Parece que seguimos dándole vueltas a la naturaleza, cual noria. Cuando a una institución social o jurídica le ponemos como apellido lo de natural se me erizan los pelillos. En cualquier sociedad que haya rebasado mínimamente el primitivismo las instituciones son artificiales, artificios sociales con los que desde el azar y el poder el grupo reacciona ante el medio y se adapta a él para asegurar su propia perpetuación. Lo único natural se halla en lo fisiológico y lo puramente instintivo. Es natural tiritar de frío, respirar, comer, aparearse y cosas así. Pero esto sólo se hace naturalmente cuando el humano se encuentra en ese nivel que se conoce como estado de naturaleza, si se me permite una expresión tan contaminada de doctrina, cuando el individuo carece de socialización y predomina por completo en él la dimensión puramente animal, primaria, solitaria. Porque, por ejemplo, siendo natural comer, todas y cada una de las prácticas alimenticias que podemos toparnos en cualquier sociedad suponen ya prácticas institucionalizadas, pues es en cada sociedad donde se determina qué se come, cuándo se come y de qué manera se come. Y lo del apareamiento no digamos. Institucionalización de las prácticas quiere decir sustitución de las maneras naturales por otras sometidas a reglas artificiales, reemplazo del impulso meramente instintivo o fisiológico por modos de hacer reglamentados. Es el precio que pagamos por la cooperación social. Los luhmannianos y otros de la simpática calaña sistémica llaman a eso reducción de complejidad, pero no nos metamos en honduras.
Si hemos de colaborar para beneficio mutuo (aunque sea siempre un beneficio desigual), tendremos que atenernos a reglas comunes. Y para que nos ejercitemos en el acatamiento de las reglas más vitales para el grupo se nos fuerza primero a la obediencia de lo accesorio. Al niño no se le explica antes lo que es una constitución o lo que importa una tradición o cómo se configura el tipo penal de robo con fuerza en las cosas; se le dice que debe hacer caso a lo que le digan el papá o la mamá (bueno, tal vez eso era antes), que no se le arrebata por las malas el juguete al hermanito o que no se grita en misa (puede que también esto esté anticuado, no voy a misa; de todos modos, si sigue en vigor esa norma para los pequeñajos, ¿por qué sí los dejan vocear en los restaurantes?). Todas las reglas implican socialización, pues socializarse no es otra cosa que plegarse a las reglas comunes, a las reglas sociales. Y todas las reglas sociales son artificio, invento, creación; y bien está, ya que no puede ser de otro modo. ¿Alguien es capaz de mencionar una regla que, de tan natural, no tenga o haya tenido excepción en algún pueblo y en algún tiempo? Los iusnaturalistas, aquéllos que creen que las normas de su pueblo y de su tiempo son universales y eternas y que el centro geométrico del cosmos está en su ombligo, aducirán de inmediato que natural y omnipresente es el impulso protector de la propia descendencia, por ejemplo. Y tendrán que habérselas con que a Moisés lo rescataron de las aguas mientras las surcaba en canasta o que Abraham se mostraba dispuesto a cargarse por la brava a su vástago, y con mil contraejemplos de pueblos que mataban a las niñas o a los pelirrojos o a los que no daban cierta talla. Y así hasta donde queramos. Con lo que hasta los pueblos elegidos acaban siendo pueblos depravados, a tenor de tal punto de vista.
¿Y el matrimonio? Civilizaciones han existido con poligamia, poliandria, amor libre y homosexualidad exquisita. ¿Degenerados todos? Y no digamos la visión de la mujer. De hace cincuenta años para acá es de derecho natural, por lo que se ve, que la mujer tenga los mismos derechos que el varón, exceptuado el sacerdocio y un par de detalles menores. Pero hace cien años y pico bramaban los papas contra las que se ponían pantalones, pretendían trabajar fuera de casa o querían votar. Unas machorras contra natura, engendros, así se pensaba. Para qué seguir con las muestras, lo evidente y bien sabido no necesita mucha letra.
Enseñaba Oakeshott décadas ha, un muy conservador y muy inteligente filósofo político, que las actitudes políticas básicas se explican por una diferencia de temperamento. Los conservadores son aquellos que se complacen en que nada cambie, que se sienten cómodos con los moldes heredados, que se guarecen en la tradición, se extasian con los ritos ancestrales y se recrean en las repeticiones. Buscan la seguridad de lo conocido, la certeza de lo consabido, rehuyen la sorpresa, se inquietan ante las innovaciones. Y los progresistas, los que disfrutan de la aventura, de la creación, los que se gustan abriendo caminos nuevos y aventurándose en lo incierto. Me parece que tiene mucha razón y que su esquema ilustra mejor que la superficial contraposición por razón de partidos y siglas. Eso nos ayuda a entender que haya tantos conservadores en los partidos que se dicen de izquierda y algún que otro progresista en los de la llamada derecha. Los conservadores por temperamento se oponen sistemáticamente a los cambios, prefieren la estabilidad de las tradiciones a la peligrosa capacidad innovadora del derecho positivo, siempre al albur de las coyunturas y, si se está en democracia, de las mayorías. Son los grandes perdedores de la modernidad; de momento, pues retornan fuertes, ahora con galas de posmodernos y nuevas vestimentas nacionales para su afán de masa.
Si hemos de colaborar para beneficio mutuo (aunque sea siempre un beneficio desigual), tendremos que atenernos a reglas comunes. Y para que nos ejercitemos en el acatamiento de las reglas más vitales para el grupo se nos fuerza primero a la obediencia de lo accesorio. Al niño no se le explica antes lo que es una constitución o lo que importa una tradición o cómo se configura el tipo penal de robo con fuerza en las cosas; se le dice que debe hacer caso a lo que le digan el papá o la mamá (bueno, tal vez eso era antes), que no se le arrebata por las malas el juguete al hermanito o que no se grita en misa (puede que también esto esté anticuado, no voy a misa; de todos modos, si sigue en vigor esa norma para los pequeñajos, ¿por qué sí los dejan vocear en los restaurantes?). Todas las reglas implican socialización, pues socializarse no es otra cosa que plegarse a las reglas comunes, a las reglas sociales. Y todas las reglas sociales son artificio, invento, creación; y bien está, ya que no puede ser de otro modo. ¿Alguien es capaz de mencionar una regla que, de tan natural, no tenga o haya tenido excepción en algún pueblo y en algún tiempo? Los iusnaturalistas, aquéllos que creen que las normas de su pueblo y de su tiempo son universales y eternas y que el centro geométrico del cosmos está en su ombligo, aducirán de inmediato que natural y omnipresente es el impulso protector de la propia descendencia, por ejemplo. Y tendrán que habérselas con que a Moisés lo rescataron de las aguas mientras las surcaba en canasta o que Abraham se mostraba dispuesto a cargarse por la brava a su vástago, y con mil contraejemplos de pueblos que mataban a las niñas o a los pelirrojos o a los que no daban cierta talla. Y así hasta donde queramos. Con lo que hasta los pueblos elegidos acaban siendo pueblos depravados, a tenor de tal punto de vista.
¿Y el matrimonio? Civilizaciones han existido con poligamia, poliandria, amor libre y homosexualidad exquisita. ¿Degenerados todos? Y no digamos la visión de la mujer. De hace cincuenta años para acá es de derecho natural, por lo que se ve, que la mujer tenga los mismos derechos que el varón, exceptuado el sacerdocio y un par de detalles menores. Pero hace cien años y pico bramaban los papas contra las que se ponían pantalones, pretendían trabajar fuera de casa o querían votar. Unas machorras contra natura, engendros, así se pensaba. Para qué seguir con las muestras, lo evidente y bien sabido no necesita mucha letra.
Enseñaba Oakeshott décadas ha, un muy conservador y muy inteligente filósofo político, que las actitudes políticas básicas se explican por una diferencia de temperamento. Los conservadores son aquellos que se complacen en que nada cambie, que se sienten cómodos con los moldes heredados, que se guarecen en la tradición, se extasian con los ritos ancestrales y se recrean en las repeticiones. Buscan la seguridad de lo conocido, la certeza de lo consabido, rehuyen la sorpresa, se inquietan ante las innovaciones. Y los progresistas, los que disfrutan de la aventura, de la creación, los que se gustan abriendo caminos nuevos y aventurándose en lo incierto. Me parece que tiene mucha razón y que su esquema ilustra mejor que la superficial contraposición por razón de partidos y siglas. Eso nos ayuda a entender que haya tantos conservadores en los partidos que se dicen de izquierda y algún que otro progresista en los de la llamada derecha. Los conservadores por temperamento se oponen sistemáticamente a los cambios, prefieren la estabilidad de las tradiciones a la peligrosa capacidad innovadora del derecho positivo, siempre al albur de las coyunturas y, si se está en democracia, de las mayorías. Son los grandes perdedores de la modernidad; de momento, pues retornan fuertes, ahora con galas de posmodernos y nuevas vestimentas nacionales para su afán de masa.
La era moderna supuso el triunfo, pensábase que definitivo, de la libre configuración de las sociedades, del espíritu cuestionador y reformista. La mentalidad moderna es inquisitiva, discutidora, exige fundamentos y razones donde los otros sólo invocan el siempre ha sido así y no puede ser de otro modo. Ese es el progreso de los progresistas, el remover evidencias con pies de barro, el cuestionar naturalezas fingidas, el exigir convicciones razonadas donde sólo se aducen tradiciones incuestionables. Unido, cómo no, a la suprema creencia de que la autonomía de cada individuo vale mil veces más que todas las autodeterminaciones comunitarias.
Lo anterior nos aboca al dilema último de los unos y los otros, conservadores y progresistas temperamentales. Los primeros no son capaces de asumir el cambio; los segundos no asimilan la permanencia. Los conservadores sólo pueden ser felices a base de estancamiento, de parar la historia, de ponerle trabas a la evolución. Por eso resultan sus ideas tan disfuncionales cada vez que tesituras nuevas exigen romper esquemas y cambiar hábitos. Su peligro es el totalitarismo: todos a una, y esa una la de siempre. Los progresistas son rehenes de su propio vértigo y añoran el imposible de una sociedad sin normas, sin pauta común. De ahí que tuerzan el gesto siempre ante el Estado y el Derecho, que, por definición, frenan la historia y aspiran a durar, por mucho que cambien en la superficie mientras su esencia perdura. Su peligro es la anarquía.
El Estado y el Derecho modernos representan el equilibrio más perfecto y, al tiempo, inestable, entre esas dos contrapuestas exigencias, permanencia y cambio. Son el recipiente que se quiere constante para que, en su seno, todo pueda mutar, pero paso a paso y jamás todo de golpe. Están abiertos a la evolución, pero dentro de un orden. A los unos, claro, les gusta más su cara de orden; a los otros, su seno mutable. Y cada cual tira de su lado, los conservadores del lado del orden, con la esperanza del retornar a un orden sin Estado, pura dictadura de las convenciones sociales más añejas; los progresistas, del lado del cambio, guiados por la ensoñación de un Estado sin orden, sin compulsión, sin fuerza. Unido todo ello a que los conservadores opinan que nuestra naturaleza es horrenda y más vale que nos aten corto, mientras que los progresistas creen que somos por naturaleza bondadosos y basta sólo que nos dejen en paz y a nuestro aire. Y, si hablamos de Derecho, los conservadores quieren normas jurídicas sin vuelta de hoja y duraderas, mientras que los otros anhelan un Derecho a la carta, con tantas opciones como personas. Dos quimeras.
Cada sociedad ve naturales sus modos y de derecho natural sus instituciones, evidente lo artificioso y libre opción lo imperativo. Socializados como estamos con determinados esquemas, tendemos a hacer una muy peculiar síntesis dialéctica entre el forzamiento, que nos parece libre opción, y la libertad, que se niega cuando nos sometemos por incapacidad para imaginar alternativas. Vestimos como se nos dicta y pensamos que con ello exhibimos una personalidad propia; tarareamos los ritmos colectivamente impuestos en la confianza de que de esa guisa expresamos nuestro verdadero ser; nos reproducimos según los manuales al uso -ay, cuanto daño nos están haciendo los manuales, esos catecismos de nuevo cuño- y criamos a nuestra prole todos igual, en bien del libre desarrollo de la personalidad. Es así y así tiene que ser mientras haya sociedad, pero, al menos, no nos engañemos.
Mas que así tenga que ser no quita para que podamos opinar, dentro de inevitables márgenes, sobre cuánto hay de ontológicamente impepinable y cuánto de relativo y perecedero en esas instituciones en que nos resguardamos para no padecer las penas del excéntrico o el loco. Y esto vale para lo del matrimonio, que andamos discutiendo. No hay una forma natural y necesaria de familia, ni de pareja ni de matrimonio ni de nada que sea social. Los conservadores aquellos temen que el cuestionamiento de las instituciones consideradas -por imperativo social también- primeras repercuta en crisis de la obediencia y que todo acabe en desenfreno sin límite. Por eso revisten instituciones como la matrimonial con los ropajes de lo ineluctable y cargan de ontología presunta lo que no es más que provisionalidad abocada a caducar. Y los progresistas se piensan que hacen la revolución cuando se acogen a los nuevos modelos que la sociedad con sus normas innovadoras les permite, como el matrimonio homosexual. Pero siguen cumpliendo normas; y más, buscándolas para homologarse en ortodoxias alternativas, no se pierda de vista la contradicción.
No hay tu tía.
Lo anterior nos aboca al dilema último de los unos y los otros, conservadores y progresistas temperamentales. Los primeros no son capaces de asumir el cambio; los segundos no asimilan la permanencia. Los conservadores sólo pueden ser felices a base de estancamiento, de parar la historia, de ponerle trabas a la evolución. Por eso resultan sus ideas tan disfuncionales cada vez que tesituras nuevas exigen romper esquemas y cambiar hábitos. Su peligro es el totalitarismo: todos a una, y esa una la de siempre. Los progresistas son rehenes de su propio vértigo y añoran el imposible de una sociedad sin normas, sin pauta común. De ahí que tuerzan el gesto siempre ante el Estado y el Derecho, que, por definición, frenan la historia y aspiran a durar, por mucho que cambien en la superficie mientras su esencia perdura. Su peligro es la anarquía.
El Estado y el Derecho modernos representan el equilibrio más perfecto y, al tiempo, inestable, entre esas dos contrapuestas exigencias, permanencia y cambio. Son el recipiente que se quiere constante para que, en su seno, todo pueda mutar, pero paso a paso y jamás todo de golpe. Están abiertos a la evolución, pero dentro de un orden. A los unos, claro, les gusta más su cara de orden; a los otros, su seno mutable. Y cada cual tira de su lado, los conservadores del lado del orden, con la esperanza del retornar a un orden sin Estado, pura dictadura de las convenciones sociales más añejas; los progresistas, del lado del cambio, guiados por la ensoñación de un Estado sin orden, sin compulsión, sin fuerza. Unido todo ello a que los conservadores opinan que nuestra naturaleza es horrenda y más vale que nos aten corto, mientras que los progresistas creen que somos por naturaleza bondadosos y basta sólo que nos dejen en paz y a nuestro aire. Y, si hablamos de Derecho, los conservadores quieren normas jurídicas sin vuelta de hoja y duraderas, mientras que los otros anhelan un Derecho a la carta, con tantas opciones como personas. Dos quimeras.
Cada sociedad ve naturales sus modos y de derecho natural sus instituciones, evidente lo artificioso y libre opción lo imperativo. Socializados como estamos con determinados esquemas, tendemos a hacer una muy peculiar síntesis dialéctica entre el forzamiento, que nos parece libre opción, y la libertad, que se niega cuando nos sometemos por incapacidad para imaginar alternativas. Vestimos como se nos dicta y pensamos que con ello exhibimos una personalidad propia; tarareamos los ritmos colectivamente impuestos en la confianza de que de esa guisa expresamos nuestro verdadero ser; nos reproducimos según los manuales al uso -ay, cuanto daño nos están haciendo los manuales, esos catecismos de nuevo cuño- y criamos a nuestra prole todos igual, en bien del libre desarrollo de la personalidad. Es así y así tiene que ser mientras haya sociedad, pero, al menos, no nos engañemos.
Mas que así tenga que ser no quita para que podamos opinar, dentro de inevitables márgenes, sobre cuánto hay de ontológicamente impepinable y cuánto de relativo y perecedero en esas instituciones en que nos resguardamos para no padecer las penas del excéntrico o el loco. Y esto vale para lo del matrimonio, que andamos discutiendo. No hay una forma natural y necesaria de familia, ni de pareja ni de matrimonio ni de nada que sea social. Los conservadores aquellos temen que el cuestionamiento de las instituciones consideradas -por imperativo social también- primeras repercuta en crisis de la obediencia y que todo acabe en desenfreno sin límite. Por eso revisten instituciones como la matrimonial con los ropajes de lo ineluctable y cargan de ontología presunta lo que no es más que provisionalidad abocada a caducar. Y los progresistas se piensan que hacen la revolución cuando se acogen a los nuevos modelos que la sociedad con sus normas innovadoras les permite, como el matrimonio homosexual. Pero siguen cumpliendo normas; y más, buscándolas para homologarse en ortodoxias alternativas, no se pierda de vista la contradicción.
No hay tu tía.
En un cuento-obra teatral de Brecht, "El círculo de tiza de Augsburgo" (o "caucasiano"), una madre, huyendo de una razzia, abandona a su bebé, y una criada lo acoge, exponiéndose a toda clase de peligros. Al fingir la criada (soltera) que el bebé es su hijo, es repudiada por su familia, pasa graves penurias, etc. Finalmente, la madre puede volver y reclama al hijo. Para decidir la maternidad, un juez salomónico pide a ambas madres que tiren de los brazos del bebé, y que el que se lo arrebate a la otra se lo quedará. Lógicamente, el juez se lo da a la madre que suelta al bebé para no dañarlo.
ResponderEliminarComentando este cuento dice un colega de Garciamado: "La artificialidad, lo realmente humano, se sobrepone a la naturalidad".
Su visión de lo que es un conservador -que es con diferencia la que cuenta con más creyentes- siempre me ha extrañado.
ResponderEliminarSiempre he creído que el conservador es aquel que por su conocimiento de la realidad humana se puede distanciar de lo inmediato -lo inmediato, por ejemplo, sería el aprovechamiento agrícola de un fundo-.
¿Por qué se puede distanciar? Porque su conocimiento de la realidad humana le permite, por ejemplo, arrendar el fundo i enriquecerse.
Sin embargo, el progresista es el que cultiva el fundo; o sea, el que se relaciona con lo inmediato.
Pues bien, los progresistas exigen esa inmediatez con las cosas -la inmediatez conlleva una fortaleza del vínculo increíble- a la hora de respetar un vínculo y, claro, la mayoría de los vínculos que mantiene el conservador ni de lejos participan de tal solidez.
Por todo ello, siempre he creído que los totalitarismos son progresistas.
¡Déjeme que me explique!
Solamente un colectivo que cree que los vínculos respetables deben ser inmensamente fuertes puede sacrificar la integridad de Alemania. Porque el sacrificio de alemania suponía despreciar infinidad de vínculos, por ejemplo, el que une a una familia con su vivienda. Sacrificio que pudo hacerse sin muchos problemas porque el pensamiento nazi no les daban mucha importancia. Y no les daban mucha importancia porque los vínculos que ellos tenían como baremos eran mucho más fuertes.
Pero... ¿Qué vinculos eran esos?
Aunque lleve a la carcajada, creo que el grado de realidad que exigían los nazis a la hora de respetar un vínculo era el que observaban en las relaciones que el INTERVENCIONISMO estaba estableciendo en aquellos momentos.
Ver como "inmediato" el aprovechamiento agrícola de un fundo es bastante curioso.
ResponderEliminarYo creía, inocente de mí, que lo inmediato fuese la caza; lo mediato, la agricultura.
Intervencionismo y otros istmos.
ResponderEliminarA.
- Si dos adultos se intercambian fotografías pornográficas de niños, el Estado interviene.
- Si un hostelero se niega a servir a negros y judíos en su local, el Estado interviene.
- Si el administrador de una empresa hace negocio comprando o vendiendo acciones con conocimientos sobre las posibles reacciones bursátiles de futuras operaciones que realizará su empresa (insider trading), el Estado interviene.
- Si un adulto libre mantiene relaciones sexuales con un niño de doce años, el Estado interviene.
B.
- Si un adulto libre se lucra de la prostitución de otro adulto libre el Estado interviene.
- Si un adulto libre vende cocaína a otro adulto libre, el Estado interviene.
- Si un adulto libre pide a otro adulto libre que le evite una terrible muerte por asfixia dándole un chutecito antes de tiempo, el Estado interviene (y además mintiendo como una perra, diciendo que no tiene Derecho a pedir del Estado que le ayude a morir, cuando lo que pedía era que no le tocaran más los cojones ni a ella ni a su marido: aquí está la mentirosísima sentencia del TEDH http://www.bioeticaweb.com/index2.php?option=com_content&do_pdf=1&id=241).
C. Sinceramente, no sé cuán complejo le parece el proceso para arrendar una finca rústica. Le aseguro que en el ámbito en el que me muevo, tanto sedicentes conservadores como sedicentes progresistas lo conocen. Y no lo consideran un "especial conocimiento de la realidad humana", o no más que saber cómo se sube a un autobús. No sé entre quiénes acostumbra a moverse, pero revise los conocimientos que imputa a su círculo de conocidos.
D. El uso lingüístico más extendido con el que se autodefinen quienes están a favor de todas esas intervenciones estatales es "conservador". Correlativamente, quienes suelen oponerse a la intervención estatal en los dos últimos casos suelen autodenominarse "progresistas".
Es posible que masivamente conservadores y progresistas estén equivocados al autodenominarse, que masivamente y en tantísimos idiomas (al menos, en lo relativo al término "conservador") se repita un Sprachgebrauch erróneo. Pero como regla de prudencia no está mal recordar a un tipo tan poco prolijo como Saussure, que venía a decir respecto del lenguaje, y disculpen la paráfrasis, que si todos vienen de frente, el conductor suicida eres tú.
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"El comunismo es como un istmo" (Marcos Mundstock) (el calvo de Les Luthiers).
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Sin venir a cuento, otra de Marcos Mundstock que me entusiasma. Léase con su voz profunda, su parsimonia y su fingida pedantería:
"No pude leer El Ser y el Tiempo. No pudo ser, no tuve tiempo".
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Estimado antetodoalgo,
ResponderEliminarsi el progresista es el que se opone a la intervención estatal, le confieso mi absoluta incapacidad para aprehender la realidad.
Por cierto, no creo haber dicho nada hacerca de la complejidad de un arrendamiento. Aunque si leyera los interesantísimos debates sobre la naturaleza jurídica del mismo, no creo que lo viese fútil. Me tomo la libertad de recomendarle a Vallet de Goytisolo.
¿Hayeck era conservador?
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ResponderEliminarVeo que cada vez que lea algo de lo que escribo, deberé disculparme. Perdonen el acerca con bubón.
ResponderEliminarPues ahí lo tiene, amigo: lo de "no al intervencionismo porque coarta la libertad" resulta un slogan ramplón de ciertos partidos políticos (correlato de otros slogans ramplones de los rivales). En realidad es lo que se llama en argumentación un "criptoargumento": una mera cobertura del argumento real (que aquí es: "no al intervencionismo EN LAS EMPRESAS porque sin él los sociatas jamás controlarán los CEOs, que si no les tocan son mayoritariamente próximos a nuestras ideas". Tampoco creo que sea tan sorprendente. No compre un solo argumento sin mirarle bien la dentadura.
ResponderEliminar- Los autodenominados conservadores rechazan CIERTAS intervenciones estatales y defienden otras.
- Los autodenominados progresistas rechazan CIERTAS intervenciones estatales y defienden otras.
Así mirado, sin la lente propagandística, resulta la explicación más sencilla. Si nos liamos a navajazos de Ockham, resulta ser la cierta.
O sea, que los sociatas quieren controlar la CEOs...
ResponderEliminarHay multitud de conservadurismos pero los que han elaborado un discurso racional -por ejemplo, Hayek- no son intervencionistas.
Sin embargo, no hay ningún progresismo que no sea intervencionista.
Y el intervencionismo es consecuencia de la "fatal arrogancia". La sociedad tiene infinidad de universos apreciativos que permite el juego del "ius comunicationis" de los juristas de Salamanca. Sin él, y el intervencionismo acaba con él, la pobreza está servida.
Quieren dominar los CEOs los sociatas, los PPePPeros, los no alineados, los listos, los tontos, los no sociatas, los no PPePPeros, los propios CEOs, los ácratas, los libertarios, los libertarians, los liberales, los liberals, los polis, los cacos...
ResponderEliminarLa pregunta es: ¿qué grupo político NO quiere hacer valer su poder en las grandes empresas?
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Cuando uno está tan ricamente amodorrado, soñando con sociedades en equilibrio perfecto que no hay que menear, va una tuneladora y le despierta de la siesta dogmática de la razón.
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Para otro día propongo un tema: "La sociedad sin intervención estatal y otras cosas que te puedes encontrar en una biblioteca".
Lamento el anglicismo "CEO". Como dice la Wiki: "desambigüemos":
ResponderEliminarhttp://en.wikipedia.org/wiki/Chief_Executive_Officer
Y una ilustrativa lista:
http://en.wikipedia.org/wiki/List_of_chief_executive_officers
Un saludo.
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