Otra vez el hospital. No llego a tiempo a Gijón y la ambulancia ya se ha llevado a mi padre. Tres horas o más de espera, mientras lo examinan en urgencias. Me explican luego que su dolencia respiratoria se ha agravado, que han surgido complicaciones renales y... Al fin lo suben a la habitación. Le pongo la mano en el hombro y se agita, pues quiere hablar y apenas puede. Me pide por señas que me acerque y, con voz insegura, apenas audible, insiste en que quiere morir.
Me toma la mano. Es algo inusual y sé bien qué indica. Tiene miedo, ese miedo animal de los valientes. Se libera de usos y prejuicios, necesita el afecto en la piel. Los campesinos rehuyen el roce físico. Por eso a los que venimos de ese mundo nos cuesta un tiempo acostumbrarnos a toda la retahíla de besos y abrazos en la ciudad, a la cercanía constante de los cuerpos, al roce con cualquier pretexto.
En mi pueblo los varones nunca o casi nunca besaban a sus hijos. Nosotros a ellos tampoco. Eso era cosa de madres, de mujeres. A cambio, mi padre jamás me pegó, ni un pequeño tortazo siquiera. Él y mi madre sufrieron estrecheces para que yo estudiara, trabajaron de sol a sol siete días a la semana, siempre. Mi compromiso es la memoria.
Le aprieto la mano y le hablo para que se anime. Se calma un poco. Me dice fíjate, y yo que estaba mucho mejor que tu madre y ahora mira. Un cabronazo, vuelvo a pensar, eso no se pierde ni en las últimas. Y todo por fumar, me cuenta, maldita la hora. Fue por culpa de la guerra. Yo nunca había fumado y no me llamaba la atención. Pero en la guerra. Fue en Termes, Lérida. Estaba conmigo Luis el de Palacio, otro de Ruedes. Me decían fuma, total qué más da, vamos a morir todos aquí, en cualquier caso. Fumé y ahora fíjate, qué muerte me espera.
Se queda silencioso un buen rato. Respira con trabajo y ruido. Pugna por toser, pero no consigue arrancar esa argamasa cruel que atora su garganta. Cuando se recupera un poco, vuelve a la guerra. En Bárcena Mayor nos ordenaron tomar un monte. De setenta y cinco sólo volvimos vivos trece. Un sargento de Boal, que era un buen hombre, cayó a mi lado. Al sentir la bala gritó morí luchando por la causa de la libertad. Quedó muerto allí mismo. Pero vale más no pensar en aquello, concluye. Y calla, abrumado por la fatiga.
Al cabo me mira, me tiende su brazo tembloroso y me pide que dé cuerda a su reloj. Aunque total para qué, añade. Lo hago y vuelve a repetirme lo de tantas veces: este reloj tiene más años que tú, es un Omega y lo compré antes de que nacieras. Pasa un rato más tranquilo. Luego me repite que mañana tengo que afeitarlo yo, esta gente no sabe.
Me toma la mano. Es algo inusual y sé bien qué indica. Tiene miedo, ese miedo animal de los valientes. Se libera de usos y prejuicios, necesita el afecto en la piel. Los campesinos rehuyen el roce físico. Por eso a los que venimos de ese mundo nos cuesta un tiempo acostumbrarnos a toda la retahíla de besos y abrazos en la ciudad, a la cercanía constante de los cuerpos, al roce con cualquier pretexto.
En mi pueblo los varones nunca o casi nunca besaban a sus hijos. Nosotros a ellos tampoco. Eso era cosa de madres, de mujeres. A cambio, mi padre jamás me pegó, ni un pequeño tortazo siquiera. Él y mi madre sufrieron estrecheces para que yo estudiara, trabajaron de sol a sol siete días a la semana, siempre. Mi compromiso es la memoria.
Le aprieto la mano y le hablo para que se anime. Se calma un poco. Me dice fíjate, y yo que estaba mucho mejor que tu madre y ahora mira. Un cabronazo, vuelvo a pensar, eso no se pierde ni en las últimas. Y todo por fumar, me cuenta, maldita la hora. Fue por culpa de la guerra. Yo nunca había fumado y no me llamaba la atención. Pero en la guerra. Fue en Termes, Lérida. Estaba conmigo Luis el de Palacio, otro de Ruedes. Me decían fuma, total qué más da, vamos a morir todos aquí, en cualquier caso. Fumé y ahora fíjate, qué muerte me espera.
Se queda silencioso un buen rato. Respira con trabajo y ruido. Pugna por toser, pero no consigue arrancar esa argamasa cruel que atora su garganta. Cuando se recupera un poco, vuelve a la guerra. En Bárcena Mayor nos ordenaron tomar un monte. De setenta y cinco sólo volvimos vivos trece. Un sargento de Boal, que era un buen hombre, cayó a mi lado. Al sentir la bala gritó morí luchando por la causa de la libertad. Quedó muerto allí mismo. Pero vale más no pensar en aquello, concluye. Y calla, abrumado por la fatiga.
Al cabo me mira, me tiende su brazo tembloroso y me pide que dé cuerda a su reloj. Aunque total para qué, añade. Lo hago y vuelve a repetirme lo de tantas veces: este reloj tiene más años que tú, es un Omega y lo compré antes de que nacieras. Pasa un rato más tranquilo. Luego me repite que mañana tengo que afeitarlo yo, esta gente no sabe.
Hágale mucho caso a absurdis.
ResponderEliminarReciba uun saludo. Iluso del 78
Un fuerte abrazo, amigo.
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