Era una comunidad que tenía fuertemente marcadas sus tradiciones seculares. Se trataba de una cultura campesina que desde tiempo inmemorial había vivido semiaislada. No hace ni tres décadas que la primera carretera llegó hasta algunas de sus casas. Existe una fuerte imbricación entre el poder temporal y el poder religioso dentro de la comunidad. De hecho, los sacerdotes poseen gran influencia sobre todas las decisiones que en el grupo se toman, y no digamos sobre la vida privada de los miembros, en particular sobre cosas tales como la vida sexual, el régimen familiar o las prácticas de ayuda colectiva.
Hay todo un sistema de reglas sociales de raigrambre tradicional, con una antigüedad que se pierde en los orígenes mismos de la comunidad. Afectan tales reglas por ejemplo a las relaciones entre varones y mujeres. En el hombre se fomenta y se alaba la iniciación sexual temprana y un cierto grado de promiscuidad masculina es mirado por todo el grupo, hombres y mujeres, con simpatía y como signo de arrojo, capacidad e inteligencia. En cambio, las mujeres están obligadas por las reglas y la vivencia tradicional de la comunidad a guardar una actitud recatada y a defender aguerridamente su virginidad. Importa mucho para el estatuto y la consideración social de la mujer que ésta llegue virgen al matrimonio y, en relación con eso, cae en progresivo descrédito la mujer que mantiene sucesivas relaciones sentimentales con distintos hombres sin llegar a casarse y aunque no conste que se haya consumado con ninguno la relación sexual plena.
Dentro del matrimonio la autoridad pertenece al varón de modo indiscutido. Esto se traduce en un deber de obediencia de la mujer en todos los aspectos de la vida, desde la mera organización doméstica hasta los pormenores de la convivencia social. También se exige dentro del matrimonio una plena entrega y disponibilidad sexual de la mujer para el marido, sin discusión, exigencia ni más pretensión que esa de la plena entrega femenina. Tal disciplina conyugal se mantiene a veces a base de violencia del marido sobre la esposa, violencia física incluso. Y la misma estructura jerárquica, con plena autoridad indiscutida del padre, se aplica a los hijos menores de edad y a los mayores que vivan en y de la explotación de la hacienda agraria familiar.
Un elemento esencial de la identidad comunitaria es el sentido del honor. Pocas cosas revisten mayor gravedad que la afrenta al honor. Cuando el afrentado es un varón, él está obligado a lavar tal mancha, retando al ofensor. Muy a menudo se dirime tal desencuentro de modo violento, si bien es una violencia acotada según la índole del caso y conforme a una casuística muy compleja que revela un entramado normativo que discierne grados de sanciones según una escala de gravedad de los comportamientos ofensivos. Cuando la ofendida es una mujer, es su marido el obligado por las normas comunitarias a combatir la afrenta. Si es soltera, son sus hermanos masculinos, si los tuviere, o su padre, los que han de cumplir ese papel.
Podríamos seguir enumerando usos y reglas que dan cuenta de lo compacto del sentimiento comunitario y lo completo y preciso de las reglas que son parte esencial de esa identidad grupal.
Ahora viene el problema. Desde hace tiempo y crecientemente, existe una gran presión exterior sobre el grupo, de modo que éste está siendo forzado a renunciar a gran parte de esas sus señas de identidad, a abandonar sus reglas ancestrales y a someterse a nuevas prácticas sociales y formas de vida que le son profundamente extrañas, ajenas. El problema se ha hecho más acuciante con la nueva Constitución del Estado en el que la comunidad se inserta, que reconoce una larga lista de los llamados derechos humanos o fundamentales y fuerza, al parecer, a los órganos estatales a imponer el respeto a esos derechos por encima de toda particularidad grupal y de toda tradición de las comunidades aborígenes. En concreto, la imposición de cosas tales como la igualdad jurídica entre los sexos o la prohibición de ciertos tratos autoritarios o violentos del marido hacia la esposa, la erosión de la autoridad paterna en nombre de la protección de los derechos de los niños, el inducido descrédito de las autoridades religiosas tradicionales, etc., están dando lugar a que rápidamente la comunidad pierda sus señas identificatorias, deje de poseer espíritu de grupo y sensación de pertenencia y se disgregue. Con ello sus miembros padecen sensación de desarraigo y acaban en su mayoría fuera de la comunidad y en puestos y trabajos de ínfima consideración y donde son casi todos sistemáticamente explotados y discriminados, entre otras cosas porque nunca llegan a dominar plenamente ni los resortes de la vida urbana y burguesa, ni tan siquiera el lenguaje que se habla en las ciudades del Estado.
Afortunadamente, está surgiendo todo un movimiento indigenista que trata de defender los derechos de tal grupo a permanecer en su identidad tradicional y a conservarse como comunidad. Para ello se insiste en que es preciso reconocerle al grupo autonomía normativa, por encima incluso de las normas de la Constitución. La base de tales demandas es un cierto relativismo cultural que estima que la filosofía de los derechos humanos no es más que una cosmovisión más, propia de determinadas culturas urbanas y burguesas, y que toda pretensión de imponerla a y en comunidades que tienen planteamientos distintos y normas diferentes es un acto de etnocentrismo, de imperialismo cultural y, en último extremo, de atentado contra los derechos culturales de esos grupos y contra la dignidad individual de cada uno de sus miembros.
FIN DE LA HISTORIA. AHORA LA REFLEXIÓN:
Esto que acabo de contar es una pura invención. Pero se parece muchísimo a lo que se cuenta de ciertas comunidades indígenas latinoamericanas, incluida la demanda de autonomía normativa y de que se hagan excepciones en ellas a la vigencia general de los derechos fundamentales constitucionalmente garantizados. Por ejemplo, precisamente, que se excepcione la regla de no discriminación por razón de sexo.
La inmensa mayoría de los teóricos que se tienen por progresistas avalan, emocionados, tales excepciones y esa exaltación de lo comunitario y de las reglas grupales indígenas. Por tanto, si eso que acabo de narrar se predicara de alguna tribu amazónica o de algún grupo indígena boliviano, se sumarían encantados a la exaltación y defensa de lo aborigen y tradicional frente a la ley general y abstracta que protege derechos por igual para todos los ciudadanos del Estado y con independencia de su raza, origen o sexo.
Y, sí, lo que describía en la narración hace un momento se parece a lo que se dice de muchos grupos indígenas latinoamericanos. Pero no era eso. Es una descripción, creo que bastante fiel, de la comunidad campesina en la que yo nací, en Asturias. Muy poco diferente, sin duda, de cualquier otra comunidad campesina o popular española.
Ahora a los de mi pueblo ya no les vale invocar la tradición y sus reglas para justificar su dominio sobre las mujeres y hasta la violencia doméstica. Y me parece muy bien. Los derechos humanos valen aquí lo mismo para una señora o señor de la calle Serrano de Madrid que para un o una "indígena" de las montañas de Asturias.
Y ahora mi pregunta: ¿por qué no ha de ser así también si hablamos de Colombia, Perú, Brasil, México o Bolivia? ¿Por qué para aquellos países y sus grupos indígenas se considera que no debe regir lo que aquí se impone sin admitir excepciones por razón de cultura originaria o tradición? ¿Por qué una indígena aymara no puede tener garantizados por la ley del Estado los mismos derechos básicos que ya cualquier mujer de mi aldea tiene asegurados, afortunadamente?
Como respuesta sólo soy capaz de manejar una hipótesis, que es ésta: toda la parafernalia del indigenismo y toda la propaganda comunitarista en favor de la prioridad de los derechos grupales frente a las constituciones sirve en última instancia a la perpetuación de una doble explotación de los miembros de esos grupos. En primer lugar, la explotación y discriminación por parte de los blancos burgueses y capitalinos, que se quedan tranquilos viendo a los indios permanecer en sus reservas o resguardos, atados a ellos por las propias reglas comunitarias y el predominio indiscutido de la cultura grupal. Así nunca van a tener esos burguesitos blancos que competir con un indio más inteligente en un concurso para acceder a plaza de profesor universitario o de funcionario del Estado.
En segundo lugar, se trata de perpetuar el esquema fuertemente jerarquizado de dominación interna en el grupo. Que los mismos caciques y sus sucesores sigan mandando sobre la masa de los indios sin derechos. Y que los hombres sigan dominando sobre las mujeres y los padres sobre los hijos. Etc.
Cuando el blanco burgués rechaza para los indios lo que quiere para sí y sus iguales, debemos inmediatamente sospechar. El indio sigue explotado y la nueva doctrina misionera y pseudocaritativa que justifica ahora su sometimiento se llama indigenismo. La reclamación de los derechos indígenas es la mejor manera de que los indígenas no tengan nunca nuestros derechos.
Hay todo un sistema de reglas sociales de raigrambre tradicional, con una antigüedad que se pierde en los orígenes mismos de la comunidad. Afectan tales reglas por ejemplo a las relaciones entre varones y mujeres. En el hombre se fomenta y se alaba la iniciación sexual temprana y un cierto grado de promiscuidad masculina es mirado por todo el grupo, hombres y mujeres, con simpatía y como signo de arrojo, capacidad e inteligencia. En cambio, las mujeres están obligadas por las reglas y la vivencia tradicional de la comunidad a guardar una actitud recatada y a defender aguerridamente su virginidad. Importa mucho para el estatuto y la consideración social de la mujer que ésta llegue virgen al matrimonio y, en relación con eso, cae en progresivo descrédito la mujer que mantiene sucesivas relaciones sentimentales con distintos hombres sin llegar a casarse y aunque no conste que se haya consumado con ninguno la relación sexual plena.
Dentro del matrimonio la autoridad pertenece al varón de modo indiscutido. Esto se traduce en un deber de obediencia de la mujer en todos los aspectos de la vida, desde la mera organización doméstica hasta los pormenores de la convivencia social. También se exige dentro del matrimonio una plena entrega y disponibilidad sexual de la mujer para el marido, sin discusión, exigencia ni más pretensión que esa de la plena entrega femenina. Tal disciplina conyugal se mantiene a veces a base de violencia del marido sobre la esposa, violencia física incluso. Y la misma estructura jerárquica, con plena autoridad indiscutida del padre, se aplica a los hijos menores de edad y a los mayores que vivan en y de la explotación de la hacienda agraria familiar.
Un elemento esencial de la identidad comunitaria es el sentido del honor. Pocas cosas revisten mayor gravedad que la afrenta al honor. Cuando el afrentado es un varón, él está obligado a lavar tal mancha, retando al ofensor. Muy a menudo se dirime tal desencuentro de modo violento, si bien es una violencia acotada según la índole del caso y conforme a una casuística muy compleja que revela un entramado normativo que discierne grados de sanciones según una escala de gravedad de los comportamientos ofensivos. Cuando la ofendida es una mujer, es su marido el obligado por las normas comunitarias a combatir la afrenta. Si es soltera, son sus hermanos masculinos, si los tuviere, o su padre, los que han de cumplir ese papel.
Podríamos seguir enumerando usos y reglas que dan cuenta de lo compacto del sentimiento comunitario y lo completo y preciso de las reglas que son parte esencial de esa identidad grupal.
Ahora viene el problema. Desde hace tiempo y crecientemente, existe una gran presión exterior sobre el grupo, de modo que éste está siendo forzado a renunciar a gran parte de esas sus señas de identidad, a abandonar sus reglas ancestrales y a someterse a nuevas prácticas sociales y formas de vida que le son profundamente extrañas, ajenas. El problema se ha hecho más acuciante con la nueva Constitución del Estado en el que la comunidad se inserta, que reconoce una larga lista de los llamados derechos humanos o fundamentales y fuerza, al parecer, a los órganos estatales a imponer el respeto a esos derechos por encima de toda particularidad grupal y de toda tradición de las comunidades aborígenes. En concreto, la imposición de cosas tales como la igualdad jurídica entre los sexos o la prohibición de ciertos tratos autoritarios o violentos del marido hacia la esposa, la erosión de la autoridad paterna en nombre de la protección de los derechos de los niños, el inducido descrédito de las autoridades religiosas tradicionales, etc., están dando lugar a que rápidamente la comunidad pierda sus señas identificatorias, deje de poseer espíritu de grupo y sensación de pertenencia y se disgregue. Con ello sus miembros padecen sensación de desarraigo y acaban en su mayoría fuera de la comunidad y en puestos y trabajos de ínfima consideración y donde son casi todos sistemáticamente explotados y discriminados, entre otras cosas porque nunca llegan a dominar plenamente ni los resortes de la vida urbana y burguesa, ni tan siquiera el lenguaje que se habla en las ciudades del Estado.
Afortunadamente, está surgiendo todo un movimiento indigenista que trata de defender los derechos de tal grupo a permanecer en su identidad tradicional y a conservarse como comunidad. Para ello se insiste en que es preciso reconocerle al grupo autonomía normativa, por encima incluso de las normas de la Constitución. La base de tales demandas es un cierto relativismo cultural que estima que la filosofía de los derechos humanos no es más que una cosmovisión más, propia de determinadas culturas urbanas y burguesas, y que toda pretensión de imponerla a y en comunidades que tienen planteamientos distintos y normas diferentes es un acto de etnocentrismo, de imperialismo cultural y, en último extremo, de atentado contra los derechos culturales de esos grupos y contra la dignidad individual de cada uno de sus miembros.
FIN DE LA HISTORIA. AHORA LA REFLEXIÓN:
Esto que acabo de contar es una pura invención. Pero se parece muchísimo a lo que se cuenta de ciertas comunidades indígenas latinoamericanas, incluida la demanda de autonomía normativa y de que se hagan excepciones en ellas a la vigencia general de los derechos fundamentales constitucionalmente garantizados. Por ejemplo, precisamente, que se excepcione la regla de no discriminación por razón de sexo.
La inmensa mayoría de los teóricos que se tienen por progresistas avalan, emocionados, tales excepciones y esa exaltación de lo comunitario y de las reglas grupales indígenas. Por tanto, si eso que acabo de narrar se predicara de alguna tribu amazónica o de algún grupo indígena boliviano, se sumarían encantados a la exaltación y defensa de lo aborigen y tradicional frente a la ley general y abstracta que protege derechos por igual para todos los ciudadanos del Estado y con independencia de su raza, origen o sexo.
Y, sí, lo que describía en la narración hace un momento se parece a lo que se dice de muchos grupos indígenas latinoamericanos. Pero no era eso. Es una descripción, creo que bastante fiel, de la comunidad campesina en la que yo nací, en Asturias. Muy poco diferente, sin duda, de cualquier otra comunidad campesina o popular española.
Ahora a los de mi pueblo ya no les vale invocar la tradición y sus reglas para justificar su dominio sobre las mujeres y hasta la violencia doméstica. Y me parece muy bien. Los derechos humanos valen aquí lo mismo para una señora o señor de la calle Serrano de Madrid que para un o una "indígena" de las montañas de Asturias.
Y ahora mi pregunta: ¿por qué no ha de ser así también si hablamos de Colombia, Perú, Brasil, México o Bolivia? ¿Por qué para aquellos países y sus grupos indígenas se considera que no debe regir lo que aquí se impone sin admitir excepciones por razón de cultura originaria o tradición? ¿Por qué una indígena aymara no puede tener garantizados por la ley del Estado los mismos derechos básicos que ya cualquier mujer de mi aldea tiene asegurados, afortunadamente?
Como respuesta sólo soy capaz de manejar una hipótesis, que es ésta: toda la parafernalia del indigenismo y toda la propaganda comunitarista en favor de la prioridad de los derechos grupales frente a las constituciones sirve en última instancia a la perpetuación de una doble explotación de los miembros de esos grupos. En primer lugar, la explotación y discriminación por parte de los blancos burgueses y capitalinos, que se quedan tranquilos viendo a los indios permanecer en sus reservas o resguardos, atados a ellos por las propias reglas comunitarias y el predominio indiscutido de la cultura grupal. Así nunca van a tener esos burguesitos blancos que competir con un indio más inteligente en un concurso para acceder a plaza de profesor universitario o de funcionario del Estado.
En segundo lugar, se trata de perpetuar el esquema fuertemente jerarquizado de dominación interna en el grupo. Que los mismos caciques y sus sucesores sigan mandando sobre la masa de los indios sin derechos. Y que los hombres sigan dominando sobre las mujeres y los padres sobre los hijos. Etc.
Cuando el blanco burgués rechaza para los indios lo que quiere para sí y sus iguales, debemos inmediatamente sospechar. El indio sigue explotado y la nueva doctrina misionera y pseudocaritativa que justifica ahora su sometimiento se llama indigenismo. La reclamación de los derechos indígenas es la mejor manera de que los indígenas no tengan nunca nuestros derechos.
Si el indigenismo comunitarista se hubiera impuesto en mi país y mi pueblo, yo no estaría ahora aquí (hoy en la Universidad Carlos III de Madrid) escribiendo esto. Seguiría con un arado en la mano y ordeñando vacas. Eso sí, por mi bien y en pro de mi comunión con la tierra y los antepasados. A lo mejor soy un desgraciado por eso y no me entero, de tan alienado que estoy por la cultura occidental moderna y sus derechos. Vaya usted a saber.
Siguen siendo auténticos bombazos los que caen de su cerebro sobre el comunitarismo, tal vez se debiera diferenciar el comunitarismo estatal, que según yo es el que hace realmente posible que un ciudadano nacido en una aldea pueda llegar a ser lo que su cerebro y sus circunstancias le permitan, sin ansiar más riquezas y honores que las que desee para sus compatriotas, del regionalismo o tribalismo o defensa de una cultura milenaria indígena o de un club social de gaiteros escoceses del clan McIntosh que llevan las patillas recortadas a 10 cm de la nuez exactamente y el que no la recorta así no es McIntosh de pura cepa sino medio inglés o galés.
ResponderEliminarEs como lo de la izquierda, izquierda fue lo que fue, no es lo que ZP diga que es. Comunitarismo no es tribalismo, ni indigenismo.
Bienvenido, vosgo. No he leído el libro. Voy a tratar de conseguirlo pronto. Y trataré de dar mi opinión del modo que me sugiere. Pero paciencia, tomará su tiempo.
ResponderEliminarSaludos.