Un día me escribieron un correo electrónico para contarme que habían secuestrado a tres hermanos de ella. Uno era ingeniero agrónomo y estaba en una hacienda ganadera, a donde lo habían llamado para tasar unas reses. Era domingo por la tarde y los otros dos lo acompañaron por dar un paseo y disfrutar del campo un rato. Llegaron hombres armados y se los llevaron a todos, a los dueños de la hacienda y a los tres visitantes.
A continuación mis amigos me tranquilizaban explicándome que seguramente era un error y pronto los liberarían o que, todo lo más, pedirían algún dinero de rescate. Pasó algo de tiempo y no tuve más noticias. Al cabo, viajé de nuevo a Medellín. El colega muy querido que me recibió en el aeropuerto de Río Negro, después de los saludos de rigor, me preguntó si ya estaba al corriente de la terrible noticia que acababa de saberse sobre los hermanos de nuestros comunes amigos. Noté un escalofrío y le confesé que no. Me contó el trágico desenlace.
Un par de días antes habían encontrado en un descampado, semienterrados, los cadáveres de los tres. Muertos a balazos. Al parecer, todo indicaba que los que habían entrado en la finca en la que estaban eran mafiosos vinculados a uno de los grupos en conflicto armado en estas tierras, el de origen más reciente, y que tenían alguna sucia cuenta pendiente con el dueño de la finca. Pero se los llevaron a todos y los mataron por igual, para no dejar rastros ni testigos, o para hacer más aterradora su venganza.
A los dos días comí con mi amiga, la hermana de los asesinados. Estaba sorprendentemente entera. La gente de estas tierras vive permanentemente preparada para plantarle cara a la tragedia, todos tienen parientes o amigos cercanos que han sido secuestrados o asesinados. Me dijo que toda la obsesión de su familia ahora era conseguir que se hiciera justicia.
Algunas semanas después, estando ya de vuelta en España, me envió un correo electrónico . Pedía a todos los destinatarios que lo difundiéramos lo más posible, como presión para intentar que se hiciera la luz sobre la matanza y sus culpables. Contaba en el texto que hasta el momento estaban resultando vanos los intentos para que la fiscalía y las fuerzas de seguridad le pusieran empeño al esclarecimiento del terrible delito y a la persecución de los asesinos. Reenvié ese mensaje a la gente que pude, y especialmente a los que tenían alguna relación con Colombia.
Regresé a Medellín a eso de los tres meses. Me reencontré con mi amiga y su marido, entrañables y afectuosos los dos. Les pregunté si habían dado algún fruto sus intentos de que las instituciones actuaran según su obligación. Me dijeron que habían tenido que abandonar toda iniciativa a ese propósito, pues sus otros hermanos habían recibido amenazas de muerte. El mensaje era que si seguían removiendo el crimen anterior, ellos serían los próximos en caer. La familia, reunida, decidió, con inmenso dolor y rabia, que no quería enterrar a más hermanos.
En esa ocasión, como en tantas de mis viajes a estas tierras, di varios cursos y conferencias sobre cosas tales como Estado de Derecho, Constitución, derechos humanos y cosas así. Con gran entusiasmo del público. Ya ven. Adorado país esquizofrénico.
Ayer, al salir por la noche de mis curso, una alumna del mismo se me acercó y me dijo "tiene al teléfono a sus amigos". Y me tendió su móvil. Eran ellos que, como siempre que vengo a esta ciudad, me buscaban para compartir un rato de charla y afecto. Cenaremos juntos mañana. Volveré a admirar su entereza y su cordialidad. Volveré a comparar su valor con la pusilanimidad de tantos zánganos meapilas y flojos de los que a diario me topo en esa España mía, esa España nuestra, ahíta, hastiada y pija. Y volveré, pese a todo, a querer ser un poco colombiano. Pese a todo.
A continuación mis amigos me tranquilizaban explicándome que seguramente era un error y pronto los liberarían o que, todo lo más, pedirían algún dinero de rescate. Pasó algo de tiempo y no tuve más noticias. Al cabo, viajé de nuevo a Medellín. El colega muy querido que me recibió en el aeropuerto de Río Negro, después de los saludos de rigor, me preguntó si ya estaba al corriente de la terrible noticia que acababa de saberse sobre los hermanos de nuestros comunes amigos. Noté un escalofrío y le confesé que no. Me contó el trágico desenlace.
Un par de días antes habían encontrado en un descampado, semienterrados, los cadáveres de los tres. Muertos a balazos. Al parecer, todo indicaba que los que habían entrado en la finca en la que estaban eran mafiosos vinculados a uno de los grupos en conflicto armado en estas tierras, el de origen más reciente, y que tenían alguna sucia cuenta pendiente con el dueño de la finca. Pero se los llevaron a todos y los mataron por igual, para no dejar rastros ni testigos, o para hacer más aterradora su venganza.
A los dos días comí con mi amiga, la hermana de los asesinados. Estaba sorprendentemente entera. La gente de estas tierras vive permanentemente preparada para plantarle cara a la tragedia, todos tienen parientes o amigos cercanos que han sido secuestrados o asesinados. Me dijo que toda la obsesión de su familia ahora era conseguir que se hiciera justicia.
Algunas semanas después, estando ya de vuelta en España, me envió un correo electrónico . Pedía a todos los destinatarios que lo difundiéramos lo más posible, como presión para intentar que se hiciera la luz sobre la matanza y sus culpables. Contaba en el texto que hasta el momento estaban resultando vanos los intentos para que la fiscalía y las fuerzas de seguridad le pusieran empeño al esclarecimiento del terrible delito y a la persecución de los asesinos. Reenvié ese mensaje a la gente que pude, y especialmente a los que tenían alguna relación con Colombia.
Regresé a Medellín a eso de los tres meses. Me reencontré con mi amiga y su marido, entrañables y afectuosos los dos. Les pregunté si habían dado algún fruto sus intentos de que las instituciones actuaran según su obligación. Me dijeron que habían tenido que abandonar toda iniciativa a ese propósito, pues sus otros hermanos habían recibido amenazas de muerte. El mensaje era que si seguían removiendo el crimen anterior, ellos serían los próximos en caer. La familia, reunida, decidió, con inmenso dolor y rabia, que no quería enterrar a más hermanos.
En esa ocasión, como en tantas de mis viajes a estas tierras, di varios cursos y conferencias sobre cosas tales como Estado de Derecho, Constitución, derechos humanos y cosas así. Con gran entusiasmo del público. Ya ven. Adorado país esquizofrénico.
Ayer, al salir por la noche de mis curso, una alumna del mismo se me acercó y me dijo "tiene al teléfono a sus amigos". Y me tendió su móvil. Eran ellos que, como siempre que vengo a esta ciudad, me buscaban para compartir un rato de charla y afecto. Cenaremos juntos mañana. Volveré a admirar su entereza y su cordialidad. Volveré a comparar su valor con la pusilanimidad de tantos zánganos meapilas y flojos de los que a diario me topo en esa España mía, esa España nuestra, ahíta, hastiada y pija. Y volveré, pese a todo, a querer ser un poco colombiano. Pese a todo.
Compartimos afecto por Colombia, veo. ¿Que quizás te fascine también a ti la prosa, al tiempo alucinada y sobria, de Fernando Vallejo?
ResponderEliminarConozco algo de lo que hablas; tengo familiares muy cercanos que han vivido algún tiempo allí. Y es inevitable, a pesar de las precauciones, muchas y elaboradas, que alguna vez te roce la violencia. También nosotros hemos estado un domingo en la finquita de un amigo bogotano, a poco más de media hora de Montserrate, tomando un arroz y viendo sus caballos, en toda calma y tranquilidad. Y es estremecedor escuchar a la siguiente visita, al preguntarle por los caballos, cómo te dice con una sonrisa, "no, ya mejor no voy". Y explorar detrás de esas palabras, y descubrir que [los innombrables] fueron a buscarlo una tarde a la finca, y sólo por venturosa e inexplicable casualidad no lo encontraron.
Para mí, de todas las tragedias americanas -y mira que no faltan-, la colombiana es la mayor. La hace transitable sólo, junto a su magnitud absurdamente inaprehensible, el hecho de no tener un responsable con nombre y apellidos. Si lo tuviera, en mi escala de repugnancias le asignaría entre 70 y 80 Castros, que es una buena unidad local para medirla.
Y sí, impresiona la entereza de los locales ante la muerte. Yo no tengo claro en qué parte es resignación fatal, y en qué parte sabia cercanía, filósofa y pagana, a su anonadante naturaleza. La segunda componente suscita respeto, mucho respeto. La primera, rabia, porque nadie -y mucho menos estas gentes sinceras, brillantes y cariñosas- se merecen ese desastre. ¿Dónde empezó? ¿Hubo algún momento pasado en el que se le pudo haber puesto coto?
Me alegra, amigo, que coincidamos en el afecto a Colombia, y en la perplejidad ante su historia reciente. y sí, claro que soy un admirador ferviente de la prosa de Fernando Vallejo, ese "paisa" que vive en México pero que ha sabido describir mejor que nadie la brutalidad que ocupa medio carácter de estas gentes, siendo el otro medio pura afabilidad. Su novela "El desbarrancadero" está entre mis favoritas, y es de lo más duro que se puede leer. Sobre esta violencia estoy leyendo un libro de ahora mismo, "¿Cuánto cuesta matar a un hombre? Relatos reales de las comunas de Medellín", de José Alejandro Castaño.
ResponderEliminarAlgunas cifras: en Medellín, esto es, sólo en tal ciudad, entre 1982 y 1993 murieron violentamente 65.000 personas, sí, sesenta y cinco mil. Pero ahora la gente está esperanzada, pues mejora la situación. Hace quince años cada mes morían así 529 personas. En 2005 la media de homicidios mensuales fue de 65, la quinta parte de los de 2002.
Sobre los orígenes próximos de la violencia colombiana, un párrafo: "Casi todos los barrios bajos de Medellín quedan arriba, en el estrato natural más alto, justo en las faldas de las montañas. Fueron construidos por familias campesinas expulsadas de sus casas. Las primeras llegaron tras la guerra que las pandillas partidistas desataron luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Eran días en que algunos sacerdotes azuzaban la barbarie desde los púlpitos y ofrecían perdón a quienes mataran liberales, sentenciados por ser enemigos de la Iglesia a fuerza de cuestionar la santidad de curas y monjas".
Sobre su unidad de medida, los castros, imprescindible otro libro reciente: "Jineteras", de Amir Valle, buen escritor cubano. Yo lo tengo en la edición de Planeta de aquí, supongo que habrá salido en España también.Apabullante. Para que veamos lo que es corrupción, explotación y miseria. Y otras maneras de morir, de muerte moral.
Saludos cordiales.