07 octubre, 2006

Echándole cuento. La parada. Por José Calvo González

“Cada tarde después de la escuela había una pelea entre dos de los chicos mayores. Siempre era en la verja de atrás, dónde nunca había ningún profesor. Las peleas nunca eran igualadas, siempre era un chico más grande contra otro más pequeño, y el grande siempre le daba al pequeño una paliza de miedo con sus puños, acorralándolo contra la verja. El más pequeño a veces trataba de defenderse y contraatacar, pero era inútil. En seguida la cara se le llenaba de sangre, sangre que le caía hasta la camisa. El chico pequeño recibía los golpes en silencio, sin quejarse más, sin pedir nunca clemencia. Finalmente, el más grande decidía darlo por terminado, se daba la vuelta y todos los demás se iban de camino a casa en compañía del vencedor.”
Charles Bukowski, Ham on rye, 1982 (La senda del perdedor, trad. de J. Berlanga y E. Giménez-Caballero Alba, Anagrama, Barcelona, 1995)

"La infancia, dice la Enciclopedia de los niños, es un tiempo de dicha inocente, que debe pasarse en los prados entre ranúnculos dorados y conejitos, o bien junto a una chimenea, absorto en la lectura de un cuento. Esta visión de la infancia le es completamente ajena. Nada de lo que experimenta en Worcester, ya sea en casa o en el colegio, lo lleva a pensar que la infancia sea otra cosa que un tiempo en el que se aprietan los dientes y se aguanta."
J. M. Coetzee, Boyhood: Scenes From a Provincial Life, 1997 (Infancia: escenas de la vida en provincia, trad. de J. Bonilla, Mondadori, Barcelona, 2001)



Arturo vivía en el número 18 de Bravo. Yo, en el 7 de Recintos, su perpendicular. Él cruzaba la calle con los pies abiertos y una zancada amplia, sin dejar de observarme. Siempre traía el pecho henchido del gesto sonoro de venir tragándose el aire a ráfagas. Yo, entonces, cerraba los ojos y contenía la respiración, hasta sentir muy cerca aquella especie de hipo que anunciaba su cruce, y en el hombro, al pasar junto a mí, la descarga a puño cerrado de su primera violencia. Eso, cada mañana, Luego, sin mirar, Arturo arrojaba la cartera al montón, con las demás, le centraban el balón y remataba a gol. No había guardameta. La portería eran dos abrigos, o dos jerséis, hechos un atillo, y un poco separados del fondo, la pared de la fachada, en ladrillo visto, simulando una red. El autobús llegaba enseguida y montábamos en él.
Un día, sin embargo, fue diferente. Le vi aproximarse más deprisa, corriendo, atropellado. No quise mirar más y esperé recibir su golpazo. Entonces oí el hipido, pero esa vez distinto, más fuerte y seco, como de neumático. Luego, un dolor enorme en la boca del estómago, del que abrí lo ojos.
Vi una cartera a mis pies, y cómo en ese instante la pelota botaba por mi lado. La seguí con la vista en negro, y un poco más allá estaba Arturo, en rojo, de rodillas en el suelo, entre los imaginarios palos de la portería, medio inclinado que parecía un pelele, con la cara muy pegada al muro, los codos hacia dentro, y un solo zapato.Poco después ya nada volvió a ser como antes. Nos vino a recoger otro autobús. Prohibieron jugar al fútbol. Y Arturito tampoco regresó a la parada, que también cambiaron de lugar.

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