Alas para la Historia
Francisco Sosa Wagner
A veces tiene uno la impresión de que la Historia es un espejo que nos persigue con nuestras propias imágenes, tantos son los reflejos repetidos que proyecta. Y es que tan solo los botarates muy avalados creen estar de estreno en la vida, las personas instruidas, por el contrario, saben que los sucesos y los acontecimientos tienen la vocación perseverante del cangilón de noria. El estreno está bien para el teatro o el cine, pero cuando lo que se reza es el rosario del tiempo real entonces acudimos invariablemente al reestreno.
Así ocurre con una polémica como la de la autonomía universitaria que se ha puesto en el pasado en circulación de forma recurrente y en torno a la cual gira hoy el proyecto de ley de Universidades, en tramitación en las Cortes. Pues bien, hace pocos días se ha celebrado en Oviedo un acto muy emotivo de homenaje a Leopoldo García Alas y G. Argüelles, rector de aquella universidad fusilado por los nacionales en 1937. Don Leopoldo, hijo del escritor Leopoldo Alas, Clarín, era catedrático de Derecho Civil. Con tal motivo se ha reeditado el discurso, escrito con inmejorable pluma, que pronunció en la apertura del curso académico 1922-1923, dedicado íntegramente a reflexionar sobre la enseñanza en España y, en especial, sobre la universidad.
La fecha es interesante, porque en 1919, César Silió, conocido por sus libros y escritos, ministro en el Gobierno de Maura, aprobó un decreto de autonomía universitaria a cuyo amparo se esbozaron por algunas universidades españolas sus propios estatutos. Esfuerzo normativo inútil porque, en agosto de 1922, un nuevo ministro (Montejo) advirtió que el decreto de Silió era contrario a la Ley Moyano (ley que alumbró la modernización de la educación española a mediados del siglo XIX) y lo suspendió. Lo curioso es que todo ello sucedió con el aplauso de los más conscientes. Porque el hecho es que la innovación de Silió había abierto un debate en el que una persona de tanto prestigio como Pittaluga, catedrático de Parasitología, se levantó en el claustro de su universidad para leer una proposición en la que pedía que las reformas se hicieran «de manera gradual y a base de ensayos paulatinos, y no de pronto, mediante un cambio tan violento, que entrañaba el riesgo del fracaso». En parecido sentido se pronunciarían, en las páginas de algunos periódicos, universitarios tan significados como Julián Besteiro, Blas Cabrera o Cossío. Ramón Carande tampoco se hallaba entre los entusiastas de la idea autonómica y nada menos que Ramón y Cajal señalaría de manera en buena medida profética: «El caciquismo se apoderará de las Universidades de algunas regiones ... un procedimiento gradual y escalonado será mucho más recomendable». Las reticencias a la autonomía venían de lejos porque Unamuno, en 1902, había dicho: «La autonomía plena creo que traería daños incalculables; si, por ejemplo, se llegara a encomendar a los claustros el nombramiento de los profesores, no sé lo que acabaría por pasar».
Pues bien, es en este contexto cuando se pronuncia el discurso de Alas en Oviedo. Y el orador, que en su condición de jurista subraya la ilegalidad de la ocurrencia de Silió, advierte del peligro de que la universidad española quede entregada a sí misma y el Estado acabe desentendiéndose de ella. ¡Ah, qué actualidad tienen estas palabras pronunciadas hace casi un siglo entre los muros universitarios de Vetusta!: «Las universidades tendrán que luchar por la vida y no sólo deberán hacerse la competencia para seguir subsistiendo, sino que tendrán que disputar su clientela a los establecimientos libres». ¿A qué suenan estas palabras de don Leopoldo? ¿No parecen dirigidas a las autoridades actuales que a diario discursean sobre la competitividad? Fuera de la degradación lamentable del lenguaje, me parece que estamos ante la misma monserga cuyo peligro advertía Alas. Porque, sigue diciendo el catedrático ovetense, «de haberse realizado el ideal del señor Silió, andando el tiempo no se enseñaría en España materia alguna que no contara con el número necesario de alumnos para costear la cátedra, y sólo podrían tener esperanzas de sobrevivir aquellas enseñanzas que por su inmediata aplicación a la práctica de diversas profesiones tuviesen una clientela asegurada... [así pues] la competencia entre las Universidades llevaría a cometer los mayores abusos, con tal de que éstos sirvieran para obtener medios de vida».
Y por si alguien no había entendido adecuadamente, añade: «Si se confía en la universidad para que se salve por sí misma, [la autonomía] lejos de regenerar nuestra Universidad, retrasaría indefinidamente el día, tan deseado, en que pudiéramos verla ya salvada». Y aporta, quien años más tarde sería rector, un dato bien significativo extraído de la experiencia -magnífica, por cierto- de la Universidad de Oviedo: a saber la obra de la Extensión universitaria, la Universidad Popular, la Escuela práctica de estudios jurídicos y sociales, algunos seminarios, las colonias escolares de vacaciones... Todas estas iniciativas, inspiradas por el pensamiento institucionista, de Giner et alii, se llevaron a cabo sin gozar de autonomía alguna porque «como en todas las cosas de este mundo, los hombres importan mucho y los sistemas muy poco».
Al discurso, como se ve, no le sobra nada, aunque hoy suene a una incorrección subida de tono en los altares oficiales. Pero a quienes nos fatiga y aburre oír hablar de vacuidades que se suceden a sí mismas con el cansino soniquete de una voz lastimera, nos reconforta leer a don Leopoldo estas palabras pronunciadas hace tantos años: «Solemos pagarnos bastante de otra clase de reformas, puramente externas y generalmente ineficaces, y discutimos planes de estudios, cambios en la duración de las carreras, aumento o disminución de asignaturas y cosas por el estilo, que no significan nada, pues el mal profesor enseñará mal con cualquier plan y el bueno enseñará bien con un sistema o con otro».
Razona también Alas sobre las reformas repentinas, esas que bien conocemos un siglo después, aplicadas por igual y a la vez a todas las universidades -grandes, pequeñas, añejas, noveles, del sur, del norte, técnicas, humanísticas...- fruto del alarde de improvisación de quienes han creído encontrar en su pasajera cartera ministerial la pócima milagrosa y salvífica. A quienes con prisas proceden, les espeta don Leopoldo: «Que no sean estas materias campo de experimentación para ministros más o menos arbitristas que sin preparación de ningún género, llevados del insano afán de ver su nombre al frente de un plan de estudios o de una reforma cualquiera, cuando no de motivos inconfesables, hacen y deshacen a su antojo, incapaces de darse cuenta exacta del daño inmenso que causan». Y, con un tono de cierta mofa, apostilla: «Mientras aquí todas las reformas han salido de la cabeza de sus autores lo mismo que Minerva de la de Júpiter, en Francia, para modificar un plan de estudios en la segunda enseñanza, son necesarias largas discusiones en las cámaras y una sola información llenó hasta siete gruesos volúmenes, aparte de una copiosa literatura debida a las personalidades más ilustres de la pedagogía contemporánea».
Quienes, como es mi caso, hemos escrito sobre la realidad que esconde la autonomía universitaria (El mito de la autonomía universitaria, Civitas, 2005), los argumentos de un ilustre colega, jurista de poderosa cabeza y ética aquilatada, nos halagan los oídos aunque nos obliguen a comprobar una vez más que, si nada hay nuevo bajo el sol (Eclesiastés dixit), menos aún lo habrá a la sombra de las dependencias del Ministerio de Educación.
Hoy, la autonomía de que gozan las universidades, que se refuerza en el proyecto debatido en las Cortes, se ha convertido en la maleta de doble fondo que ha permitido meter de matute en la vida universitaria mucha mercancía de contrabando y la mayor parte de ella averiada. Se manejó como una esperanza al principio de la Transición, sin que nadie supiera muy bien qué significaba, como se puede comprobar con la lectura de los debates parlamentarios de la Constitución, pero lo cierto es que, si en aquellos años nos quedamos arrullados soñando con una universidad autónoma y democrática, lo cierto es que, al despertarnos, hemos advertido que lo que nos ha quedado entre las manos es un artefacto gremial y en buena medida lugareño.
Razones para no estudiar historia:
ResponderEliminar- Nada práctico se aprende de ella: los errores se repiten, ¡hasta las palabras que denuncian los errores se repiten! El conocimiento de la historia no evita nada.
- Desmoraliza: no hay nada nuevo bajo el sol. Más de lo mismo, a veces peor contado (¡anda que no se han mofado los artistas, de Jesucristo y compañía antes de las dichosas fotografías de estos días!)
- Es fuente de controversias infinitas: sobre causas, desencadentantes, consecuencias, razones, explicaciones. Y cuando no es así, es porque a nadie le importa un pimiento.
- Suministra 'argumentos' históricos que después se (mal)utilizan en debates políticos: cuatro cartas en pixueto y dentro de unos años L'Amuravela entra para la PAU.
- Está devaluada: todo es histórico, desde la victoria de un equipo en la Liga hasta la nominación de una actriz para los oscar.
Por otra parte, un estupendo artículo, del que, una vez más, nada se va a aprender. Y será una lástima.
¿Cuándo las cerramos?
ResponderEliminarSaben... Tengo un buen amigo que es de derechas pero no es liberal. Dice -en contra de mi criterio- que no hay que dejarles a ustedes que se mueran de hambre porque ¿cómo sabemos que extintas estas casas de putas no habrá otro posible nido de rojos sinvergüenzas más eficaz?
Según él lo mejor no es que no haya ente público sino que lo mejor es que el ente público esté compuesto por inútiles. ¡Es tan feliz con ustedes!