginales para avalar cualquier crimen a cambio de un módico salario.
            No sé si la ya muy gastada idea kuhniana de las revoluciones científicas y los cambios de paradigma será aplicable al cambio en la teoría jurídica, pero, si cabe, podríamos decir que con autores como Viehweg y Perelman o, entre nosotros, Recaséns Siches, comenzó una mutación de paradigma, el que ha conducido a las llamadas teorías de la argumentación jurídica. El que muchos de los que se dicen cultivadores de tales teorías hayan acabado retornando a donde se solía, al viejo sueño de la razón jurídica perfecta, de la ciencia jurídica pura (aunque ahora moralmente pura y curada del pecado original de la fe en la ley vulgarmente humana), a la única respuesta correcta en derecho, a las certezas pretendidas de un método que ahora no se dice lógico, sino aritmético y que pondera con el mismo ingenuo entusiasmo con que antes se subsumía, no es óbice para reconocer que algo o mucho de lo que con Viehweg y Perelman comenzó perdurará por largo tiempo y se mantendrá cuando los nuevos sacerdotes del moralismo jurídico hayan sido otra vez desenmascarados. Volveremos a Viehweg para constatar que no son, al fin y al cabo, más que tópicos, con su correspondiente valor persuasivo, esos principios o valores que ahora exalta una jurisprudencia nuevamente oracular, para redescubrir que no cultivan otra habilidad que la retórica los que una vez más nos aseguran que han llegado hasta las entrañas morales de las constituciones y allá adentro han visto la luz y nos la irradian al común de los mortales.
            Porque Viehweg era ante todo un escéptico amable, un realista elegante, un escarmentado tranquilo. No sé cómo escribiría yo esta obra hoy, si tuviera que hacerlo de nuevo y fuera capaz, pero creo que resaltaría esos dos elementos: que ahí comienza la teoría de la argumentación jurídica y que la argumentación jurídica nace, así, de la mano de un fuerte escepticismo frente a cuantos han querido convertir la práctica de lo jurídico en empresa científica o en sacerdocio al servicio de afanes de justicia que acaban siempre en profesión de cínicos y ganancia de correveidiles. Viehweg, que ya bien joven había visto lo que había visto, que sabía cómo eran y qué hacían aquellos jueces y aquellos profesores alemanes, que había llegado a tiempo para conocer su retórica cuando Hitler y sus tópicos de después, nos enseña que el rey está desnudo, que el derecho es práctica social que mucho tiene que ver con poderes y que se hace con palabras, que suele vencer el más habilidoso en la oratoria y que acostumbra a ganar el que mejor argumenta y quien más tiene de esos tópicos o lugares comunes y mejor los usa, ya que, a la postre, el derecho es práctica y esa práctica es lucha sublimada, batalla de imágenes, torneo de gestos, certamen de figuras.
            No sé cómo escribiría hoy este libro, pero creo que pondría más énfasis en el contexto en el que nace la obra de Viehweg, resaltaría las fuentes de su escepticismo sosegado y lo contrastaría con los derroteros que acabó tomando la teoría de la argumentación jurídica cuando la religión volvió a adueñarse, embozada, de la teoría del derecho y trasmutó sus mandamientos presuntamente eternos en preceptos constitucionales, generalmente implícitos. Lo haría así porque no puedo evitar imaginarme a Herr Viehweg sonriente mientras escucha a quienes hoy lo citan como precursor y se toma su café y su trozo de Kuchen y concluye que nihil novum sub sole y que ese no deja de ser un tópico más.
                                                                                              León, 26 de junio de 2018

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