Para Rosa e Ignacio. Y Cady.
Lucas vive en Madrid, Cady en Villanueva del Árbol, en las afueras de León. No cuesta imaginarlo a él paseando por las calles más pomposas la capital y ligando a degüello. Cady se conforma con asomarse a su finca y mirar cómo cae la nieve, o contemplar los frutales en flor, o ver volar a los gorriones jóvenes en el estío.
Ella sabe poco de él, muy poco, apenas que están citados para un indeterminado día en que los hados y la naturaleza de confabulen para cambiarle la vida. Ansía y teme ese instante. De tanto aguardarlo le da susto. Es probable que Lucas ni siquiera repare en esa posibilidad incierta de que se encuentren un día, aunque se lo hayan dicho más de una vez con propósito de ilusionarlo. Cabe que sean muchas sus conquistas madrileñas y que a todas las despache con gesto profesional y un algo de insolencia.
El caso es que Cady se acomoda a su rutina sin mayor esfuerzo, resignada ya, quizá, al pasar de los años y a un envejecer tranquilo. Puede que no sea tan dramático el destino de vestir santos. Olvidados quedan los tiempos de abandono y callejeo, cuando detrás de cada esquina se podía esconder la perdición definitiva, o la salvación. Se libró de lo peor y cambió de aires, de su Cádiz natal a este frío mesetario que la tiene medio año temblorosa.
Dicen los que mejor la conocen que Cady posee un algo de aristócrata en su porte y, muy en especial, en esa suficiencia con que observa a a quienes no le son familiares. Pero todo su tronío, si en verdad lo hay, se le vuelve zozobra y descontrol cuando le hablan de Lucas. Ese Lucas al que nunca ha visto y que se representa en mil gestos y en toda variedad de actitudes, con ella siempre, cercano, poseedor, dominante, hipnótico. Es lo malo de las citas a ciegas, y más cuando son otros los que te las componen y luego te alertan, te tensan la espera, te advierten de que te prepares para cuando acontezca la dichosa circunstancia que nunca llega, puede que por causa de esa misma incertidumbre inducida. Las cosas podrían resultar mucho más naturales si la vida fuera de otra manera, si quedara algún resquicio para la espontaneidad, si el azar aún se presentara a la manera de encuentros no previstos y sucesos no calculados. Pero esto a qué soñarlo, en este mundo de cuadrícula en que la vida de Cady no es tan diferente de la de cualquiera de nosotros.
Ella sabe poco de él, muy poco, apenas que están citados para un indeterminado día en que los hados y la naturaleza de confabulen para cambiarle la vida. Ansía y teme ese instante. De tanto aguardarlo le da susto. Es probable que Lucas ni siquiera repare en esa posibilidad incierta de que se encuentren un día, aunque se lo hayan dicho más de una vez con propósito de ilusionarlo. Cabe que sean muchas sus conquistas madrileñas y que a todas las despache con gesto profesional y un algo de insolencia.
El caso es que Cady se acomoda a su rutina sin mayor esfuerzo, resignada ya, quizá, al pasar de los años y a un envejecer tranquilo. Puede que no sea tan dramático el destino de vestir santos. Olvidados quedan los tiempos de abandono y callejeo, cuando detrás de cada esquina se podía esconder la perdición definitiva, o la salvación. Se libró de lo peor y cambió de aires, de su Cádiz natal a este frío mesetario que la tiene medio año temblorosa.
Dicen los que mejor la conocen que Cady posee un algo de aristócrata en su porte y, muy en especial, en esa suficiencia con que observa a a quienes no le son familiares. Pero todo su tronío, si en verdad lo hay, se le vuelve zozobra y descontrol cuando le hablan de Lucas. Ese Lucas al que nunca ha visto y que se representa en mil gestos y en toda variedad de actitudes, con ella siempre, cercano, poseedor, dominante, hipnótico. Es lo malo de las citas a ciegas, y más cuando son otros los que te las componen y luego te alertan, te tensan la espera, te advierten de que te prepares para cuando acontezca la dichosa circunstancia que nunca llega, puede que por causa de esa misma incertidumbre inducida. Las cosas podrían resultar mucho más naturales si la vida fuera de otra manera, si quedara algún resquicio para la espontaneidad, si el azar aún se presentara a la manera de encuentros no previstos y sucesos no calculados. Pero esto a qué soñarlo, en este mundo de cuadrícula en que la vida de Cady no es tan diferente de la de cualquiera de nosotros.
En los días en que parece que el momento de Lucas se acerca, cuando se repasan los números telefónicos y la logística del caso comienza a disponerse, a Cady la asalta invariablemente la inquietud, se le descomponen las rutinas, se le alteran los ritos y los ritmos. Y cuanto más quiere controlarse más le crece el nerviosismo, menos le responde su cuerpo, más siente que va perdiendo otra vez a Lucas y lo que habría se seguirlo. Con el desánimo las fuerzas se le escapan, no le resta maña siquiera para saltar a su escaño de siempre, donde tiene su cojín, ni paz de espíritu para hacerse un ovillo y dormirse tranquila. Porque se le llenan los sueños de las acometidas de Lucas y de ufanos cachorrillos que maman y trastean.
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