Algunas temporadas uno daría algo bueno por poder ser transparente; por ser capaz de serlo, quiero decir. Nos pasamos la vida ocultándonos, ahítos de prudencia y aplastados por temores, generalmente gratuitos, vanos. Siempre hay una tonta razón para guardar aquel secreto que no merece la discreción que su anterior dueño solicita, cada vez una excusa interior para no responderle al impertinente lo que te pide el alma o para no pararle al descarado los pies con la vehemencia que el caso requiere. Todo se concita para hacernos más pequeñitos a medida que crecemos y para atarnos más cuando podríamos ser más libres.
Puede que ahí habite uno de los retos mayores de la vida, el único consuelo para el envejecer, en el atreverse. Vejez sin osadía es doble acabamiento. Y sin embargo... Uno mira alrededor, porque no sobra el aliento y el ejemplo también suma, y ve tantas cervices dobladas, tanta disciplina por puro hábito, tal esmero en la obediencia..., tanto culete en pompa.
En la juventud la disculpa suele aludir al trabajo que tanto se necesita, a la fidelidad que se le debe a parientes y vecinos, a las puertas que aún no se han abierto y que guardan celosos demandantes de pleitesía y de coba. Cuando hay ya seguro de qué comer y hasta es uno mismo el que manda un poco, el pretexto se pone en familiares y amigos, a los que, según se cuenta a los íntimos, no se desea perjudicar con el libre rugido de esa invisible fiera que cada cual lleva dentro, al parecer. Mientras tanto, lo que no se interrumpe es la ambición propia y ya hemos aprendido a masajear con mimo las partes sensibles de cada mandamás que puede beneficiarnos. O muchos simplemente ansían que los quieran y muy en particular se desea de los malos, de los desabridos, de los abusadores. Cuanto más hijoputa un tipo con algo de poder, más parroquianos se aprietan para ponerle el lomo y que se lo acaricie un poco. Si los azota también les vale, con tal de que no los saque de su sombra ni les niegue el mendrugo que comen de su mano.
En la juventud la disculpa suele aludir al trabajo que tanto se necesita, a la fidelidad que se le debe a parientes y vecinos, a las puertas que aún no se han abierto y que guardan celosos demandantes de pleitesía y de coba. Cuando hay ya seguro de qué comer y hasta es uno mismo el que manda un poco, el pretexto se pone en familiares y amigos, a los que, según se cuenta a los íntimos, no se desea perjudicar con el libre rugido de esa invisible fiera que cada cual lleva dentro, al parecer. Mientras tanto, lo que no se interrumpe es la ambición propia y ya hemos aprendido a masajear con mimo las partes sensibles de cada mandamás que puede beneficiarnos. O muchos simplemente ansían que los quieran y muy en particular se desea de los malos, de los desabridos, de los abusadores. Cuanto más hijoputa un tipo con algo de poder, más parroquianos se aprietan para ponerle el lomo y que se lo acaricie un poco. Si los azota también les vale, con tal de que no los saque de su sombra ni les niegue el mendrugo que comen de su mano.
Súmese a tanta inanidad de carácter la perniciosa acción de las modas. Ahora no se lleva rajar de nadie, ni siquiera para soltar verdades como castillos o afear evidencias incontestables. La crítica al vecino corrupto, al compañero traidor o al conocido degenerado está a punto de tenerse por delito ecológico, pues afea el paisaje imaginario en el que nos gusta vivir y sentirnos, lleno de seres angelicales que envuelven en sonrisas cada trapacería y le ponen el lazo de la ética a sus atracos. A uno le pisan un día el juanete y en cuanto dice aquello de vaya con cuidado y mire dónde pone el zapato, se le vuelven cincuenta y le afean el mal talante y lo mucho de intolerancia, amén de no haber parado mientes en los mil traumas que pueden aquejar al pisoteador, que quizá tuvo una infancia difícil o es de una mayoritaria minoría oprimida o de otra cultura, o perdió las pasadas elecciones.
Vale todo con tal de que nadie diga esta boca es mía y todo dios achante, ya no rigen prohibiciones de hacer, sino de contar, la perfidia ya no es tacha del que abusa, sino adorno del que no tolera. No ha de faltar mucho para que los robos se le reprochen a la víctima que los denuncie y las violaciones al forzado que proteste en vez de relajarse y gozar.
Vale todo con tal de que nadie diga esta boca es mía y todo dios achante, ya no rigen prohibiciones de hacer, sino de contar, la perfidia ya no es tacha del que abusa, sino adorno del que no tolera. No ha de faltar mucho para que los robos se le reprochen a la víctima que los denuncie y las violaciones al forzado que proteste en vez de relajarse y gozar.
No hay manera de saber si tanta norma nos acobarda y tanta represión nos encoge o si será al revés, que semejante confabulación de caguetas, meapilas, consentidos, timoratos, tibios, trepas, tiralevitas, zascandiles y mamporreros impone su ley con saña y hace regla del silencio que más les conviene. El caso es que, sea como sea, da grima. Jodido país de castrones.
"una de las dos españas ha de helarte el corazón" A.M.
ResponderEliminarFdo:La tercera España
Ay Toño, que como te aprecio te veo un poquitín bajo de moral..., y que no te sientas así. Y yo que pensé que Locombia iba a apaciguarte los ánimos... A pesar de algunos tristes resultados, me queda el recuerdo de una preciosa colombiana de ojos negros..., que me hizo infringir una y otra vez el sexto mandamiento. Rico, la verdad.
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