28 abril, 2007

En Massachusetts como aquí

Cada vez que me entero de alguna historia de troleros triunfadores me acuerdo de los que yo conozco aquí al lado y me da la risa, acompañada de unas arcadas incontenibles. Hoy el ABC habla de una decana del Massachusetts Institute of Technology (MIT) que se montó sus ascensos académicos a base de aducir tres exigentes titulaciones académicas que luego resultó que no tenía, que se las había inventado por el morro. Como cuando aquel Luis Roldán de nuestros cuarteles, que se llevó las pesetas y resultó descubierto justo el día antes de que lo nombrara ministro del interior Felipe González, que tenía un ojo clínico especial para dar cargos a sinvergüenzas.
Pues la gringa de la noticia se llama Marilee Jones, y manda cataplines. Llegó a decana porque, según cuenta ahora, cariacontecido, el canciller del MIT, “para el puesto inicial ocupado por Jones no se necesitaba titulación universitaria y cuando ascendió, nadie se molestó en comprobar sus credenciales”. Aquí también se ocupan muchos puestos por Jones, más que nada porque los que proponen y los que nombran para los respectivos sillones (caray, algunos días anda uno con las rimas revueltas) pierden los papeles en cuanto los pillos les trabajan un poco los cajones (y dale) y les masajean la vanidad. Suelen ser tan majos esos pícaros, que cómo les vas a pedir los papeles si tú mismo los pierdes ante sus requiebros y añagazas. Mira por donde, para colmo, la Jones se había hecho simpática y famosa dentro de aquella prestigiosa comunidad universitaria porque publicaba artículos en los que “insistía en la necesidad de restaurar la alegría y tranquilidad de los jóvenes obsesionados con su formación”. Si fuera española, seguro que trabajaría en un alto cargo del Ministerio de Educación y se encargaría de redactar gilipolleces así para ponerlas en esas leyes educativas tan monas que nos están regalando últimamente. Artículo 69: “Las universidades velarán para que a sus estudiantes, profesores y personal de los servicios no les falte la alegría ni los embarguen las preocupaciones”. Un éxito seguro. Aquí llegaría sin duda a ministra de educación, si no tuviera la mala suerte de que se le meta antes una arenilla en el ojo al Presidente.
Lo de las tres titulaciones me trae a la cabeza algunas de esas historias chuscas que en mi universidad protagonizó nuestro Jones local, ése que ahora es la mano –derecha- que mece la cuna de rectorados y consejerías de la cosa. Como aquella vez que llegó por aquí una profesora latinoamericana y él la metió en su despacho y se puso a contarle que tenía tres licenciaturas –Derecho, Economía y Filosofía-, amén de ser dueño de media Patagonia. Sí, eso le dijo, que media Patagonia era suya. La buena mujer se hallaba sobrecogida por haber ido a dar en tierras leonesas con semejante portento de la intelectualidad y el latifundio, y en estas estaban cuando sonó el teléfono. Él contestó con monosílabos y, después de colgar, se levantó y le dijo a la perpleja dama: mire, viene ahora mismo mi mujer a buscarme y de esto que acabamos de hablar es mejor que no le comentemos nada, pues hay cosas de uno que no tiene por qué saber ni su esposa. Con un par de jones. Y ahí lo tenemos, triunfando a día de hoy como si tal cosa. Atrápalo si puedes.
Pero no es el único, no. Hay otro, a quien tampoco le va mal, al que le da por echarse novias con efectos retroactivos. Conmigo la tiene tomada porque cada vez que me emparejo –muy de tarde en tarde y ya se acabó, de verdad- le da por ir diciendo que le he levantado la chica a él y que no hay derecho. Una vez se publicó un libro del que figuraba como autor y consiguió que se lo prologara un profesor muy reputado y al que había convencido de que él también poseía varias titulaciones universitarias –todos tienen las mismas obsesiones: títulos, propiedades y macizas enamoradas-. El bueno del prologuista expresó su genuina admiración en el prólogo, aludió a la meritoria combinación de carreras que había logrado el autor y se quedó tan contento. Tan contento hasta que se enteró de que el otro le había metido doblada la carrera extra que no tenía ni por asomo.
Yo no sé cómo sería exactamente lo de la Jones allá en Massachusetts y si los que la jaleaban irían de buena fe o sabrían la dura verdad de que era una pirada con jeta grande y buenas mañas para la adulación. De lo que sí estoy convencido es de que los de aquí sólo engañan a los que quieren ser engañados. La secretaria anuncia la visita: que viene el Sr. Jones. Y el otro responde: hágalo pasar, que ya me voy poniendo en pompa. Más de una vez yo mismo se lo he dicho con todas letras a sus valedores: ¿pero no os dais cuenta de que está como un cencerro y es mentira todo lo que cuenta? Y la respuesta se repite, siempre la misma: sí, ya lo sé, pero es tan majo y tan sensible... Si en ese momento uno observa detenidamente a tal interlocutor, capta los espasmos de su vanidad recientemente meneada. El misterio no está en el que se la magrea, sino en el que consiente, corazón tendido al sol. Debería contarnos el canciller del MIT de qué manera la Jones lo hacía disfrutar con sus inventos y qué resortes le movían a él las fabulaciones de ella. Ahí está la clave, no les quepa duda.
De todos modos, la Jones de allá ha tenido que dimitir. Aquí, en una universidad de las nuestras, condenarían al ostracismo al que la hubiera denunciado, por andar crispando.

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