Ayer, al atardecer, me acerqué a Ruedes. De camino vi gentes que preparaban la hoguera de San Juan. Lucía un sol en decadencia. Olían a heno los caminos. Entré al pequeño cementerio en el que está enterrado mi padre desde hace menos de una semana. Estaba solitario y no llegaba más sonido que el de los pájaros que cantaban por los alrededores.
Me quedé un buen rato de pie ante su nicho. Entendí bien a los que rezan. Y, con todo el respeto que me merecen las personas sinceramente religiosas, a mí, que no lo soy, o no de ese modo, entendí que la oración les sirve a muchos, en situaciones tales, para escurrir el bulto, para evadir el compromiso, como calmante para la sobrevenida ansiedad. No digo que hagan mal ni, menos, que nada perverso se contenga en su actuar. Afirmo sólo que lo tienen fácil, tal vez en demasía; que muchos, por conformarse sin más con la letanía, se ahorran escozores, pero también se pierden ocasiones propicias para encontrarse a sí mismos y comprenderse y aceptarse y hasta quererse en la propia condición de ser limitado, torpe, dubitativo, inestable, vulnerable; y todo sin necesidad de más metafísicas ni más zarandajas, porque sí. El efecto hipnótico de la oración trillada y repetida puede provocar un resultado benéfico a modo de placebo, amortigua la sensación de vacío y de absurdo, pone sordina a las preguntas más acuciantes, tranquiliza porque atonta. Lo pensé así, y me disculpo si hago injusticia, pues echaba de menos las oraciones igual que en muchas situaciones de tensión añoro un vaso colmado de vino, para entumecer el pensamiento.
Yo, que quería estar allí un rato, que necesitaba estar allí un rato, me interrogaba sobre qué debía pensar, qué debía hacer, qué debía decir y si debía expresarlo para mis adentros o intentando poner voz a mis sensaciones. Deseaba concentrarme en la contradictoria emoción del instante y me distraía el propio pensar sobre mis pensamientos. Y ahí comprendía, creo, cuánto le ahorra al creyente la oración estandarizada y maquinalmente repetida, cómo le remite a un imaginario mundo ordenado donde todo tiene un reconfortante sentido y una razón de ser incuestionable, y donde a él le toca representar el papel marcado, atenerse a la estipulación precisa de las ideas, los gestos y hasta las palabras. Convertir en objeto de convención nuestra conducta en las situaciones extraordinarias es, sin duda, un lenitivo ideal para las ansiedades, un perfecto analgésico para las angustias. El trance más complicado o más dramático se resuelve con una retahíla memorizada, la conciencia se extasía ante el fácil deber cumplido y la razón se despreocupa de las preguntas y torna, optimista y satisfecha, a las rutinas. También el alivio de las penas tiene sus protocolos, sus pasos, sus medidas y su cuenta.
Puede que nos hallemos en desventaja los que no nos conformamos con ritos ni secuencias aprendidas, como lo estarán igualmente los que de su fe quieran hacer bastante más que antídoto contra las desazones, que sin duda los habrá también. Mas cabe que, al tiempo, seamos los que con arrojo algo mayor nos asomamos al otro lado, un paso más adelante, dos, tres, aunque sea para concluir que no se ve nada y que no importa, pues la poesía es cosa de este mundo y la vida es arte que hasta a la muerte embellece. Y todo juego, juego magnífico.
De rato en rato, una imperceptible, tenue corriente de aire movía una esquina del celofán que envolvía uno de los ramos depositados ante la tumba. Muchas flores se mantenían todavía lozanas. Desde que regresamos a nuestra casa en León el lunes al anochecer, vemos una lagartijilla que se asoma por los muros de nuestra entrada. La mente de un hombre libre puede tejer historias sin mayor pretensión y al margen de cualquier trascendencia ceñuda, por el puro gusto de narrarse la vida y la muerte en sus colores más estimulantes, en sus maneras más atractivas. Hombre libre es el que forja su propia religión, para sí, para nada, porque sí. Y porque lo más profundo se roza siempre con lo inefable, y en cuanto se convierte en himno o ceremonia común, se daña sin remisión, es negación y nada más, pese a las apariencias, embota, adormece, esclaviza.
Me quedé un buen rato de pie ante su nicho. Entendí bien a los que rezan. Y, con todo el respeto que me merecen las personas sinceramente religiosas, a mí, que no lo soy, o no de ese modo, entendí que la oración les sirve a muchos, en situaciones tales, para escurrir el bulto, para evadir el compromiso, como calmante para la sobrevenida ansiedad. No digo que hagan mal ni, menos, que nada perverso se contenga en su actuar. Afirmo sólo que lo tienen fácil, tal vez en demasía; que muchos, por conformarse sin más con la letanía, se ahorran escozores, pero también se pierden ocasiones propicias para encontrarse a sí mismos y comprenderse y aceptarse y hasta quererse en la propia condición de ser limitado, torpe, dubitativo, inestable, vulnerable; y todo sin necesidad de más metafísicas ni más zarandajas, porque sí. El efecto hipnótico de la oración trillada y repetida puede provocar un resultado benéfico a modo de placebo, amortigua la sensación de vacío y de absurdo, pone sordina a las preguntas más acuciantes, tranquiliza porque atonta. Lo pensé así, y me disculpo si hago injusticia, pues echaba de menos las oraciones igual que en muchas situaciones de tensión añoro un vaso colmado de vino, para entumecer el pensamiento.
Yo, que quería estar allí un rato, que necesitaba estar allí un rato, me interrogaba sobre qué debía pensar, qué debía hacer, qué debía decir y si debía expresarlo para mis adentros o intentando poner voz a mis sensaciones. Deseaba concentrarme en la contradictoria emoción del instante y me distraía el propio pensar sobre mis pensamientos. Y ahí comprendía, creo, cuánto le ahorra al creyente la oración estandarizada y maquinalmente repetida, cómo le remite a un imaginario mundo ordenado donde todo tiene un reconfortante sentido y una razón de ser incuestionable, y donde a él le toca representar el papel marcado, atenerse a la estipulación precisa de las ideas, los gestos y hasta las palabras. Convertir en objeto de convención nuestra conducta en las situaciones extraordinarias es, sin duda, un lenitivo ideal para las ansiedades, un perfecto analgésico para las angustias. El trance más complicado o más dramático se resuelve con una retahíla memorizada, la conciencia se extasía ante el fácil deber cumplido y la razón se despreocupa de las preguntas y torna, optimista y satisfecha, a las rutinas. También el alivio de las penas tiene sus protocolos, sus pasos, sus medidas y su cuenta.
Puede que nos hallemos en desventaja los que no nos conformamos con ritos ni secuencias aprendidas, como lo estarán igualmente los que de su fe quieran hacer bastante más que antídoto contra las desazones, que sin duda los habrá también. Mas cabe que, al tiempo, seamos los que con arrojo algo mayor nos asomamos al otro lado, un paso más adelante, dos, tres, aunque sea para concluir que no se ve nada y que no importa, pues la poesía es cosa de este mundo y la vida es arte que hasta a la muerte embellece. Y todo juego, juego magnífico.
De rato en rato, una imperceptible, tenue corriente de aire movía una esquina del celofán que envolvía uno de los ramos depositados ante la tumba. Muchas flores se mantenían todavía lozanas. Desde que regresamos a nuestra casa en León el lunes al anochecer, vemos una lagartijilla que se asoma por los muros de nuestra entrada. La mente de un hombre libre puede tejer historias sin mayor pretensión y al margen de cualquier trascendencia ceñuda, por el puro gusto de narrarse la vida y la muerte en sus colores más estimulantes, en sus maneras más atractivas. Hombre libre es el que forja su propia religión, para sí, para nada, porque sí. Y porque lo más profundo se roza siempre con lo inefable, y en cuanto se convierte en himno o ceremonia común, se daña sin remisión, es negación y nada más, pese a las apariencias, embota, adormece, esclaviza.
Mi padre anda y andará siempre en mis historias, en las que yo me cuento, en las que alegremente compongo para mis adentros a base de signos que libremente junto y caso, para que tengamos los dos, él y yo, en todo momento algo productivo y divertido que hacer, como a él le gustaba, como él me enseñó. Es una manera de vivir, incluso con los muertos, con los muertos que amamos.
No todos los creyentes rezamos rosarios, eso los católicos que lo hagan, ni leemos versos sin parar del Corán como algunos musulmanes.
ResponderEliminarLos protestantes leemos la Biblia y tratamos de ver que nos dice el Señor con esa palabra y vemos que sólo El es todopoderoso porque si yo tuviese que hacer "buenas obras" para salvarme lo tenía claro.
Tampoco es incompatible la oración con la reflexión. Ese rosario que suena tan mecánico puede ser como el ruido de un río que nos permite aislarnos del mundo para pensar.
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