Hablar de cosas de Derecho para legos es una experiencia no precisamente reconfortante. No me refiero a las posibles dificultades de lenguaje o a intrincados problemas técnicos que puedan afectar a algunos asuntos que se quieran explicar. Aludo a cuan complicado resulta que el común de los mortales asimilen las reglas básicas que gobiernan el juego de las leyes en el Estado de Derecho, sumado a lo poco que ayudan a veces para ese fin los manejos jurídicos del poder.
Ayer me tocó hablar ante un auditorio heterogéneo sobre la discrecionalidad judicial. Traté de mantenerme en lo que tengo por evidente, esto es, que los jueces se manejan con márgenes de libertad a la hora de interpretar las normas que aplican y a la hora de valorar las pruebas de los hechos que enjuician en cada caso. El grado de esa libertad varía en función de la mayor o menor precisión o determinación semántica y sintáctica de la norma y en función de la evidencia o discutibilidad con que se presenten los elementos fácticos del asunto. Hasta ahí sin problema, creo. Esa discrecionalidad, amén de inevitable, es buena, en mi opinión.
Lo conté con algunos ejemplos jurisprudenciales y con el único propósito de desterrar cualquier idea de que al juez se le imponga la verdad de los hechos por sí misma, como si los propios hechos hablaran unívocamente, y de que en las normas jurídicas se contenga siempre para cada caso una única solución compatible con su tenor. Pero no está el ambiente para andar dando muchas pistas sobre ese tema y, como cabía esperar, alguien vino con la pregunta de por qué, puesto el juez a ser libre, no aplica mano dura y rebasa los límites legales, tenidos por timoratos, cuando toca castigar a los malos. Así que tocó explicar, o intentarlo al menos, que cosas tales como el principio de legalidad penal o la presunción de inocencia obran en favor de nuestra seguridad como ciudadanos, antes que para proteger a los delincuentes. A la gente le chocan esas precauciones y nos impulsa un atávico deseo de venganza, nos tienta el ojo por ojo, diente por diente, a la vez que nos repatea la impunidad. Por eso resulta tan importante una buena pedagogía jurídica para la sociedad y de ahí también que el mal ejemplo jurídico provoque un escepticismo social disolvente, precisamente, de aquellos principios que conviene proteger.
Ese prejuicio social se puede vencer con buenos argumentos. Pero en estos tiempos anda la sociedad demasiado inquieta con el espectáculo mediático del Derecho. Cunde la sensación de que la discrecionalidad judicial tiende hoy a convertirse en libertinaje y, especialmente, la impresión de que en asuntos capitales rige una excesiva instrumentalización del Derecho por la política. El mismo gobierno que, con el Ministro de Justicia a la cabeza, hace dos días presionó para que el Tribunal Supremo revisara el modo de calcular el cumplimiento de las penas o los beneficios penitenciarios, fuerza hoy a los fiscales para que atenúen la petición de castigo para aquél al que ayer se quería mantener entre rejas. Un juez solicitó como fianza para un imputado doscientos cincuenta mil euros y luego vino otro juez y la dejó en cincuenta mil, con la complacencia muy probable del Gobierno. Es perfectamente posible que las opciones últimas sean mejores o más razonables en términos estrictamente jurídicos o en línea de principio, no excluyo para nada esa posibilidad ni es eso lo inquietante. Sea como sea, lo cierto es que los mismos políticos que hoy alientan una medida jurídica demandan mañana la contraria y no cabe creer que lo hacen en ambos casos movidos por idéntico propósito de respeto al Derecho y a la independencia judicial.
Lo que produce escándalo social es la sospecha, más que fundada, de que la presión de la ley se estira o se afloja en función de los intereses políticos coyunturales, de la conveniencia política de cada momento. El ejecutivo con mayoría parlamentaria suficiente tiene legítimos resortes para adaptar las normas a circunstancias nuevas, desde cambiar la ley hasta disponer indultos, entre otras posibilidades. Lo que lanza a la sociedad un mensaje problemático en sus consecuencias es que también la aplicación de la ley y la acción de fiscales y jueces esté tan descaradamente condicionada por la presión gubernamental, sea el gobierno el que sea y sean cuales sean sus objetivos inmediatos. Si la jurisprudencia baila al son de la política, el efecto social inmediato será de descreimiento, de desconfianza. Una sociedad en la que no impere una convicción, aunque sea mínima, de que la aplicación de la ley está por encima de la táctica política y de que los castigos son independientes de los beneficios para este o aquel partido y de la fuerza social o negociadora del delincuente, tomará nota de esa relatividad extrema del Derecho y tenderá a actuar en consecuencia. Si la ley y las sentencias son simple moneda de cambio o medio para aumentar votos en cada tesitura, no resultará fácil exigir a los ciudadanos lealtad a las instituciones por encima de la política y el partidismo ni convencerla de que en el Estado de Derecho es el poder el primero que ha de someterse a las normas.
Cuando la discrecionalidad judicial pasa por el aro de la discrecionalidad política se convierte en otra cosa, tiembla la separación de poderes y se hace una pésima pedagogía social. Porque para jueces y fiscales debe regir lo mismo que para la mujer del César. Y, si no, atengámonos a las consecuencias y no nos extrañemos de que el personal no crea en nada y se deje llevar por la pura víscera.
Ayer me tocó hablar ante un auditorio heterogéneo sobre la discrecionalidad judicial. Traté de mantenerme en lo que tengo por evidente, esto es, que los jueces se manejan con márgenes de libertad a la hora de interpretar las normas que aplican y a la hora de valorar las pruebas de los hechos que enjuician en cada caso. El grado de esa libertad varía en función de la mayor o menor precisión o determinación semántica y sintáctica de la norma y en función de la evidencia o discutibilidad con que se presenten los elementos fácticos del asunto. Hasta ahí sin problema, creo. Esa discrecionalidad, amén de inevitable, es buena, en mi opinión.
Lo conté con algunos ejemplos jurisprudenciales y con el único propósito de desterrar cualquier idea de que al juez se le imponga la verdad de los hechos por sí misma, como si los propios hechos hablaran unívocamente, y de que en las normas jurídicas se contenga siempre para cada caso una única solución compatible con su tenor. Pero no está el ambiente para andar dando muchas pistas sobre ese tema y, como cabía esperar, alguien vino con la pregunta de por qué, puesto el juez a ser libre, no aplica mano dura y rebasa los límites legales, tenidos por timoratos, cuando toca castigar a los malos. Así que tocó explicar, o intentarlo al menos, que cosas tales como el principio de legalidad penal o la presunción de inocencia obran en favor de nuestra seguridad como ciudadanos, antes que para proteger a los delincuentes. A la gente le chocan esas precauciones y nos impulsa un atávico deseo de venganza, nos tienta el ojo por ojo, diente por diente, a la vez que nos repatea la impunidad. Por eso resulta tan importante una buena pedagogía jurídica para la sociedad y de ahí también que el mal ejemplo jurídico provoque un escepticismo social disolvente, precisamente, de aquellos principios que conviene proteger.
Ese prejuicio social se puede vencer con buenos argumentos. Pero en estos tiempos anda la sociedad demasiado inquieta con el espectáculo mediático del Derecho. Cunde la sensación de que la discrecionalidad judicial tiende hoy a convertirse en libertinaje y, especialmente, la impresión de que en asuntos capitales rige una excesiva instrumentalización del Derecho por la política. El mismo gobierno que, con el Ministro de Justicia a la cabeza, hace dos días presionó para que el Tribunal Supremo revisara el modo de calcular el cumplimiento de las penas o los beneficios penitenciarios, fuerza hoy a los fiscales para que atenúen la petición de castigo para aquél al que ayer se quería mantener entre rejas. Un juez solicitó como fianza para un imputado doscientos cincuenta mil euros y luego vino otro juez y la dejó en cincuenta mil, con la complacencia muy probable del Gobierno. Es perfectamente posible que las opciones últimas sean mejores o más razonables en términos estrictamente jurídicos o en línea de principio, no excluyo para nada esa posibilidad ni es eso lo inquietante. Sea como sea, lo cierto es que los mismos políticos que hoy alientan una medida jurídica demandan mañana la contraria y no cabe creer que lo hacen en ambos casos movidos por idéntico propósito de respeto al Derecho y a la independencia judicial.
Lo que produce escándalo social es la sospecha, más que fundada, de que la presión de la ley se estira o se afloja en función de los intereses políticos coyunturales, de la conveniencia política de cada momento. El ejecutivo con mayoría parlamentaria suficiente tiene legítimos resortes para adaptar las normas a circunstancias nuevas, desde cambiar la ley hasta disponer indultos, entre otras posibilidades. Lo que lanza a la sociedad un mensaje problemático en sus consecuencias es que también la aplicación de la ley y la acción de fiscales y jueces esté tan descaradamente condicionada por la presión gubernamental, sea el gobierno el que sea y sean cuales sean sus objetivos inmediatos. Si la jurisprudencia baila al son de la política, el efecto social inmediato será de descreimiento, de desconfianza. Una sociedad en la que no impere una convicción, aunque sea mínima, de que la aplicación de la ley está por encima de la táctica política y de que los castigos son independientes de los beneficios para este o aquel partido y de la fuerza social o negociadora del delincuente, tomará nota de esa relatividad extrema del Derecho y tenderá a actuar en consecuencia. Si la ley y las sentencias son simple moneda de cambio o medio para aumentar votos en cada tesitura, no resultará fácil exigir a los ciudadanos lealtad a las instituciones por encima de la política y el partidismo ni convencerla de que en el Estado de Derecho es el poder el primero que ha de someterse a las normas.
Cuando la discrecionalidad judicial pasa por el aro de la discrecionalidad política se convierte en otra cosa, tiembla la separación de poderes y se hace una pésima pedagogía social. Porque para jueces y fiscales debe regir lo mismo que para la mujer del César. Y, si no, atengámonos a las consecuencias y no nos extrañemos de que el personal no crea en nada y se deje llevar por la pura víscera.
Las charlas como la de ayer son escasas, pero muy instructivas para los legos en derecho. ¿Por qué no sale de vez en cuando de este blog y da más charlas como la de ayer? A mi me pareció brillante. Piénselo. Yo me ofrezco para organizar una para un aforo de 10-15 personas (legas en derecho).
ResponderEliminarSalud
Gracias, hombre. Charlaré donde haga falta, no faltaba más. A su disposición.
ResponderEliminarLa gente está muy de acuerdo en que las leyes se estrechen o se ensanchen. Desde Aristóteles al ensanchamiento o estrechamiento de la ley le llamamos equidad cuando se pretende salvar la justicia. Por cierto, ¿la justicia es principio informador de algo?
ResponderEliminarCon lo que no están conformes es con los intereses que las ensanchan o estrechan en la actualidad.
O sea, con que los socialistas de más abajo de las vascongadas intenten salvar a los socialistas radicales de las vascongadas.
O sea, que los socialistas que asumieron que FUERON UNOS FRACASADOS QUE PERDIERON LA GUERRA PORQUE ERAN MÁS TONTOS QUE UN REBAÑO DE OVEJAS, vayan al auxilio de LOS SOCIALISTAS QUE COMO SON MÁS TONTOS QUE UN REBAÑO DE OVEJAS AÚN NO SE HAN DADO CUENTA DE QUE COMO SON UNA PANDILLA DE FRACASADOS PERDIERON LA GUERRA.
ResponderEliminarNo creo yo que la gente esté muy a favor ni con que las leyes se estrechen o se ensanchen, ni con la ley del embudo, más polivalente aún, puesto que es estrecha por un extremo y ancha por el otro.
ResponderEliminarPor otra parte, y en mi opinión, el margen de libertad (que no discreccionalidad: la discreccionalidad debe estar proscrita en la aplicación de la ley) de que disponen los jueces para aplicar las normas y para valorar las pruebas, varía también, y mucho, en función de su propia ideología, intereses y adscripción política.
Por ello, la única forma de controlar esa libertad es exigirles que sus resoluciones sean motivadas, es decir, que expliquen de pé a pá porqué valoran cada prueba de esta o de aquella forma, cual es el razonamiento que han seguido para, a partir de las pruebas, establecer lo que consideran probado y lo que no, y porqué interpretan y aplican la norma de una determinada manera, y no de otra. Y todo ello, no solo en la justicia penal, sino en todas las resoluciones judiciales, sobre cualquier materia.
Esta exigencia de motivar amplia y suficientemente las resoluciones judiciales es, además, un derecho fundamental garantizado en el artículo 24 de la Constitución Española, según el cual todos tinen derecho a una tutela judicial efectiva, derecho fundamental que se vulnera cuando cualquier sentencia carece de la necesaria motivación, lo que ocurre muy frecuentemente, por lo general con la excusa de que no puede exigirse razonar las cosas demasiado cuanto hay que dictar centenares de resoluciones al año.
Sin embargo, solo cuando se cumple la exigencia de motivar las sentencias, resulta posible su control por los ciudadanos a partir de la crítica, no solo de las decisiones adoptadas, sino sobre todo de los motivos y razones por las que se adoptan.
Y sin esta crítica, que debería ser lo más pública posible, y todo lo rigurosa que sea necesario, resulta ilusorio pretender el control de los jueces y, por tanto, crecerá más y más el actual desprestigio de la Administración de Justicia, ganado a pulso por sus integrantes, con la inestimable e interesada colaboración del Gobierno de turno, y el derecho fundamental a una tutela judicial efectiva será, cada día más, tan ilusorio como el derecho al trabajo o a un vivienda digna: solo existirá sobre el papel.
¿Desde cuándo unmero catedrático (¡un profesor!) sabe algo de lo que hacen los jueces? Nada más patético que estos pedantes profesores en el momento en que se deciden a ejercer la abogacía, conresultados siempre nefastos, pero que no les hacen cambiar un ápice: "todos están equivocados, sólo yo poseo la recta inteligencia de lo jurídico". Y se quedan tan anchos. Habría de prohibirse, bajo severas penas, que los profesores opinaran sobre la realidad.
ResponderEliminarQuerría saber dónde y cuándo se produjo esa conferencia, porque habría asistido encantado ¿hay prevista alguna otra similar, en Leóno alrededores?
ResponderEliminarPara anton I.
ResponderEliminarLa motivación no es un requisito esencial de la actividad judicial. De hecho, es algo relativamente moderno, ya que incluso estuvo prohibida durante muchos siglos, "para no dar lugar a cavilaciones de los litigantes". El vencedor en el pleito no necesita nada más, y el perdedor no puede ser convencido con razones: hasta la muerte creerá que tenía razón. ¿Para qué motivar? es un esfuerzo inútil como pocos.
Estoy contigo anton I: Da asco algunas resoluciones, se podrian citar miles.
ResponderEliminarLo peor de ello es que no puedes generalizar aunque casi estas te obligan a ello: Motivación es lo que hace falta.
Lo último que vi fue la condena a una amiga mía gran trabajadora, que fue condenada por apropiación indebida, en el fondo se discutían temas de relaciones societarias, pero aun con motivación a veces se afila la pluma demasiado, y lo que puede ser un ilicito civil puede transformarse en un delito. El caso es que el pobre seguirá siendo pobre y al rico sobre todo si es estrangero y tiene relaciones e intereses con el PNV pueden salirse con la suya como revancha: el caso es que una pobre desgraciada condenada a prision y reintegrar 100 millones de las antiguas pesetas.
PD: da asco algunas cosas, el poder del dinero, o vete a saber lo mismo fue la gran pluma y la brillantez técnica del juez Marlaska. Quiero pensar que bueno que el juez marlaska es genial es purista. y yo un puto lego que no enitende nada. Sera lo mejor.
¡Claro que hay que fomentar una instrucción y formación jurídica básica! Y las conferencias (¿había público en la suya?) y los artículos en los periódicos (lo que Vd publica en La Nueva España) son un buen medio. Pero huyamos de pedagogos. Ni mentarlos.
ResponderEliminarSobre el tema que propone de la discrecionalidad judicial mucho se podría contar por quienes tenemos muy buenos amigos jueces y abogados. Y más habría que matizar. Hay mucha diferencia entre las jurisdicciones y más entre las sucesivas instancias... y no digamos nada de los perturbadores garbullos abogaciles... Uno de los problemas de los jueces son los escritos que han de leer y las interpretaciones mercenarias que han de analizar... Por eso, lo primero que hizo Panurgo, cuando aceptó juzgar un complejo conflicto, fue quemar todos los miles de escritos que se habían acumulado durante el proceso... Y por mencionar otro problema: la compleja, enrevesada y contradictoria normativa que han de estudiar, de ahí que Ihering tranquilizara ante la aparición de jueces jóvenes y sin experiencia porque había más probabilidades de que juzgaran según su leal sentido común.
Saludos, E.C.
Bueno, habrá que escribir estos días aquí alguna cosa sobre la motivación de las sentencias, pues parece que el tema importa.
ResponderEliminarPara "Interesado": la charla en cuestión tuvo lugar en el aula magna de Biológicas,en León, dentro de un ciclo organizado por la Fundación Carolina Rodríguez. Hay carteles o folletos por el campus, tengo entendido y se divulgó de varias maneras. Se inscribieron una ciento sesenta personas, según me han dicho. En lo mío estaba la mitad, más o menos, pues coincidía con la espicha (¿colonialismo astur?) que organizaban los estudiantes de Veterinaria. El día anterior había disertado brillantemente y con mucho público mi amigo Sosa Wagner sobre le asunto de los estatutos de autonomía.
Sobre el alegato de "Capeareltemporal". Entre los profesores que saltan a la abogacía hay de todo, éxitos y fracasos. Depende de la materia prima (gris) respectiva. Un servidor no ha tenido nunca esa tentación. Sobre que los X puedan o no criticar el trabajo de los Y: si es una afirmación de alcance general (ningún X -por ejemplo ningún fontanero, estibador, abogado, juez- puede valorar el trabajo de los Y -por ejemplo encofradores, conductores de bus, fiscales...), suena raro y a los de cada profesión sólo podrán, entonces, criticarlos los de la misma profesión. En ese caso tampoco podría "Capeareltemporal" criticar a los profesores, salvo que él mismo lo sea. Si se trata de que sólo son los profesores de derecho los que no pueden criticar a los jueces o los abogados en ejercicio, habrá que presumir que es porque particularmente los profesores de Derecho no tienen ni idea del Derecho o de su práctica. Y sobre ese particular digo yo que habrá de todo, convendría afirnar y discernir un poco. Si se trata meramente -tercera posibilidad- de que los jueces son o deben ser intocables y no se les puede criticar ni un poquillo, apaga y vámonos y amén.
Si la objeción de "Capeareltemporal" va sólo contra los profesores que se creen la quintaesencia de lo jurídico y poseedores en exclusiva de "la recta inteligencia de lo jurídico", un servidor no se da por aludido. ¿Pero entonces por qué me lo dice a mí, carajo? ¿Seré yo el pedante ese, Señor?
Lástima no conocer el ofico de "Capeareltemporal", je.
Saludos a todos.
Ni por un momento me refería a usted, así que hace bien en no darse por aludido. Pensaba en otros (no pocos) y, concretamente, en un colega suyo cuyo ejercicio profesional nos cuesta la hijuela a los asturianos.
ResponderEliminarPor cierto, soy abogado.
ResponderEliminarCapeareltemporal
ResponderEliminardecirle que una sugerencia de Garciamado me propició una aceptable rebaja en una apelación de 1 año a 8 meses y que otra entretenida conversación hizo que diese otro matiz a un asunto con el que logré la absolución para mi cliente.
Un gran jurista no anda perdido en ningún ámbito, podrá estar más acertado como profesor, pero el ridículo no lo hará en estrados tampoco o sobre el papel.
Pero , le creo, si Vd dice que hay un profesor nefasto, sus razones tendrá para pensarlo, denos materia para poder opinar los demás.
Estimado Motivador:
ResponderEliminarNo tenía yo intención de hablar de la justicia del Antiguo Régimen, en la que los jueces no tenían que dar explicación alguna a los ignorantes, garrulos y desagradecidos súbditos de las razones por las que los mandaban a galeras o a la horca, pongo por caso. Allá usted si prefiere aquel sistema. Espero que no cambie de opinión cuando le toque nunca en suerte un juez así.
I. Con el viento de popa se iba más fácil.
ResponderEliminarCuando el ambientillo político soplaba CONTRA el reaccionarismo, era muy fácil. Decías "derechos humanos", "garantías", "Estado de Derecho" y no tenías que argumentar más.
Hoy el ambientillo político anda revuelto. Ha habido una brisa de ahí atrás, que soplaba CONTRA el pensamiento emancipador. Pero luego ha venido un importante vendaval post-yo qué sé, que sopla CONTRA cualquier pensamiento de principios, y que se configura con modos de MTV e ideología de RadioTaxi. Si defiendes algo, ocultas algún oscuro interés.
Hoy yo no puedo apelar a la supuesta evidencia del pensamiento garantístico y haber entroncado con el auditorio. A semejante derrota del pensamiento garantístico (el más grande legado del liberalismo penal) ha colaborado el marketing de los nuevos partidos sedicentes liberales, que se han bastardeado, y atizan/abrazan la ira y no la razón como motor electoral.
Y ello se deriva del emputecimiento del lenguaje político, que era con lo que entré yo aquí hace ya un añito. Un partido liberal no defiende unos postulados liberales: defiende lo que pueda dañar a su enemigo electoral. Y si se supone que los "blandos" contra el crimen son los socialdemócratas (y permítanme un "manda huevos" histórico), entonces hagamos que eso dé rendimientos.
(Como los partidos sedicentes socialdemócratas tienen la misma solidez de principios, la cosa es fácil: no, yo soy más duro. Acaban de barbarizar aún más la Ley Penal del Menor del PP, para que se vea que no son blandos).
Me he ido. Vuelvo.
Se ha destruido el mínimo consenso político alrededor del garantismo penal para poder emplearlo como arma electoral. Y ahora, un auditorio perdido cree que las garantías penales son un invento de Zetapé para yo qué sé. De esto hablaba un artículo de Díez Ripollés de hace dos años que rueda web adelante, pero en mejor plan.
II. Lo jodido de esta tierra quemada política es tener que reexplicar una estructura tan CARÍSIMA como es una garantía.
Es una inversión caríiiisima para evitar un resultado. Lo único que lo explica es que para esta concepción ese resultado es TERRIBLE. Ejemplo: decidimos que cada vez que la mala fe policial vicie el centro de un proceso penal... ¡nos negaremos a aceptar las pruebas de cargo! Pero ¿qué DISPENDIO es ese? ¿No habrá otra manera de resolver el conflicto? ¿Tan mala es la mala fe policial como para soltar a un culpable?
Ahí está el quid. El coste que la garantía impone a la mala fe policial es brutal, y se corresponde con la medida del rechazo. "Tolerancia cero" (todos podemos jugar a robarle el slogan al otro) con la mala fe policial. Y si tanto le importaba al pasma obtener la prueba que traspasó la línea, le diré que la prueba NO VALDRÁ. Es barato, es rápido, quita tentaciones.
Pero... ¿es que tiene derecho el culpable, ese cuya intimidad se violó, a que no se le condene?
No. Independientemente de quién tenga acción para forzar el rechazo de la prueba ilícita, lo cierto es que la garantía no está para proteger al culpable. Está para proteger a todos los demás.
Soltar al culpable se hace sólo para joder al pasma infractor (y decía el D. Ripollés con dos huevos y lo justito de political correctness: y podríamos pensar en hacer esto último de otra manera).
Qué triste: toda esta vuelta para decir lo de siempre. La sensación general es que YO nunca seré individualmente beneficiado por una garantía (no seré víctima de un abuso policial o judicial), pero sí seré beneficiario de la actividad policial o judicial excesiva. El malo, el que da miedo, es el gorrilla, el mendigo, el botellonero, el ubicuo "molesto"; pero el pasma torturador de Torrevieja merece manifas ciudadanos delante de los juzgados. Vivan las caenas. The land of the meek and the home of the slave.
Al culpable, presumirlo culpable. Eso es.
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