Da un poquillo de tristeza ver, una y otra vez, en qué van a parar tantas miras puestas en políticos progresistas y de anterior trayectoria intachable. El último caso es el de Lula. Hoy mismo un editorial de El País canta algunas verdades difíciles de negar.
Lula, una de las pocas esperanzas serias que a la izquierda le quedan, o le quedaban, en América Latina, acaba de recibir un sopapo de su electorado. Imagino que muchos brasileños estarán haciéndose la misma reflexión que aquí nos ocupaba hace algo más de una década: éste si no es corrupto, es tonto; y no se sabe qué será peor. No entiendo qué les ocurre a estos líderes “populares” –aquí el calificativo viene más a cuento que en el apellido de ciertos partidos- cuando se aposientan durante un tiempo en poltrona con mando en plaza. Parece que los puede la soberbia, que los ahoga la vanidad.
Lula, una de las pocas esperanzas serias que a la izquierda le quedan, o le quedaban, en América Latina, acaba de recibir un sopapo de su electorado. Imagino que muchos brasileños estarán haciéndose la misma reflexión que aquí nos ocupaba hace algo más de una década: éste si no es corrupto, es tonto; y no se sabe qué será peor. No entiendo qué les ocurre a estos líderes “populares” –aquí el calificativo viene más a cuento que en el apellido de ciertos partidos- cuando se aposientan durante un tiempo en poltrona con mando en plaza. Parece que los puede la soberbia, que los ahoga la vanidad.
Cómo no recordar a Felipe González. Primero le da la vuelta al país y lo pone a funcionar como nunca se había visto, bien es cierto que caminando por donde ya habían desbrozado lo suyo los de UCD antes de hacerse el harakiri. Luego, se endiosa, se atonta o se retuerce y se rodea de delincuentes profesionales, tramposos consumados, chorizos de la más baja estofa en muchos casos. ¡Y pensar que iba a hacer ministro de Interior al Roldán aquel que era un farsante sin más oficio ni beneficio que la estafa y el timo ramplón! Por si fuera poco lo de semejante cuadrilla, propia de Alí Babá, acabó su Gobierno por mancharse también en asesinatos. Razón de Estado cutre, chapuza sanguinaria, sucios servicios especiales de puteros y horteras con pistola. Pues como si nada, el Señor Presidente impasible el ademán, apuntando al mensajero, poseído por la santa ira contra los críticos y denunciantes en lugar de contra los que le estaban segando la hierba bajo los pies a base de variados latrocinios.
¿Y Lula? Pues viendo cómo caen, uno tras otro, sus colaboradores más cercanos, pillados todos con las manos en la masa, moviendo dinero a paladas para comprar votos parlamentarios, ganarse adhesiones o pagar dudosísimos espionajes sobre la vida privada de los rivales políticos. Lula insiste una y otra vez en su radiante inocencia y en echarle la culpa a los amigos de más confianza que acababa de nombrar, en cada caso, para los cargos más cercanos. Ni un reconocimiento de responsabilidades propias, al menos por omisión del deber de cuidado; ni una disculpa que no sea con la boca pequeña. No va quedando más remedio que pensar lo que en su día creímos del otro: si no es sucio, es idiota; se la mete doblada cualquier zascandil de tres al cuarto; está atontado, no se entera de nada y, para colmo, pone pucheros y monta lloreras de niño consentido.
Es una pena, desde luego. Pero ¿qué les pasa? ¿Acabaremos teniendo que admitir, a fuerza de golpes y desengaños, que es más fiable el gobernante rico por casa, al que le tientan menos los lujos y los brillos sociales, pues los disfruta sin necesidad de auparse al Gobierno? ¿Será verdad, maldición, que el que toda la vida mandó, ya sea sobre criados u obreros, se pirra menos por ese plus de poder que la política regala? No sé, cuesta creerlo. Pero, al paso que vamos, algo tendremos que pensar, alguna explicación habremos de buscar.
Puede que lo más razonable sea avituallarse de pesimismo antropológico y obrar en consecuencia. Quiero decir que conviene romper la engañosa ecuación entre ideología y actitudes personales. De la honradez como atributo ontológico de la izquierda no queda ya ni rastro, asumámoslo; de la derecha tampoco, pero no se confiaba tanto por ese lado. Conozco tantos cretinos y descuideros de un lado como del otro, tanto monta. Esto no es razón para proclamar el fin de las ideologías ni para abandonarse al pensiero debole, sino para poner las cosas en su adecuado sitio. Esto es, que al tiempo que alentamos las ideas de justicia social que mejor nos cuadren, unos y otros, los de la izquierda y los de la derecha, estamos muy atentos a la hora de encomendar tareas y fiar responsabilidades. Ni un maldito cheque en blanco, ni un puñetero apoderamiento general, control estricto de cada actuación de los políticos de nuestro bando y mano dura a la primera sospecha de que nos la van a dar con queso. En suma: todo lo contrario de lo que está pasando. Pues lo que está pasando es que cualquier cretino sin muchas luces y más falso que rector en campaña se aúpa al poder y lo dejamos que haga y deshaga, meta y saque, ponga y quite nada más que porque, supuestamente, es de los nuestros y peor lo harían “los otros”. En las cosas de política, invirtamos el refrán. En lugar de aquello de al enemigo ni agua, esto otro: al amigo en el poder, ni una maldita confianza. Y, si nos defrauda, a la puñetera calle; porque no nos merece.
El ladrón, el desleal, el mentiroso, el falsario, el aprovechado, el arribista, el zampabollos, el llorica, el desalmado... jamás podrán ser de los nuestros. Si es que nosotros en algo nos queremos.
Si yo fuera brasileño no sabría qué votar, pese a la hermosa esperanza que Lula representa. ¿O representaba? Creo que votaría en blanco.
¿Y Lula? Pues viendo cómo caen, uno tras otro, sus colaboradores más cercanos, pillados todos con las manos en la masa, moviendo dinero a paladas para comprar votos parlamentarios, ganarse adhesiones o pagar dudosísimos espionajes sobre la vida privada de los rivales políticos. Lula insiste una y otra vez en su radiante inocencia y en echarle la culpa a los amigos de más confianza que acababa de nombrar, en cada caso, para los cargos más cercanos. Ni un reconocimiento de responsabilidades propias, al menos por omisión del deber de cuidado; ni una disculpa que no sea con la boca pequeña. No va quedando más remedio que pensar lo que en su día creímos del otro: si no es sucio, es idiota; se la mete doblada cualquier zascandil de tres al cuarto; está atontado, no se entera de nada y, para colmo, pone pucheros y monta lloreras de niño consentido.
Es una pena, desde luego. Pero ¿qué les pasa? ¿Acabaremos teniendo que admitir, a fuerza de golpes y desengaños, que es más fiable el gobernante rico por casa, al que le tientan menos los lujos y los brillos sociales, pues los disfruta sin necesidad de auparse al Gobierno? ¿Será verdad, maldición, que el que toda la vida mandó, ya sea sobre criados u obreros, se pirra menos por ese plus de poder que la política regala? No sé, cuesta creerlo. Pero, al paso que vamos, algo tendremos que pensar, alguna explicación habremos de buscar.
Puede que lo más razonable sea avituallarse de pesimismo antropológico y obrar en consecuencia. Quiero decir que conviene romper la engañosa ecuación entre ideología y actitudes personales. De la honradez como atributo ontológico de la izquierda no queda ya ni rastro, asumámoslo; de la derecha tampoco, pero no se confiaba tanto por ese lado. Conozco tantos cretinos y descuideros de un lado como del otro, tanto monta. Esto no es razón para proclamar el fin de las ideologías ni para abandonarse al pensiero debole, sino para poner las cosas en su adecuado sitio. Esto es, que al tiempo que alentamos las ideas de justicia social que mejor nos cuadren, unos y otros, los de la izquierda y los de la derecha, estamos muy atentos a la hora de encomendar tareas y fiar responsabilidades. Ni un maldito cheque en blanco, ni un puñetero apoderamiento general, control estricto de cada actuación de los políticos de nuestro bando y mano dura a la primera sospecha de que nos la van a dar con queso. En suma: todo lo contrario de lo que está pasando. Pues lo que está pasando es que cualquier cretino sin muchas luces y más falso que rector en campaña se aúpa al poder y lo dejamos que haga y deshaga, meta y saque, ponga y quite nada más que porque, supuestamente, es de los nuestros y peor lo harían “los otros”. En las cosas de política, invirtamos el refrán. En lugar de aquello de al enemigo ni agua, esto otro: al amigo en el poder, ni una maldita confianza. Y, si nos defrauda, a la puñetera calle; porque no nos merece.
El ladrón, el desleal, el mentiroso, el falsario, el aprovechado, el arribista, el zampabollos, el llorica, el desalmado... jamás podrán ser de los nuestros. Si es que nosotros en algo nos queremos.
Si yo fuera brasileño no sabría qué votar, pese a la hermosa esperanza que Lula representa. ¿O representaba? Creo que votaría en blanco.
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