27 septiembre, 2006

Otra vez Barajas

Otra vez Barajas, otra vez la T-4. A mi alrededor, mientras espero que llegue la hora del último avión, hablan a voces ejecutivos de veras o ejecutivos de pega, vaya usted a saber, todos móvil en ristre. Uno: yo pagué por esa parcela y ahora no puedo quedarme esperando. Otro: si las remesas no me llegan a tiempo yo no puedo enfrentarme con esa gente. Otro: no, no, los de primera son los de Mérida y Monfragüe, los otros... Gesticulan y los hay que ponen cara de auténtica fiereza. La frase top, la más oída, esta: "os he dicho cuarenta veces que...". Hija, qué carácter.
Como tantas veces, ya ni sé cuántas horas hace que salí de mi hotel. Cuarenta y cinco minutos de Medellín a Río Negro, aeropuerto José María Córdova. Poco más de media hora de vuelo a Bogotá. Cambio del puente aéreo al aeropuerto El Dorado. La buena noticia, en el mostrador de embarque, de que otra vez me meten en primera. Bendita Iberia Plus plata, no tengo tarjeta que más me rinda. Alguna hora más de espera y paso un rato en la librería del aeropuerto. Acabo comprando un libro de John Searle, hay que ver, además de la inevitable novela, esta vez de Rubem Fonseca. Me decepciona hondamente su Diario de un libertino. Semejante chorrada la escribe cualquiera, francamente.
Paso cómodamente las diez horas que cuesta el salto del charco. Me sigo preguntando a qué edad se jubilarán las azafatas de Iberia, son casi todas abuelitas menesterosas. Esta vez no veo ningún cura en primera. Es raro.
Siempre ando en el intento de comprobar si se reconoce al que va allí porque pagó el sillón y al que, como yo tantas veces, acaba en tal clase por la acción combinada del overbooking y la tarjeta de la suerte. Una buena pista se saca al ver si el pasajero de turno sabe o no manejarse con toda la parafernalia de pantalla personal, selección de película, auriculares buenos, etc. El que no acierta es novato y seguramente favorecido por primera vez por la fortuna. Aunque hay afortunados veteranos, como un servidor. También se me ha ocurrido que el que va por rico y no por potra no se abalanza con tan exagerado entusiasmo y semejante sonrisa sobre la copa de cava que nos ofrecen al inicio del vuelo; incluso es probable que muchos de los ricos tomen zumo y se queden tan panchos. Y observé otro posible indicio. A los que viajan en esa clase les regalan siempre un neceser muy mono con cosas de aseo personal. Yo siempre lo guardo con mimo y al llegar a casa lo enseño como si fuera un trofeo, tan paleto me conservo, Gott sei Dank. Por eso me quedé un instante perplejo esta mañana, tras el aterrizaje, cuando vi que algunos pasajeros privilegiados dejaban ese regalo abandonado en su asiento. Esos son los ricos de verdad, pensé. Lo que les fastidiará que unos cuantos pringaos viajemos a su lado y, para colmo, guardemos el neceser en la mochila con esta carea de ir a regalárselo próximamente a algún pariente. Criaturas.

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