Sí, ya sé que me voy a repetir un poco. Es inevitable, llevo año y pico dándole casi a diario a este invento y al final lo que de tanto tema se va destilando son las obsesiones de uno. Pues eso.
Vuelvo a preguntarme qué maléfica razón lleva a que investigadores ya de prestigio o en camino hacia el alto rendimiento científico sacrifiquen sus años de formación por unos platos de lentejas, aunque sean deconstruidas en El Bulli, o se autoinmolen en los fastos engañosos de la política y la burocracia, con olvido total de lo que parecía una vocación segura y una vida plena en esa feliz lejanía de oropeles y deslumbramientos que la ciencia, se supone, puede proporcionar.
Como no sé la respuesta a esa pregunta, me conformo con trabajar el concepto. Fenómenos así necesitan palabras nuevas, términos que resuenen con suficiente contundencia y precisión, que sin más explicación despierten en nuestras cabezas la asociación con los hechos que tratamos de referir. Creo que para este asunto que estamos comentando es palabra perfecta la de “mayorzaragocismo”.
Hace veintitantos años, en aquellos tiempos gloriosos de becario en Múnich, donde comenzaron algunas amistades que perduran y perdurarán, coincidí con un joven bioquímico al que llamábamos Fosforilo y que era discípulo, no recuerdo si directo o de segundas, de Federico Mayor Zaragoza. Y nos contaba que ese maestro suyo era una eminencia y un científico de primera. Y ya ven en qué se nos ha quedado, haciendo lo que cualquier político podría cumplir igual de bien: de cargo en cargo y ni uno paso de largo. Esa es la diferencia determinante, dramática: que muchos políticos podrían desempeñarse poco más o menos igual de bien que él en la UNESCO, antes, o en las maturrangas de la Alianza de Civilizaciones -¡ay, señorito, déme algo!-, ahora, pero ninguno de esos políticos sería capaz de ayudar ni un carajo al avance de la ciencia. Ahí tenemos una buena diferencia: los políticos son fungibles, mientras que los científicos de altura son únicos en sus frutos y, por consiguiente, irrepetibles en sus contribuciones a nuestro progreso.
Echa uno un vistazo a la biografía de este hombre y brota la perplejidad. Nacido en 1934, se doctora en el 58 y en 1963 ya es catedrático de Bioquímica en Granada, con veintinueve años, por tanto, cosa que en aquellos tiempos no resultaba tan inusual. Cinco años después, en 1968, y contando, pues treinta y cuatro años, es rector de la Universidad de Granada. No recuerdo que ya por ese tiempo fuesen democráticas las universidades ni progresistas los rectores, pero se nota que ya le tira al hombre lo de los cargos. En 1972 se hace con cátedra de su especialidad en la Universidad Autónoma de Madrid. Por esos años es Vicepresidente y Presidente en funciones del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Luego Diputado en el Parlamento de España, consejero del Presidente del Gobierno, ministro y eurodiputado. También fue Director General Adjunto de la UNESCO y, desde 1987, Director General de esa misma cosa. La UNESCO es ese organismo de la ONU que va diciendo cada año que cachos de ciudades, qué campanarios o qué tumbas son patrimonio de la humanidad toa. Desde el año 2000 preside la Fundación para la Cultura de la Paz, pero desconozco quién pone el parné en esa Fundación. En el año 2004 se jubiló de su cátedra en la Universidad Autónoma, cuyas aulas supongo que no pisaría ni tres veces, al menos para explicar bioquímica. Menos mal que Javier Solana, también catedrático universitario, pero de Física, lo es en la Complutense. Así se reparten las lagunas.
Vuelvo a preguntarme qué maléfica razón lleva a que investigadores ya de prestigio o en camino hacia el alto rendimiento científico sacrifiquen sus años de formación por unos platos de lentejas, aunque sean deconstruidas en El Bulli, o se autoinmolen en los fastos engañosos de la política y la burocracia, con olvido total de lo que parecía una vocación segura y una vida plena en esa feliz lejanía de oropeles y deslumbramientos que la ciencia, se supone, puede proporcionar.
Como no sé la respuesta a esa pregunta, me conformo con trabajar el concepto. Fenómenos así necesitan palabras nuevas, términos que resuenen con suficiente contundencia y precisión, que sin más explicación despierten en nuestras cabezas la asociación con los hechos que tratamos de referir. Creo que para este asunto que estamos comentando es palabra perfecta la de “mayorzaragocismo”.
Hace veintitantos años, en aquellos tiempos gloriosos de becario en Múnich, donde comenzaron algunas amistades que perduran y perdurarán, coincidí con un joven bioquímico al que llamábamos Fosforilo y que era discípulo, no recuerdo si directo o de segundas, de Federico Mayor Zaragoza. Y nos contaba que ese maestro suyo era una eminencia y un científico de primera. Y ya ven en qué se nos ha quedado, haciendo lo que cualquier político podría cumplir igual de bien: de cargo en cargo y ni uno paso de largo. Esa es la diferencia determinante, dramática: que muchos políticos podrían desempeñarse poco más o menos igual de bien que él en la UNESCO, antes, o en las maturrangas de la Alianza de Civilizaciones -¡ay, señorito, déme algo!-, ahora, pero ninguno de esos políticos sería capaz de ayudar ni un carajo al avance de la ciencia. Ahí tenemos una buena diferencia: los políticos son fungibles, mientras que los científicos de altura son únicos en sus frutos y, por consiguiente, irrepetibles en sus contribuciones a nuestro progreso.
Echa uno un vistazo a la biografía de este hombre y brota la perplejidad. Nacido en 1934, se doctora en el 58 y en 1963 ya es catedrático de Bioquímica en Granada, con veintinueve años, por tanto, cosa que en aquellos tiempos no resultaba tan inusual. Cinco años después, en 1968, y contando, pues treinta y cuatro años, es rector de la Universidad de Granada. No recuerdo que ya por ese tiempo fuesen democráticas las universidades ni progresistas los rectores, pero se nota que ya le tira al hombre lo de los cargos. En 1972 se hace con cátedra de su especialidad en la Universidad Autónoma de Madrid. Por esos años es Vicepresidente y Presidente en funciones del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Luego Diputado en el Parlamento de España, consejero del Presidente del Gobierno, ministro y eurodiputado. También fue Director General Adjunto de la UNESCO y, desde 1987, Director General de esa misma cosa. La UNESCO es ese organismo de la ONU que va diciendo cada año que cachos de ciudades, qué campanarios o qué tumbas son patrimonio de la humanidad toa. Desde el año 2000 preside la Fundación para la Cultura de la Paz, pero desconozco quién pone el parné en esa Fundación. En el año 2004 se jubiló de su cátedra en la Universidad Autónoma, cuyas aulas supongo que no pisaría ni tres veces, al menos para explicar bioquímica. Menos mal que Javier Solana, también catedrático universitario, pero de Física, lo es en la Complutense. Así se reparten las lagunas.
Siguiendo con el Mayor Zaragoza, en 2005 fue designado Co-Presidente del Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones por el Secretario General de las Naciones Unidas. Digna culminación de una gran carrera... política, porque lo que se dice científica no parece. Y, oigan, qué se sentirá de Co-Presidente de un grupo de tan “Alto Nivel” como el de la Alianza de las Civilizaciones? ¿Dará vértigo por la Altura? ¿Tendrán mucho que hacer? ¿Les pagarán dietas o, al menos, dinerete de bolsillo para tomarse unos vinillos o para cogerse alguna turca a base de raki -ruego se le dé a la expresión "coger una turca" su significado más castizo y no el de allende los mares-?
Gana fama y échate a dormir. Aquel amigo mío me contaba en el ochenta y cuatro que Mayor era un bioquímico de primera, pero según estas cuentas que saco ahora debió de hacer su último experimento de laboratorio –los de despacho son cosa aparte- diez años antes. Lo que habrá sufrido ese hombre sin poder entregarse a su pasión por la ciencia, sin lograr satisfacerla como él deseaba.
Los mayorzaragocistas son personajes trágicos. Poseidos de genuino celo investigador, se lanzan a las cátedras y los laboratorios, pero se pierden por el camino, tentados por sirenas taquimecas, serviles mayordomos –primos éstos de aquéllos, como se ve por el apellido- y choferes con librea. Renunciaron al Nobel genuino en la segunda infancia por soñar con el sucedáneo del de la paz, pero se quedaron a medias, pues ni inventaron para salvaguardar la paz nada que no fueran placebos ni disfrutaron embarcándose en las guerras inocuas de los científicos. Son como esos jóvenes de los que oímos contar que iban para genios pero que se perdieron con la droga. La droga de los mayorzaragocistas es el carguete, el sillón, la visa oro por cuenta de otros, el coche oficial y la palmada en el hombro de cuantos malandrines gobiernan el mundo a fuerza de sonrisas y puñales, más, ahora, el polonio.
Lo que habrá sufrido esa gente. ¿Pero será verdad que se perdió algo bueno la ciencia o eso también se lo inventan ellos?
Gana fama y échate a dormir. Aquel amigo mío me contaba en el ochenta y cuatro que Mayor era un bioquímico de primera, pero según estas cuentas que saco ahora debió de hacer su último experimento de laboratorio –los de despacho son cosa aparte- diez años antes. Lo que habrá sufrido ese hombre sin poder entregarse a su pasión por la ciencia, sin lograr satisfacerla como él deseaba.
Los mayorzaragocistas son personajes trágicos. Poseidos de genuino celo investigador, se lanzan a las cátedras y los laboratorios, pero se pierden por el camino, tentados por sirenas taquimecas, serviles mayordomos –primos éstos de aquéllos, como se ve por el apellido- y choferes con librea. Renunciaron al Nobel genuino en la segunda infancia por soñar con el sucedáneo del de la paz, pero se quedaron a medias, pues ni inventaron para salvaguardar la paz nada que no fueran placebos ni disfrutaron embarcándose en las guerras inocuas de los científicos. Son como esos jóvenes de los que oímos contar que iban para genios pero que se perdieron con la droga. La droga de los mayorzaragocistas es el carguete, el sillón, la visa oro por cuenta de otros, el coche oficial y la palmada en el hombro de cuantos malandrines gobiernan el mundo a fuerza de sonrisas y puñales, más, ahora, el polonio.
Lo que habrá sufrido esa gente. ¿Pero será verdad que se perdió algo bueno la ciencia o eso también se lo inventan ellos?
Estará ud. de acuerdo en que, tal como anda la investigación en este país, no parece muy descabellado cambiar la oscura, mal pagada, ingrata, zarandeada, tapavergüenzas y denostada investigación, por un platillo de lentejas, y más si son con chorizo y, a ser posible, taquitos de jamón serrano. No todos tienen madera de héroe. Además, compréndalo, la erótica del poder no parece que abunde entre los investigadores, sobre todo si son becarios.
ResponderEliminarTambién podrían buscarse un trabajo bien pagado. Si lo consiguen encontrar los analfabetos, cómo que a ustedes les es tan tan dificilísimo?
ResponderEliminarAl fin y al cabo, qué diferencia hay entre recibir el sueldo del desangre de los ciudadanos por ser becario o recibirlo por ser un alía civilizaciones?
Los dos, sanguijuelas del erario.