Con el desastre del Katrina andamos perplejos por cosas tales como que en la primera potencia económica del mundo existan tales bolsas de pobreza (¿de verdad no lo sabíamos?) y que un país con tal poder esté en manos de una Administración tan torpe y zafia (eso sí lo sabíamos). Todo eso es bien cierto; y relevante. Pero en lo que no se está reparando suficientemente es en lo que significa que el desastre natural haya hecho a tanta gente retornar a lo que los filósofos políticos llaman el estado de naturaleza.
Algunos aprovechan el desastre y la indefensión para darse al pillaje, los saqueos, las violaciones y el asesinato. Allí donde las comunicaciones se han hecho difíciles y donde la policía no puede llegar o tiene gran dificultad para actuar nace de inmediato un orden espontáneo basado en la pura fuerza y el matonismo. Las normas y pautas civilizadas son a toda velocidad reemplazadas por el mero imperio de los que tienen armas y arrojo y se agrupan para dominar al grupo. Lo fácil es reaccionar ante tal fenómeno con condenas morales elementales y demonizando a los sujetos que así proceden. Pero no estaría de más que la reflexión se tornara un poco más compleja y nos parásemos a reparar en asuntos como los siguientes.
Gran parte del pensamiento político progresista se ha venido basando desde hace siglos en la confianza en la bondad natural del ser humano, cuyas perversiones y peores inclinaciones no serían más que reflejo de una sociedad que, por injusta y opresiva, lo malea. Por contra, los conservadores siempre insisten en nuestra innata ferocidad y en la correlativa necesidad de estructuras sociales fuertes que mantengan a raya nuestros instintos de agresión y rapiña.
Va siendo hora de que la izquierda abandone aquel optimismo antropológico sin renunciar a sus objetivos de democracia y justicia social. Esto significa que la búsqueda de una organización social más equitativa y con mejor democracia no puede apoyarse en la contraposición entre libertad natural del individuo y estructuras sociales opresivas por definición, sino en la idea de que sólo desde unas pautas colectivas bien firmes y asentadas se puede construir un mundo en el que las reglas distribuyan oportunidades vitales para todos, en lugar de que sea la fuerza bruta la que administre las posibilidades reales de cada uno. Esto no supone de ningún modo nostalgia del autoritarismo, sino receta de realismo para todos los que de verdad aspiren a una convivencia mínimamente justa. Las normas sociales (jurídicas, morales, usos sociales) no son todas y por definición opresivas. Al contrario, son lo único que nos puede librar de la opresión a manos de los más fuertes o los más diestros en el manejo de la violencia. Así que tengámoslo claro: ninguna reforma social seria y positiva es posible desde ese acratismo barato que se practica durante las cenas de los sábados en urbanizaciones vigiladas por empresas privadas de seguridad. Libres e iguales sólo podremos ser bajo un entramado normativo bien consolidado y bien administrado. La libertad natural no existe y no hay más libertad que la libertad en sociedad. No toda norma es buena, naturalmente, pero no habrá nunca sociedad buena sin normas firmes. Y una cosa es buscar para las normas los contenidos que hagan mejor nuestra vida y otra, bien distinta, soñar con quiméricas sociedades sin normas.
Por otro lado, el discurso pedagógico de las últimas décadas del siglo XX también bebió de aquel optimismo antropológico. El niño es bueno en sí, y si arrebata de mala manera el caramelo a su hermano o le parte la cabeza al compañero de pupitre es porque ha comenzado a imitar los modelos coactivos y solapadamente violentos que familiares y maestros emplean para inculcarle conocimientos, habilidades y reglas. No, se dice, dejémoslo que a sus anchas se moldee como sus personales inclinaciones le dicten, y veremos cómo se hace una persona feliz y libre que espontáneamente irá reclamando los conocimientos que precisa y asumiendo las reglas que mejor le sirven para convivir en armonía con los demás.
De esos polvos vienen muchos de estos lodos. Qué gran material tendrían los maestros, si quisieran y pudieran, en esas imágenes e informaciones sobre las violencias, robos y abusos en Nueva Orleans tras el paso del Katrina. ¿Pero a cuántos maestros somos capaces de imaginar diciendo a sus pupilos “veis, niños, cómo es muy importante que haya normas que nos organicen y policías y jueces que las hagan cumplir”? Podemos suponer la consternación del director del colegio, las admoniciones del inspector de turno y hasta las amenazas de la asociación de padres. Los más lerdos tacharían a semejante profesor de franquista y lindezas así. Y, sin embargo, son los mensajes que conviene transmitir, reposadamente y haciendo énfasis a continuación en cómo esas normas serán tanto mejores cuanto más democrático y transparente el proceso de su creación. Si no, de la frívola utopía del buen salvaje no quedará en la realidad más que el salvaje a secas. Que es lo que hay.
Algunos aprovechan el desastre y la indefensión para darse al pillaje, los saqueos, las violaciones y el asesinato. Allí donde las comunicaciones se han hecho difíciles y donde la policía no puede llegar o tiene gran dificultad para actuar nace de inmediato un orden espontáneo basado en la pura fuerza y el matonismo. Las normas y pautas civilizadas son a toda velocidad reemplazadas por el mero imperio de los que tienen armas y arrojo y se agrupan para dominar al grupo. Lo fácil es reaccionar ante tal fenómeno con condenas morales elementales y demonizando a los sujetos que así proceden. Pero no estaría de más que la reflexión se tornara un poco más compleja y nos parásemos a reparar en asuntos como los siguientes.
Gran parte del pensamiento político progresista se ha venido basando desde hace siglos en la confianza en la bondad natural del ser humano, cuyas perversiones y peores inclinaciones no serían más que reflejo de una sociedad que, por injusta y opresiva, lo malea. Por contra, los conservadores siempre insisten en nuestra innata ferocidad y en la correlativa necesidad de estructuras sociales fuertes que mantengan a raya nuestros instintos de agresión y rapiña.
Va siendo hora de que la izquierda abandone aquel optimismo antropológico sin renunciar a sus objetivos de democracia y justicia social. Esto significa que la búsqueda de una organización social más equitativa y con mejor democracia no puede apoyarse en la contraposición entre libertad natural del individuo y estructuras sociales opresivas por definición, sino en la idea de que sólo desde unas pautas colectivas bien firmes y asentadas se puede construir un mundo en el que las reglas distribuyan oportunidades vitales para todos, en lugar de que sea la fuerza bruta la que administre las posibilidades reales de cada uno. Esto no supone de ningún modo nostalgia del autoritarismo, sino receta de realismo para todos los que de verdad aspiren a una convivencia mínimamente justa. Las normas sociales (jurídicas, morales, usos sociales) no son todas y por definición opresivas. Al contrario, son lo único que nos puede librar de la opresión a manos de los más fuertes o los más diestros en el manejo de la violencia. Así que tengámoslo claro: ninguna reforma social seria y positiva es posible desde ese acratismo barato que se practica durante las cenas de los sábados en urbanizaciones vigiladas por empresas privadas de seguridad. Libres e iguales sólo podremos ser bajo un entramado normativo bien consolidado y bien administrado. La libertad natural no existe y no hay más libertad que la libertad en sociedad. No toda norma es buena, naturalmente, pero no habrá nunca sociedad buena sin normas firmes. Y una cosa es buscar para las normas los contenidos que hagan mejor nuestra vida y otra, bien distinta, soñar con quiméricas sociedades sin normas.
Por otro lado, el discurso pedagógico de las últimas décadas del siglo XX también bebió de aquel optimismo antropológico. El niño es bueno en sí, y si arrebata de mala manera el caramelo a su hermano o le parte la cabeza al compañero de pupitre es porque ha comenzado a imitar los modelos coactivos y solapadamente violentos que familiares y maestros emplean para inculcarle conocimientos, habilidades y reglas. No, se dice, dejémoslo que a sus anchas se moldee como sus personales inclinaciones le dicten, y veremos cómo se hace una persona feliz y libre que espontáneamente irá reclamando los conocimientos que precisa y asumiendo las reglas que mejor le sirven para convivir en armonía con los demás.
De esos polvos vienen muchos de estos lodos. Qué gran material tendrían los maestros, si quisieran y pudieran, en esas imágenes e informaciones sobre las violencias, robos y abusos en Nueva Orleans tras el paso del Katrina. ¿Pero a cuántos maestros somos capaces de imaginar diciendo a sus pupilos “veis, niños, cómo es muy importante que haya normas que nos organicen y policías y jueces que las hagan cumplir”? Podemos suponer la consternación del director del colegio, las admoniciones del inspector de turno y hasta las amenazas de la asociación de padres. Los más lerdos tacharían a semejante profesor de franquista y lindezas así. Y, sin embargo, son los mensajes que conviene transmitir, reposadamente y haciendo énfasis a continuación en cómo esas normas serán tanto mejores cuanto más democrático y transparente el proceso de su creación. Si no, de la frívola utopía del buen salvaje no quedará en la realidad más que el salvaje a secas. Que es lo que hay.
Yo soy más bien de izquierdas, pero comparto con usted su poinión acerca del mito del buen salvaje. Una de las cosas que más detesto es el "dejar hacer" que hoy impera en el sistema educativo, ya que está convirtiendo a nuestros niños en pequeños monstruos. Enhorabuena por el blog (aunque no esté de acuerdo con todo)
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