25 enero, 2007

Tren

Estoy volviendo a viajar en tren. Conducir ya no me entretiene como antes y los aviones cada día resultan más latosos.
De niño y adolescente iba mucho en tren. En tren íbamos a Gijón desde Ruedes, después de andar un buen rato hasta el apeadero, por caminos de piedras y charcos, cruzando prados, recorriendo estrechos senderos por los montes. Era el Ferrocarril de Langreo, hoy Feve, y los trenes de madera de mis primeros años eran como los de las películas del Oeste.
Por las mañanas tomaban el tren a Gijón muchas aldeanas, cargando bolsas con vituallas para vender en la ciudad, en la Plaza del Sur. A mediodía regresaban con las mismas bolsas llenas de los productos que habían comprado con los dineros conseguidos y con algunos más que llevaban de casa.
Una de esas mujeres era mi madre, cada sábado. Muchas veces ella también llevaba unos ramos de flores para vender, azucenas, crisantemos, calas... Yo iba a buscarla al apeadero, acompañado de mi perro y a lomos ambos de Cuca, la burra. Retornábamos andando, mientras la Cuca cargaba en sus alforjas los bultos. Ella conocía todos los caminos, dominaba todas las tareas y no hacía falta indicarle nada.
Al llegar a casa, mi padre esperaba con ansia el periódico, El Comercio. Yo revolvía entre las compras, ansioso porque apareciera alguna lata de mejillones, manjar exótico en aquellos tiempos y para nuestra economía. Aún me acuerdo de mi infancia cada vez que veo una lata de mejillones en conserva, y los como con religiosa unción.
Ahora los viajes en tren son bien distintos. Nadie habla nunca con su compañero de asiento y, si alguno lo intenta, recibirá una mirada esquiva y un gesto de fastidio. Yo mismo lo hago así, preguntándome al tiempo qué me ha hecho tan diferente de mis gentes de entonces, de aquellos paisanos míos que se contaban vida y milagros en los trenes, aunque acabaran de conocerse. Les gustaba conversar, les gustaba mucho, en cualquier parte.
Mientras voy en el tren anoto estos recuerdos y miro a mi alrededor. Casi todos los viajeros llevan cascos, unos porque están viendo la película que pasan en el talgo, otros para escuchar música de los artilugios que portan adosados a distintas partes del cuerpo. A cada rato suena un móvil y a alguien se le ilumina la cara, se pone a hablar y se le escucha tratar de trivialidades y rutinas como si le fuera la vida en ellas. Sí, mamá, ya estamos en Valladolid. No, no se ve mucha nieve. Me traje la chaqueta azul y el jersey de cuello alto, no te preocupes. Etc.
En realidad, no tenemos nada que contar.

2 comentarios:

  1. TENGO ALGO QUE CONTAR

    Mis rimas
    más cortas
    adornan la vida
    las largas
    te cargan
    mi estilo
    varía
    varias
    veces al día
    me esprimo
    con tal
    de contar
    de cortar
    la hipocresía
    que adoptan
    ya hasta los niños.
    Escribo
    palabras
    doradas
    por el resplandor
    no por el oro.
    Ey ¡tü! chica
    mi música
    no suena en el loro
    pero todo
    a su tiempo
    también el sentimiento
    cada fragmento
    de esto
    merecía tu pensamiento
    perecería el sufrimiento
    echa una lágrima
    y otra cana al viento
    y que se laslleve en esa noche cálida
    de pasión
    sin desenfreno
    hacer el amor
    sin sexo
    solo
    entre
    la mirada
    y el ojo
    siente
    la nada
    y el todo
    en ese momento
    el camino
    tendrá sentido
    valdrá la pena
    y tu tormento
    otra gota
    en la tormenta
    exenta
    de ilusión
    no de tristeza
    gotas caen con alegría
    todas se estrellan
    contra el suelo
    y hacen alusión
    al mismo destino
    el fuerte no rompe al débil
    sino al frágil
    pensé que era más fácil
    ser gentil
    no el ser vil.

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  2. Trenes y literatura,
    trenes y un sentimiendo verdadero de la vida,
    trenes y civiización.

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