“Un amigo” hizo un comentario sumamente interesante a mi post de hace pocos días, el que se titulaba “¿Seré yo facha, señor?”. Me incita a hacer algunas consideraciones adicionales sobre la dichosa distinción entre izquierda y derecha en nuestro lenguaje político cotidiano, incluido, cómo no, su uso por los políticos que nos tocan en suerte (?). Con ellas no pretendo enmendar las observaciones de “un amigo”, sino complementarlas y marcar el poco valor que le doy en realidad a tales usos de esos términos. No quiero decir que carezca de importancia la diferenciación entre contenidos contrapuestos del discurso político, sino que interesa resaltar que la utilización política corriente los términos “izquierda” y “derecha” carecen de toda relación con contenidos tangibles u objetivamente diferenciables y no son más que elementales etiquetas que permiten una adscripción superficial de los sujetos, una alineación meramente emotiva que suplanta a toda toma de partido por comportamientos y propósitos que impliquen algún compromiso cierto con el mantenimiento o la reforma de los estados de cosas vigentes. Trataré de explicarme.
No conozco referencia más apropiada para entender esta cuestión que lo que al respecto explica Niklas Luhmann. Intento resumirlo a continuación, aun prescindiendo de entrar en demasiadas profundidades de su teoría. Según Luhmann, el sistema político tiene como cometido el de proporcionar decisiones socialmente vinculantes, marcar las pautas de nuestro comportamiento obligatorio. En los parlamentos se hacen las leyes y éstas expresan lo que podemos y no podemos hacer en ciertos asuntos de especial trascendencia social. Así pues, los parlamentos marcan las directrices principales de la organización social, directrices que son recibidas en el sistema jurídico bajo la forma de normas jurídicas, en concreto leyes. El Parlamento, es, pues, la institución que decide, en lo colectivamente más importante, qué nos está permitido y qué nos está vedado, bajo amenaza de sanción para el incumplidor. Pero lo que el Parlamento determine está condicionado por quiénes integren el Parlamento, por quiénes sean los parlamentarios. El sistema político es el conjunto de prácticas institucionalizadas mediante las cuales se establece quiénes sean en cada momento los parlamentarios que toman las supremas decisiones vinculantes.
Las sociedades modernas son sumamente complejas y los problemas que en ellas deben resolverse son enormemente complicados; tanto que el común de los ciudadanos difícilmente puede entender la mayoría de los asuntos que son objeto de regulación legal, de los asuntos sobre los que los parlamentos tienen que legislar. Hoy se aprueba una ley sobre reproducción asistida, mañana una sobre seguros del automóvil, pasado una sobre el tipo máximo de un determinado impuesto, al día siguiente otra sobre investigación de fondos marinos. Y así hasta el infinito. De la mayoría de esas cosas los ciudadanos no entendemos ni papa. Es más, ni siquiera poseemos ni recibimos de las instancias políticas una milésima parte de la información que necesitaríamos para poder comprender de qué va la discusión parlamentaria; y aunque se nos brindara esa información, la inmensa mayoría de los votantes ni siquiera estaríamos en condiciones de procesarla con una mínima solvencia. Nadie puede entender de todo; la mayoría no entendemos de casi nada.
Lo anterior supone también que un partido político que en su programa electoral recogiera consideraciones y explicaciones detalladas sobre sus posturas y planes en asuntos como ésos y otros miles que pueden debatirse durante la legislatura venidera, convertirían sus programas en tratados esotéricos para la ciudadanía, amén de tener que encuadernarlos en varios tomos. Pero, al mismo tiempo, para que el sistema no se bloquee, para que la dinámica política no se estanque, es crucial que se mantenga la imagen de alternancia, que el elector tenga la vívida impresión de que él es el que escoge las pautas de la actuación parlamentaria y de gobierno. Mas la alternancia de las personas y partidos que ocupan la cúspide del sistema político, de las personas que realmente deciden sobre los contenidos de las leyes, no es importante sólo como ilusión que mueve a los electores a las urnas, sino también como mecanismo para que los mismos grupos y las mismas personas no se perpetúen en los puestos de mando, con los riesgos que eso tiene de anquilosamiento, corrupción o incapacidad para reaccionar a nuevas necesidades legislativas derivadas de nuevos problemas sociales.
Así que se hace necesario combinar dos objetivos antitéticos. Uno, que los electores con su voto “informado” dinamicen el funcionamiento del sistema político, constituyendo periódicamente nuevas mayorías parlamentarias y dando pie con ello a la formación de gobiernos de nuevo cuño. Para esto se precisa que los ciudadanos se alineen con unos u otros partidos, que simpaticen con este o aquel programa. Y el otro objetivo es que el ciudadano tenga la sensación de que vota entre alternativas realmente diferentes, que no son lo mismo el gobierno que la oposición, el partido X o el partido Y. Y ahí se presenta en toda su intensidad la paradoja: ¿cómo pueden los ciudadanos discernir entre programas que no podrían comprender si en verdad versaran sobre los contenidos de las leyes futuras que pretende aprobar cada partido que les pide el voto?
Esa paradoja, consustancial a nuestros sistemas políticos y a cualquier sistema político moderno que quiera ser resolutivo y eficaz, se solventa por una vía bien conocida: la trivialización de los programas y el reemplazo de los contenidos por los símbolos. El voto reflexivo tiene que dejar su imposible sitio al voto emotivo. La sensación que el votante necesita, como móvil para hacer su papel y dar su voto, voto que es el desencadenante de toda la maquinaria de mayorías y minorías, no puede construirse más que sobre la base de adscripciones primarias, de voto emotivo a aquellos con los que se simpatiza, no a aquellos de los que se sabe que van a hacer, en lo verdaderamente importante, algo distinto de los otros, y algo que, además, comprendemos de antemano. Votamos a “los nuestros” y ese voto es, en la superficie, un voto puramente emotivo y, en el fondo, no es más que un voto en blanco, un voto a ciegas, un voto para que hagan lo que quieran, en la confianza de que si ganan“los nuestros” van a hacer bien lo que sea que hagan.
Los partidos actuales conocen a la perfección estas claves. De ahí que en sus discursos y programas pasen de puntillas sobre todas las cuestiones de fondo, sobre todos los asuntos verdaderamente decisivos y dirimentes para la sociedad, mientras que otorgan el máximo espacio y el mayor énfasis a la retórica que remueve en los ciudadanos los mecanismos de adscripción primaria, la parte puramente emocional. La diferencia entre esto y aquello se sustituye por la distinción entre ellos y nosotros, entre los buenos y los malos. El bueno siempre va a hacer el bien y el malo el mal. Y los buenos somos nosotros,y nosotros somos los buenos porque somos como vosotros. Es ahí donde cobra todo su sentido funcional ese discurso político que a diario escuchamos y que echa mano de alusiones que carecen de toda referencia a comportamientos distintos o ideas de fondo diferentes, pero que trata de aprovechar todas las brechas sociales más elementales: la brecha entre los que se creen de izquierda y los que se creen de derecha, entre los que creen en algún dios o no creen en ninguno, entre los que viven su sexualidad de una manera o de otra, entre los que tienen un temperamento poco dado a cambios y experimentos y los que están incómodos en el mundo en que viven. Pero todo ello, repito, sin que esa perorata en el plano de los símbolos y las emociones vaya asociada al compromiso serio con ningún programa de acción diferenciable, con ningún compromiso de hacer en verdad nada distinto de lo que haría el otro partido. Salvo en lo que tiene que ver con lo que los sociólogos llaman legislación simbólica, que es aquella que no trata de resolver ningún problema social importante, sino de legitimar a su autor a base de decidir lo que a casi nadie preocupa realmente, pero que marca una distinción superficial y permite colgarse la etiqueta de rigor. Legislación revolucionaria en lo epidérmico, compatible con absoluta indefinición en los temas que de verdad son determinantes para el futuro de la sociedad. Un buen ejemplo de este tipo de legislación lo proporciona la ley de matrimonio homosexual. No digo que no esté bien tal norma, sino que es estúpido centrar el ella gran parte del debate político de una legislatura. Es parte de ese discurso político que desubica el debate para que éste verse sobre lo secundario y le queden a la mayoría parlamentaria las manos libres para hacer en lo otro lo que le dé la gana sin discusión ninguna; o, más exactamente, para hacer lo mismo que haría la oposición si estuviera en su lugar. Allí donde las diferencias de fondo no existen, hay que marcarlas en la superficie.
Zapatero es un gran político en este sentido, y no lo digo como reproche, pues es el signo de los tiempos. Está jugando ese juego con pleno dominio cuando se autodefine como “rojo”, por ejemplo. Se ponen los escribas de medio país a pensar qué significará aquí y ahora ser rojo, y yerran el tiro por querer entrar en el fondo. El significado de ese término es su mera resonancia, no tiene otro; es como cuando se toca un silbato y el perro acude, no tiene más efecto que el de invitar a unirse a él a los que también se sienten rojos sin saber exactamente qué implica el término, pero convencidos de que encierra algo importante. La fe sustituye a la reflexión, el espíritu de grupo al debate de contenidos, la alineación primaria al espíritu crítico. Si a los que votan a Zapatero porque es “rojo” y ellos también se sienten rojos se les pidiera que definieran las claves de tal sentimiento, unos dirían que porque su familia fue republicana y les mataron al abuelo, otros que porque están contra Bush, otros que porque desconfían de las multinacionales, otros que porque tienen antipatía a la idea de España, otros que porque compadecen al tercer mundo, otros que porque son pacifistas. Pero casi ninguno de ellos verá motivo de decepción o enfado en que Zapatero trate por todos los medios de llevarse bien con Bush, de mantener contentas a las multinacionales, de salvaguardar las lucrativas inversiones del capitalismo español en los países subdesarrollados, de vender armas a cualquier postor o de mantener alguna idea de España. Es rojo porque dice que lo es y hace gestos pertenecientes al catálogo de ser rojo, no por nada que tenga que ver con su política real. De la misma manera que Aznar era “facha” porque el barco aquel se hundió en un lugar y no en otro. Cuando el PP, el gobierno era culpable de la violencia de género; ahora, que hay la misma, la culpa ya no es del gobierno. No es un vicio de la izquierda o la derecha, es una característica de este sistema de partidos desideologizados y meramente aparentones.
Y digo Zapatero donde podría decir Rajoy. La diferencia es que el primero es mucho más hábil a la hora de seleccionar las etiquetas para su discurso, de optar por los símbolos que venden más en estos momentos. Conoce mejor los resortes emotivos de esta sociedad y su profunda incultura política, su indiferencia de fondo, esa indiferencia propia de nuevos ricos insensibles y que sólo quieren representar lo que no son. Nosotros aparentamos que somos progresistas porque llevamos El País debajo del brazo o porque gritamos “Aznar asesino”, no porque nos importe un bledo nada de lo que ocurra más allá de nuestra cuenta corriente. En cambio, el incauto Rajoy cree que de verdad nos conmueven otros símbolos trasnochados, como la idea de España una o de España católica.
Esto que se ve de tal modo en el nivel de los partidos y los políticos profesionales, se comprueba también a escala del ciudadano de a pie. Nos importa mucho que todo el mundo sepa cuál es nuestro equipo, y para ello resaltamos hasta el ridículo los signos externos de nuestra adscripción partidaria: pegatinas, maneras de vestir, lugares comunes que repetimos, bares que frecuentamos, modas que seguimos, medios de comunicación que sintonizamos cuando entra en nuestro coche un conocido. Pero reservándonos, nosotros también, una total libertad de comportamientos en el nivel profundo.
Por eso ya no choca ver a tanto pepero ultraconservador que se divorcia cinco veces, o se pasa el día tirándose a todo lo que se mueve, o vendiendo por cuatro duros todo lo que dice que más le importa; ni a tanto progre que da pelotazos, o se hace empresario explotador, o comercia con armas, o usa su ONG para lucrarse, o reacciona como un perfecto racista cuando se cruza con dos negros en la calle. La separación meramente simbólica permite, fomenta incluso, la promiscuidad de las conductas. Los individuos no ven incoherencia entre sus creencias y sus acciones, porque las creencias han dejado de ser tales y se han tornado meros revestimientos. Ser del Madrid o el Barça no compromete a nada especial en la vida económica, profesional o personal; ser del PP o el PSOE, tampoco. El enemigo real ya no es el del otro equipo, pues sin él no hay competición ni disculpa para sentirse parte de un grupo enfrentado a otro. Es el que se niega a adoptar los colores superficiales de un equipo el que se convierte en traidor y se gana todas las iras. El enemigo no es el del otro equipo o el otro partido, es el que critica el juego sin reparar en colores; el que pretende reintroducir contenido en un discurso político que es pura fantasmagoría, fingimiento, impostura, alimento de descarados y descerebrados.
Por eso aquel amigo mío se empeña en llamarme facha. Porque si critico su manera frívola de vivir los símbolos y la profunda inconsecuencia de sus comportamientos, tiene que ser porque estoy con el rival, con los del otro lado. Porque los simples sólo ven en blanco y negro, sin matices; están incapacitados para jugar al juego de las cuatro esquinas, pues sólo divisan dos y piensan que su asiento tiene que estar en la una o en la otra, nada más. O porque son muy listos y tienen interés en disimular, como mi amigo.
Para que este sistema político basado en la alternancia bipartidista funcione tenemos que pasar los ciudadanos por el aro de la simpleza, y por eso se esfuerzan tanto en hacernos tontos. Y si los partidos que tenemos son como son, es porque ya lo han logrado: somos un país de gilipollas; eso sí, unos gilipollas de lo más fashion.
No conozco referencia más apropiada para entender esta cuestión que lo que al respecto explica Niklas Luhmann. Intento resumirlo a continuación, aun prescindiendo de entrar en demasiadas profundidades de su teoría. Según Luhmann, el sistema político tiene como cometido el de proporcionar decisiones socialmente vinculantes, marcar las pautas de nuestro comportamiento obligatorio. En los parlamentos se hacen las leyes y éstas expresan lo que podemos y no podemos hacer en ciertos asuntos de especial trascendencia social. Así pues, los parlamentos marcan las directrices principales de la organización social, directrices que son recibidas en el sistema jurídico bajo la forma de normas jurídicas, en concreto leyes. El Parlamento, es, pues, la institución que decide, en lo colectivamente más importante, qué nos está permitido y qué nos está vedado, bajo amenaza de sanción para el incumplidor. Pero lo que el Parlamento determine está condicionado por quiénes integren el Parlamento, por quiénes sean los parlamentarios. El sistema político es el conjunto de prácticas institucionalizadas mediante las cuales se establece quiénes sean en cada momento los parlamentarios que toman las supremas decisiones vinculantes.
Las sociedades modernas son sumamente complejas y los problemas que en ellas deben resolverse son enormemente complicados; tanto que el común de los ciudadanos difícilmente puede entender la mayoría de los asuntos que son objeto de regulación legal, de los asuntos sobre los que los parlamentos tienen que legislar. Hoy se aprueba una ley sobre reproducción asistida, mañana una sobre seguros del automóvil, pasado una sobre el tipo máximo de un determinado impuesto, al día siguiente otra sobre investigación de fondos marinos. Y así hasta el infinito. De la mayoría de esas cosas los ciudadanos no entendemos ni papa. Es más, ni siquiera poseemos ni recibimos de las instancias políticas una milésima parte de la información que necesitaríamos para poder comprender de qué va la discusión parlamentaria; y aunque se nos brindara esa información, la inmensa mayoría de los votantes ni siquiera estaríamos en condiciones de procesarla con una mínima solvencia. Nadie puede entender de todo; la mayoría no entendemos de casi nada.
Lo anterior supone también que un partido político que en su programa electoral recogiera consideraciones y explicaciones detalladas sobre sus posturas y planes en asuntos como ésos y otros miles que pueden debatirse durante la legislatura venidera, convertirían sus programas en tratados esotéricos para la ciudadanía, amén de tener que encuadernarlos en varios tomos. Pero, al mismo tiempo, para que el sistema no se bloquee, para que la dinámica política no se estanque, es crucial que se mantenga la imagen de alternancia, que el elector tenga la vívida impresión de que él es el que escoge las pautas de la actuación parlamentaria y de gobierno. Mas la alternancia de las personas y partidos que ocupan la cúspide del sistema político, de las personas que realmente deciden sobre los contenidos de las leyes, no es importante sólo como ilusión que mueve a los electores a las urnas, sino también como mecanismo para que los mismos grupos y las mismas personas no se perpetúen en los puestos de mando, con los riesgos que eso tiene de anquilosamiento, corrupción o incapacidad para reaccionar a nuevas necesidades legislativas derivadas de nuevos problemas sociales.
Así que se hace necesario combinar dos objetivos antitéticos. Uno, que los electores con su voto “informado” dinamicen el funcionamiento del sistema político, constituyendo periódicamente nuevas mayorías parlamentarias y dando pie con ello a la formación de gobiernos de nuevo cuño. Para esto se precisa que los ciudadanos se alineen con unos u otros partidos, que simpaticen con este o aquel programa. Y el otro objetivo es que el ciudadano tenga la sensación de que vota entre alternativas realmente diferentes, que no son lo mismo el gobierno que la oposición, el partido X o el partido Y. Y ahí se presenta en toda su intensidad la paradoja: ¿cómo pueden los ciudadanos discernir entre programas que no podrían comprender si en verdad versaran sobre los contenidos de las leyes futuras que pretende aprobar cada partido que les pide el voto?
Esa paradoja, consustancial a nuestros sistemas políticos y a cualquier sistema político moderno que quiera ser resolutivo y eficaz, se solventa por una vía bien conocida: la trivialización de los programas y el reemplazo de los contenidos por los símbolos. El voto reflexivo tiene que dejar su imposible sitio al voto emotivo. La sensación que el votante necesita, como móvil para hacer su papel y dar su voto, voto que es el desencadenante de toda la maquinaria de mayorías y minorías, no puede construirse más que sobre la base de adscripciones primarias, de voto emotivo a aquellos con los que se simpatiza, no a aquellos de los que se sabe que van a hacer, en lo verdaderamente importante, algo distinto de los otros, y algo que, además, comprendemos de antemano. Votamos a “los nuestros” y ese voto es, en la superficie, un voto puramente emotivo y, en el fondo, no es más que un voto en blanco, un voto a ciegas, un voto para que hagan lo que quieran, en la confianza de que si ganan“los nuestros” van a hacer bien lo que sea que hagan.
Los partidos actuales conocen a la perfección estas claves. De ahí que en sus discursos y programas pasen de puntillas sobre todas las cuestiones de fondo, sobre todos los asuntos verdaderamente decisivos y dirimentes para la sociedad, mientras que otorgan el máximo espacio y el mayor énfasis a la retórica que remueve en los ciudadanos los mecanismos de adscripción primaria, la parte puramente emocional. La diferencia entre esto y aquello se sustituye por la distinción entre ellos y nosotros, entre los buenos y los malos. El bueno siempre va a hacer el bien y el malo el mal. Y los buenos somos nosotros,y nosotros somos los buenos porque somos como vosotros. Es ahí donde cobra todo su sentido funcional ese discurso político que a diario escuchamos y que echa mano de alusiones que carecen de toda referencia a comportamientos distintos o ideas de fondo diferentes, pero que trata de aprovechar todas las brechas sociales más elementales: la brecha entre los que se creen de izquierda y los que se creen de derecha, entre los que creen en algún dios o no creen en ninguno, entre los que viven su sexualidad de una manera o de otra, entre los que tienen un temperamento poco dado a cambios y experimentos y los que están incómodos en el mundo en que viven. Pero todo ello, repito, sin que esa perorata en el plano de los símbolos y las emociones vaya asociada al compromiso serio con ningún programa de acción diferenciable, con ningún compromiso de hacer en verdad nada distinto de lo que haría el otro partido. Salvo en lo que tiene que ver con lo que los sociólogos llaman legislación simbólica, que es aquella que no trata de resolver ningún problema social importante, sino de legitimar a su autor a base de decidir lo que a casi nadie preocupa realmente, pero que marca una distinción superficial y permite colgarse la etiqueta de rigor. Legislación revolucionaria en lo epidérmico, compatible con absoluta indefinición en los temas que de verdad son determinantes para el futuro de la sociedad. Un buen ejemplo de este tipo de legislación lo proporciona la ley de matrimonio homosexual. No digo que no esté bien tal norma, sino que es estúpido centrar el ella gran parte del debate político de una legislatura. Es parte de ese discurso político que desubica el debate para que éste verse sobre lo secundario y le queden a la mayoría parlamentaria las manos libres para hacer en lo otro lo que le dé la gana sin discusión ninguna; o, más exactamente, para hacer lo mismo que haría la oposición si estuviera en su lugar. Allí donde las diferencias de fondo no existen, hay que marcarlas en la superficie.
Zapatero es un gran político en este sentido, y no lo digo como reproche, pues es el signo de los tiempos. Está jugando ese juego con pleno dominio cuando se autodefine como “rojo”, por ejemplo. Se ponen los escribas de medio país a pensar qué significará aquí y ahora ser rojo, y yerran el tiro por querer entrar en el fondo. El significado de ese término es su mera resonancia, no tiene otro; es como cuando se toca un silbato y el perro acude, no tiene más efecto que el de invitar a unirse a él a los que también se sienten rojos sin saber exactamente qué implica el término, pero convencidos de que encierra algo importante. La fe sustituye a la reflexión, el espíritu de grupo al debate de contenidos, la alineación primaria al espíritu crítico. Si a los que votan a Zapatero porque es “rojo” y ellos también se sienten rojos se les pidiera que definieran las claves de tal sentimiento, unos dirían que porque su familia fue republicana y les mataron al abuelo, otros que porque están contra Bush, otros que porque desconfían de las multinacionales, otros que porque tienen antipatía a la idea de España, otros que porque compadecen al tercer mundo, otros que porque son pacifistas. Pero casi ninguno de ellos verá motivo de decepción o enfado en que Zapatero trate por todos los medios de llevarse bien con Bush, de mantener contentas a las multinacionales, de salvaguardar las lucrativas inversiones del capitalismo español en los países subdesarrollados, de vender armas a cualquier postor o de mantener alguna idea de España. Es rojo porque dice que lo es y hace gestos pertenecientes al catálogo de ser rojo, no por nada que tenga que ver con su política real. De la misma manera que Aznar era “facha” porque el barco aquel se hundió en un lugar y no en otro. Cuando el PP, el gobierno era culpable de la violencia de género; ahora, que hay la misma, la culpa ya no es del gobierno. No es un vicio de la izquierda o la derecha, es una característica de este sistema de partidos desideologizados y meramente aparentones.
Y digo Zapatero donde podría decir Rajoy. La diferencia es que el primero es mucho más hábil a la hora de seleccionar las etiquetas para su discurso, de optar por los símbolos que venden más en estos momentos. Conoce mejor los resortes emotivos de esta sociedad y su profunda incultura política, su indiferencia de fondo, esa indiferencia propia de nuevos ricos insensibles y que sólo quieren representar lo que no son. Nosotros aparentamos que somos progresistas porque llevamos El País debajo del brazo o porque gritamos “Aznar asesino”, no porque nos importe un bledo nada de lo que ocurra más allá de nuestra cuenta corriente. En cambio, el incauto Rajoy cree que de verdad nos conmueven otros símbolos trasnochados, como la idea de España una o de España católica.
Esto que se ve de tal modo en el nivel de los partidos y los políticos profesionales, se comprueba también a escala del ciudadano de a pie. Nos importa mucho que todo el mundo sepa cuál es nuestro equipo, y para ello resaltamos hasta el ridículo los signos externos de nuestra adscripción partidaria: pegatinas, maneras de vestir, lugares comunes que repetimos, bares que frecuentamos, modas que seguimos, medios de comunicación que sintonizamos cuando entra en nuestro coche un conocido. Pero reservándonos, nosotros también, una total libertad de comportamientos en el nivel profundo.
Por eso ya no choca ver a tanto pepero ultraconservador que se divorcia cinco veces, o se pasa el día tirándose a todo lo que se mueve, o vendiendo por cuatro duros todo lo que dice que más le importa; ni a tanto progre que da pelotazos, o se hace empresario explotador, o comercia con armas, o usa su ONG para lucrarse, o reacciona como un perfecto racista cuando se cruza con dos negros en la calle. La separación meramente simbólica permite, fomenta incluso, la promiscuidad de las conductas. Los individuos no ven incoherencia entre sus creencias y sus acciones, porque las creencias han dejado de ser tales y se han tornado meros revestimientos. Ser del Madrid o el Barça no compromete a nada especial en la vida económica, profesional o personal; ser del PP o el PSOE, tampoco. El enemigo real ya no es el del otro equipo, pues sin él no hay competición ni disculpa para sentirse parte de un grupo enfrentado a otro. Es el que se niega a adoptar los colores superficiales de un equipo el que se convierte en traidor y se gana todas las iras. El enemigo no es el del otro equipo o el otro partido, es el que critica el juego sin reparar en colores; el que pretende reintroducir contenido en un discurso político que es pura fantasmagoría, fingimiento, impostura, alimento de descarados y descerebrados.
Por eso aquel amigo mío se empeña en llamarme facha. Porque si critico su manera frívola de vivir los símbolos y la profunda inconsecuencia de sus comportamientos, tiene que ser porque estoy con el rival, con los del otro lado. Porque los simples sólo ven en blanco y negro, sin matices; están incapacitados para jugar al juego de las cuatro esquinas, pues sólo divisan dos y piensan que su asiento tiene que estar en la una o en la otra, nada más. O porque son muy listos y tienen interés en disimular, como mi amigo.
Para que este sistema político basado en la alternancia bipartidista funcione tenemos que pasar los ciudadanos por el aro de la simpleza, y por eso se esfuerzan tanto en hacernos tontos. Y si los partidos que tenemos son como son, es porque ya lo han logrado: somos un país de gilipollas; eso sí, unos gilipollas de lo más fashion.
Soy anónimo, "pero ya me conoces".
ResponderEliminarMi querido amigo, Luhmann no contó con algo que cada día me parece más próximo a suceder. Tu hablas, y muy en regla, de bipartidimo y alternancia, de democracia y partidos. Pero, a mi juicio, lo que se viene encima, después de la evitación completa de un debate acerca de la reforma electoral, fundamentalmente resuelto en el edulcurante guiño de las listas "cremallera", es un futoroi de partidos "cremallera".
Mientras Montesquieu decide si volver a resucitar, aprovecha el tirón Cánovas.
dice garciamado : "...ser del Madrid o del Barcelona no compromete a nada especial ... ser del PP o del PSOE tampoco". Con la diferencia que si eres de un equipo de fútbol o de otro el sueldo te lo van a pagar igual , pero si dejan de ser del PSOE ¿de qué comen?, ¿se imagina a su amigo trabajando de obreraco?
ResponderEliminarHagamos un poco de trampa.
ResponderEliminarEntonces, ¿qué distingue a este sistema de una dictadura algo menos ineficiente en la gestión de la corrupción? Aunque yo no sé definir una dictadura, "I know it when I see it" (como el Justice Stewart en el caso del porno). Y la España actual (o el Portugal actual, o la Suecia actual) no es como lo de Pinochet o Pol Pot.
Los argumentos con los que comienza su exposición conducen a la conversación que mantienen los nobles con el mayordomo en "Lo que queda del día": como no sabe nada de los asuntos de alta política económica que le comentan, es absurdo que su voz tenga valor (por cierto: qué escenaza del Hopkins).
Lo cierto es que sólo es posible gestionar ciertas cuestiones mediante CONFIANZA (nuevamente Luhmann). La confianza en la gestión de éste o aquél permite reducir complejidad en la gestión de los asuntos públicos. No logra eliminar la contingencia o posibilidad de defraudación, pero la posibilidad de elecciones periódicas permite reconducirla "contrafácticamente".
Nihil novum. Nunca los ciudadanos han podido saber todo lo que hará su partido político, pero todos reconocemos la democracia de partidos cuando la vemos, y la distinguimos de una "democracia orgánica", de una "democracia popular" o de una "democracia tutelada". Sabemos que nos fiamos de éste o de aquél en ciertas cuestiones. Algunos, optimistas, le gritan "no nos falles". Por eso (ya en un nivel paroxístico) los yanquis exigen eliminar la barrera de la privacy cuando se trata de conocer las cualidades personales del "leader".
Pero si nada ha cambiado... si esto es lo mismo de siempre bajo el sol... ¿por qué dice Garciamado "Y si los partidos que tenemos son como son, es porque YA LO HAN LOGRADO: somos un país de gilipollas"? Nunca fue de otro modo. Ni siquiera cuando estaba usted más implicado políticamente. Ni siquiera -¡valgame el olieC!-antes de ZP.
Ergo: si lo que le cabrea es algo nuevo, algo que los partidos "ya han logrado", no puede ser "lo de siempre", la estructura de las sogenannten democracias occidentales.
Sólo he hecho media trampa. Espero que me lo valore cuando a fin de curso le presente un collage de fotos de normas. Ya tengo a Norma Duval y a Norma Desmond.