Vivimos en medio del mareo que proporciona el dinero, lo observamos en casos sonados de corrupción municipal que dan mucho juego en las conversaciones porque algunas noticias recientes desafían las fronteras de la razón. Las gentes creen ingenuamente que tales desmanes se deben a una pérdida de valores tradicionales y al derrumbe de la moral pero todo esto, ay, no es nuevo y para confirmarlo ahí está la gran literatura que ha tratado estos asuntos de forma agotadora, cincelando personajes o describiendo los ambientes propicios. Me he releído últimamente algunos de los tomos que componen “La comedia humana” de Balzac, ese gran zócalo de la sociedad francesa de la primera mitad del siglo XIX, donde conviven la gloria, el honor, las hazañas generosas con la mezquindad, la mentira y el crimen. Modelos no faltaron a Balzac para inspirarse en aquella hora convulsa cuando los regímenes políticos se sucedían con cadencia metódica, dijérase que como accionados por un relojero de la historia maniáticamente preciso.
En Balzac está el ascenso gracias al delito o la especulación y está Grandet que amasa una ingente fortuna. Antes de la Revolución la codicia competía con el heroísmo, pero tras ella una codicia nueva compartía el terreno con un heroísmo asimismo renovado, de flamante cuño, puesto al día por nuevas leyes y por los cambios políticos. El mismo Balzac sabemos que fue persona obsesionada por el dinero, que intentó enriquecerse por medio de la industria editorial aunque fracasara una y otra vez. Su madre le había instruido en la cuna: “la fortuna, la gran fortuna, lo es todo”, le había dicho, resumiendo con estas palabras una especie de programa de vida que el hijo no pudo cumplir porque las únicas acciones que le dieron riqueza fueron las que adquirió en la sociedad anónima de las letras.
En “La comedia humana” hay dinero, mucho dinero que engrasa las válvulas de la sociedad del Imperio con lubricantes como la venta de bienes nacionales, los suministros de guerra o las colosales especulaciones. Se desarrolla una nueva clase de amos, el señor conde es sustituido por el señorito audaz y una élite acaudalada se hace con las palancas del tejemaneje. Es decir, donde hoy encontramos urbanismo ayer hubo desamortización y suministros. ¿Para qué hablar de la monarquía de Julio, tan atildada como corrupta? En París, los terrenos para construir se convirtieron en objetos de lascivia y los ferrocarriles, que iniciaban su andadura asmática, concentraron capitales avarientos.
En España las pasiones se desarrollaron con análoga intensidad y no faltarían notarios para dejar testimonio. Está por hacer la historia de nuestra corrupción y el siglo XIX no sería mala época para empezar a atar cabos sueltos. Nada menos que el conde de Toreno anduvo mezclado en un asunto turbio con motivo de un contrato de la casa Rotschild sobre azogues y el mismo Madoz, años más tarde, se haría rico con el trapicheo de inmuebles. Corrupta en grado de filigrana fue la reina María Cristina y el zascandil de su esposo morganático Fernando Muñoz. La reforma de la legislación de contratos que Bravo Murillo impulsaría en 1852 tuvo su causa en la afición de estas reales personas a beneficiarse de negocios bien “reales”. Y la destrucción de la casa donde Cristina y Muñoz vivían, preludio de la revolución de 1854, fue la respuesta de un pueblo que estaba hasta la coronilla de estos tunantes coronados. Véase por cierto el paralelismo de los contratos públicos de ayer con lo que hoy acontece con esos mismos o parecidos contratos.
Corolario: la Historia pasa, la corrupción y la pasión por el dinero fácil permanece. Pegadas al ser humano como la escama al pez.
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