Esta mañana de sábado mi mujer y un servidor hemos visitado mundos del pecado. Del pecado más caro. Hemos andado de bancos viendo asuntos de hipotecas. Tremendo.
Primer banco. Sucursal nueva y popular con director joven y entusiasta. Con la primera pregunta lo desarmamos, pero seguramente ha leído varios manuales sobre cómo hacer negocio sin inmutarse y, en efecto, siguió a lo suyo como si tal cosa. El Euribor es lo de menos, al parecer. Porque primero atacó con una lista de números inverosímiles, tendentes a mostrar sin demostrar cuánto nos podemos ahorrar gracias a su celo y la generosidad de su banco. Nos salen a pagar cantidades que quitan el hipo, pero se llena todo de analgésicos financieros y de insospechadas ventajas. Las cuotas mensuales quedan en nada, si bien se mira, pues a cambio de la firma y las esposas para treinta años tendremos variados regalos y ventajas sin límite: nos harán descuentos una gran agencia de viajes, Travelbuitres o algo así, y un mayorista de Prozac. También nos conceden un juego de canicas azules (canjeables dentro de diez años por un bonobús), un edredón de verano, media docena de estampitas con la Virgen de los Desamparados y tres cajas de condones de sabores. Los sabores podemos elegirlos nosotros y ni siquiera nos aplican suplemento si los escogemos de arroz con leche.
La pena es que no seamos jardineros municipales, pues para jardineros ha salido ahora una oferta buenísima y les rebajan tres milésimas del tipo de interés. ¿Seguro que no somos jardineros, al menos en los ratos libres? Yo le confieso, sonrojándome, mi afición veraniega a geranios y petunias y, alborozado, me replica el selfmade(l)man que fantástico, que con eso servirá de sobra si mi jardín mide al menos diez hectáreas y lo hipoteco también. Mas no se terminan ahí las ventajas económicas. Todo lo anterior está condicionado a que abramos una cuenta cuya comisión mensual se lleva un ojo de la cara y parte del otro, a que domiciliemos ahí las nóminas de por vida y también una gran cantidad de recibos. Yo creía que pagábamos muchos recibos, pero son bien poquitos, por lo que se ve, y nos falta un puñado para alcanzar la normalidad morosa que se supone a la gente de bien. Otro requisito ineludible es que nos hagamos con una Visa de la casa, adornada con los tiernos colores de Agatha Ruiz de la Prada. Al parecer, es lo último en tarjetas y, según los datos que se nos aportaron, la tienen todos los gilipollas de nuestra ciudad. Fíjate. Eso sí, la tarjeta sale gratis. Gratis si gastas a cuenta de ella tropecientos mil euros mensuales de nada.
Salimos suficientemente estimulados, sin haber acertado ni una sola vez debajo de qué cubilete estaba la bolita, mecachis.
Luego, por cambiar de aires y tal, nos fuimos a departir en el banco que tiene ya el hábito de pelarme a mí la nómina mes a mes. Aquí todo fue más sencillo, pues el machaca de turno conservaba los viejos hábitos que caracterizaban el comercio leonés antes de la llegada triunfal de El Corte Inglés a estas tierras. Dormitaba apaciblemente y nos trató como a enemigos. Es que ya se sabe, esta gente que pregunta por hipotecas no quiere más que darle el palo al banco, así que cuidadín, no vayan a enredarnos y se nos eche a perder la cuenta de resultados. Supongo que en Santander también pasaba, pues es un vicio muy hispano. Nos costó un buen rato conseguir que el fiel empleado saliera de su letargo invernal. Para facilitarle la maniobra, le pregunté por el compañero que en tiempos me había atendido a mí en menesteres similares. Le costó dar con el personaje en su huidiza memoria, pero terminó por identificarlo y nos contó que se había prejubilado recientemente. Caray, no parecía tan mayor, comenté yo, por decir algo. Pues sí, cincuenta y un años, me replicó con cara de circunstancias. Vaya, pobre hombre, cómo echará de menos el currelo. Volvió a hacerse el silencio y al rato nos preguntó en qué trabajábamos. Al enterarse de que éramos humildes servidores de la ciencia universitaria, entró en trance un rato y, al cabo, concluyó que para gente de la Universidad había un convenio especial y se puso a buscarlo con denuedo en la pantalla de su ordenador. Claro, en ese momento sucedió lo que siempre ocurre en los bancos: se cayó el sistema y se atoró la pantalla, llena de estrellitas y cosas. En los bancos el sistema se cae por sistema. A uno lo rejuvenecen esas cosas, pues le traen recuerdos de cuando decíamos aquello de que hay que hacer que caiga el sistema. Sólo los bancos lo han conseguido y no debemos regatearles la admiración por ello.
Era un sistema personalizado, pues los computadores de sus compañeros sí funcionaban. Así que tomó el hombre la decisión de dictarle por teléfono nuestros datos al de la mesa de al lado para que, así, los datos buscados surgiesen en la pantalla del otro. No hizo falta, pues unos minutos después retornó la vida al aparato de nuestro esmerado asesor. Aparece por fin la información sobre el convenio con las universidades, momento en que nos lanza una agudísima pregunta: que en qué universidad trabajamos. Cuento hasta diez, me relajo, y le respondo que mismamente en la de aquí. Ah, en la Universidad de León, replica, satisfecho de su propia agudeza. Nos tomamos la cosa por el lado bueno y concluimos que nuestra pinta debe de ser de bedeles de Harvard, por lo menos.
Tras esfuerzos tan denodados y cuando ya éramos nosotros los que estábamos al borde del letargo, con esa paz que te asalta cuando conoces lo inminente de la derrota, acertó el esforzado bancario a exponernos las condiciones de su oferta. Lleno de gozo, descubro en ese instante que nos ofrece un interés de dos décimas menos de lo que estoy pagando yo mismo por mi hipoteca vigente con esos señores. Oiga, pues yo quiero cambiar mi hipoteca, le digo. Me responde: uy, eso habrá que estudiarlo, le puede salir caro. Lo considero más advertencia leal que ceñuda amenaza y conservamos el agradable tono mundano de nuestro diálogo. Como le solicito alguna información adicional sobre costes y gastos, me pide el teléfono para llamarme un día, después de que haya él podido averiguar tan rebuscados detalles. Nos marchamos henchidos de satisfacción.
Como el azar es juguetón y los dioses jamás abandonan a sus criaturas, nos topamos en la calle con el director de la sucursal bancaria que trafica con los emolumentos de mi mujer. Ésta le cuenta que un día de éstos pasaremos a preguntarle cosas de hipotecas y, amable en grado sumo, nos dice que por supuesto y que cuando queramos, pero que seguramente no nos van a convenir sus condiciones. En casa del herrero...
Tanto hablar, tanto hablar de las virtudes de la empresa privada y resulta que todos estos tipos parecen funcionarios. Van sobraos.
Primer banco. Sucursal nueva y popular con director joven y entusiasta. Con la primera pregunta lo desarmamos, pero seguramente ha leído varios manuales sobre cómo hacer negocio sin inmutarse y, en efecto, siguió a lo suyo como si tal cosa. El Euribor es lo de menos, al parecer. Porque primero atacó con una lista de números inverosímiles, tendentes a mostrar sin demostrar cuánto nos podemos ahorrar gracias a su celo y la generosidad de su banco. Nos salen a pagar cantidades que quitan el hipo, pero se llena todo de analgésicos financieros y de insospechadas ventajas. Las cuotas mensuales quedan en nada, si bien se mira, pues a cambio de la firma y las esposas para treinta años tendremos variados regalos y ventajas sin límite: nos harán descuentos una gran agencia de viajes, Travelbuitres o algo así, y un mayorista de Prozac. También nos conceden un juego de canicas azules (canjeables dentro de diez años por un bonobús), un edredón de verano, media docena de estampitas con la Virgen de los Desamparados y tres cajas de condones de sabores. Los sabores podemos elegirlos nosotros y ni siquiera nos aplican suplemento si los escogemos de arroz con leche.
La pena es que no seamos jardineros municipales, pues para jardineros ha salido ahora una oferta buenísima y les rebajan tres milésimas del tipo de interés. ¿Seguro que no somos jardineros, al menos en los ratos libres? Yo le confieso, sonrojándome, mi afición veraniega a geranios y petunias y, alborozado, me replica el selfmade(l)man que fantástico, que con eso servirá de sobra si mi jardín mide al menos diez hectáreas y lo hipoteco también. Mas no se terminan ahí las ventajas económicas. Todo lo anterior está condicionado a que abramos una cuenta cuya comisión mensual se lleva un ojo de la cara y parte del otro, a que domiciliemos ahí las nóminas de por vida y también una gran cantidad de recibos. Yo creía que pagábamos muchos recibos, pero son bien poquitos, por lo que se ve, y nos falta un puñado para alcanzar la normalidad morosa que se supone a la gente de bien. Otro requisito ineludible es que nos hagamos con una Visa de la casa, adornada con los tiernos colores de Agatha Ruiz de la Prada. Al parecer, es lo último en tarjetas y, según los datos que se nos aportaron, la tienen todos los gilipollas de nuestra ciudad. Fíjate. Eso sí, la tarjeta sale gratis. Gratis si gastas a cuenta de ella tropecientos mil euros mensuales de nada.
Salimos suficientemente estimulados, sin haber acertado ni una sola vez debajo de qué cubilete estaba la bolita, mecachis.
Luego, por cambiar de aires y tal, nos fuimos a departir en el banco que tiene ya el hábito de pelarme a mí la nómina mes a mes. Aquí todo fue más sencillo, pues el machaca de turno conservaba los viejos hábitos que caracterizaban el comercio leonés antes de la llegada triunfal de El Corte Inglés a estas tierras. Dormitaba apaciblemente y nos trató como a enemigos. Es que ya se sabe, esta gente que pregunta por hipotecas no quiere más que darle el palo al banco, así que cuidadín, no vayan a enredarnos y se nos eche a perder la cuenta de resultados. Supongo que en Santander también pasaba, pues es un vicio muy hispano. Nos costó un buen rato conseguir que el fiel empleado saliera de su letargo invernal. Para facilitarle la maniobra, le pregunté por el compañero que en tiempos me había atendido a mí en menesteres similares. Le costó dar con el personaje en su huidiza memoria, pero terminó por identificarlo y nos contó que se había prejubilado recientemente. Caray, no parecía tan mayor, comenté yo, por decir algo. Pues sí, cincuenta y un años, me replicó con cara de circunstancias. Vaya, pobre hombre, cómo echará de menos el currelo. Volvió a hacerse el silencio y al rato nos preguntó en qué trabajábamos. Al enterarse de que éramos humildes servidores de la ciencia universitaria, entró en trance un rato y, al cabo, concluyó que para gente de la Universidad había un convenio especial y se puso a buscarlo con denuedo en la pantalla de su ordenador. Claro, en ese momento sucedió lo que siempre ocurre en los bancos: se cayó el sistema y se atoró la pantalla, llena de estrellitas y cosas. En los bancos el sistema se cae por sistema. A uno lo rejuvenecen esas cosas, pues le traen recuerdos de cuando decíamos aquello de que hay que hacer que caiga el sistema. Sólo los bancos lo han conseguido y no debemos regatearles la admiración por ello.
Era un sistema personalizado, pues los computadores de sus compañeros sí funcionaban. Así que tomó el hombre la decisión de dictarle por teléfono nuestros datos al de la mesa de al lado para que, así, los datos buscados surgiesen en la pantalla del otro. No hizo falta, pues unos minutos después retornó la vida al aparato de nuestro esmerado asesor. Aparece por fin la información sobre el convenio con las universidades, momento en que nos lanza una agudísima pregunta: que en qué universidad trabajamos. Cuento hasta diez, me relajo, y le respondo que mismamente en la de aquí. Ah, en la Universidad de León, replica, satisfecho de su propia agudeza. Nos tomamos la cosa por el lado bueno y concluimos que nuestra pinta debe de ser de bedeles de Harvard, por lo menos.
Tras esfuerzos tan denodados y cuando ya éramos nosotros los que estábamos al borde del letargo, con esa paz que te asalta cuando conoces lo inminente de la derrota, acertó el esforzado bancario a exponernos las condiciones de su oferta. Lleno de gozo, descubro en ese instante que nos ofrece un interés de dos décimas menos de lo que estoy pagando yo mismo por mi hipoteca vigente con esos señores. Oiga, pues yo quiero cambiar mi hipoteca, le digo. Me responde: uy, eso habrá que estudiarlo, le puede salir caro. Lo considero más advertencia leal que ceñuda amenaza y conservamos el agradable tono mundano de nuestro diálogo. Como le solicito alguna información adicional sobre costes y gastos, me pide el teléfono para llamarme un día, después de que haya él podido averiguar tan rebuscados detalles. Nos marchamos henchidos de satisfacción.
Como el azar es juguetón y los dioses jamás abandonan a sus criaturas, nos topamos en la calle con el director de la sucursal bancaria que trafica con los emolumentos de mi mujer. Ésta le cuenta que un día de éstos pasaremos a preguntarle cosas de hipotecas y, amable en grado sumo, nos dice que por supuesto y que cuando queramos, pero que seguramente no nos van a convenir sus condiciones. En casa del herrero...
Tanto hablar, tanto hablar de las virtudes de la empresa privada y resulta que todos estos tipos parecen funcionarios. Van sobraos.
Los bancos es que son muy suyos. No ha mucho tiempo necesité unos dineros para costear un master a mi hija, y fuí a charlar un rato con el director de la Entidad (ojo, no el banco, eh, sino "la Entidad") que me chulea desde hace más de una década y, mírándole a los ojos, se me ocurrió preguntarle cuanto dinero me prestaba por mí mismo, es decir, con mi sola garantía de cliente conocido, sin hipotecas, avalistas ni fiadores. A fin de cuentas, conoce mis posibles mejor que yo. Pues nada, el hombre no sabía dónde mirar, y si reirse o darme unas palmaditas de conmiseración en la espalda. En momentos así mismamente descubre uno su exacta valía.
ResponderEliminar¿Comprenden ya porque regalan prozac a los clientes? En mi "Entidad" (nunca mejor término para tales menesteres usurarios cuasi metafísicos) nos regalan tranxilium y, eso sí, una manta de viaje. Será por si nos tiramos al monte, digo yo. O al exilio. O por si nos trasladamos un día a vivir bajo un puente, mientras liquidamos la deuda.
¿Empresas privadas? ¿Los bancos? También la Renfe, ¿no?
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