Hace unos días me dio por pensar que qué ganas vienen a veces de hacerse transparente y dejar de ocultar lo que se opina o se desea y de comenzar a decir en cada ocasión lo que de verdad apetece, y así lo escribí aquí, malamente. Pero pensándolo mejor...Va rollo teórico sobre esto, pero no se me desesperen en exceso las amistades cibernéticas, que trato de ser conciso.
Se nos llena la boca todo el día hablando de los derechos humanos y casi todas las doctrinas que los quieren fundamentar vienen a decirnos que siempre estuvieron ahí, como valores objetivos, como bienes indudables, pero que hemos tardado mucho en descubrirlos, aunque, ahora que hemos dado con su verdad rotunda, los tenemos para siempre, no podemos olvidarlos. Por hacer una comparación, es como cuando las iglesias nos cuentan que siempre fue mandato divino la interdicción de la esclavitud o la igualdad de la mujer, pero que hasta los mensajes eclesiales son históricos y tal y tardaron papas y obispos en enterarse de semejantes verdades eternas, pese a que estaba desde siempre el Espíritu Santo sopla que sopla e inspira que inspira. Es lo mismo que, en versión profana, nos explica el bueno de Habermas, don Jürgen: que desde la primera vez que un humano le dijo a otro buenos días o vaya cuerpo serrano, ya estábamos todos los hablantes presuponiendo que cada interlocutor real o posible es igual a nosotros y tiene el mismo derecho a llevarnos la contraria sin que le aticemos un porrazo o lo pasemos por la hoguera, pero que ha tenido que llover lo suyo para que nos diéramos cuenta de todo lo que estábamos asumiendo cada vez que hablamos.
Pues entre las teorías más fascinantes que conozco sobre el porqué y el cuándo de los derechos humanos está la de Niklas Luhmann. Según este recio alemanote, la noción de derechos humanos, tal como hoy la manejamos, surgió cuando tenía que surgir: en el momento en que el sistema social la necesitó; es decir, cuando para la reproducción del sistema social vigente hizo falta que nos creyéramos ciertos papeles y los representáramos con convicción bastante. Para que cada uno pueda cumplir con su papel de consumidor en el sistema económico es necesario cargarlo con ciertos derechos y que se los tome como atributo de su mismísimo ser; y lo mismo para que cumpla el de votante que le requiere el sistema político, el de investigador en el sistema científico, el de operador jurídico en el sistema jurídico, el de creyente en el sistema religioso y hasta el de románticamente enamorado en el sistema amoroso, etc., etc. Cuantas más prestaciones se requieren del sujeto individual y para que cada uno pueda rendirlas todas sin volverse loco y sin darse cuenta de que no es más que la marioneta a la que pone voz el ventrílocuo o el puro cable por el que pasan las comunicaciones que propiamente no son suyas, más derechos se le imputan para que se los crea y obre en consecuencia, consecuentemente con el sistema social.
Va Luhmann dando cuenta de la función social de unos y otros derechos de esos que llamamos humanos, pero que instrumentalizan al humano al servicio de sus roles, como no puede ser de otro modo. Piénsese en los llamados derechos de la personalidad y en lo que significa decir de alguien que tiene mucha personalidad. Se nos convence de que gozamos de una serie de libertades de las que podemos hacer uso autónomo, pero que sirven para que mantengamos una coherencia en nuestro actuar que nos haga perfectamente previsibles y, con ello, fiables. Decimos que tiene personalidad aquel con el que siempre sabemos a qué atenernos, a qué carta quedarnos, el que no nos sorprende con salidas de pata de banco o con actos que no estén en el guión. Propiamente, un sujeto así, con gran personalidad, es la antítesis del individuo libre, del sujeto kantiano que va por la vida de autónomo y presumiendo de poder hacer lo que le da la gana, pues hace lo previsto y lo que todos esperan todo el tiempo de él. En verdad, el único libre es el loco, el heterodoxo radical, aquel con el que pocos tratos caben porque no se atiene a reglas prefijadas ni hace lo que se espera, lo que se espera de él y de todos, cortados por idénticos patrones, que son los patrones de esos derechos generales. Poder hacerlo todo para que todos hagamos lo mismo, esa sería la suprema paradoja de nuestras libertades jurídicas.
Pues vamos con lo de la transparencia y veremos qué lío. ¿Por qué gozamos del derecho a la intimidad? ¿Por qué nos ha sido “otorgado” ese derecho tan fundamental? La respuesta corriente reza así: porque hay una esfera de nuestro ser y nuestras acciones que es esencialmente nuestra, de nuestra exclusiva propiedad e incumbencia y a la que debe estarle vetado el acceso a los demás. Y todo esto acaba siempre en la idea de dignidad, que aparece como respaldo último y definitiva justificación de cada derecho fundamental que se desee justificar. Poseemos esa propiedad, la dignidad, como constitutiva de nuestra esencia humana y cada derecho es homenaje que a esa condición de seres dignos se le hace, por lo que el respeto que los demás tengan de tales derechos es consideración, en últimas, de la dignidad que nos caracteriza. Siguiendo con lo de la intimidad, que no puedan los otros escuchar impunemente mis conversaciones telefónicas o leer mi correspondencia, que no esté permitido que me instalen en la cabeza unos electrodos que retransmitan mis pensamientos para público conocimiento, que no sea posible colocar en mi alcoba una cámara para que los demás conozcan mis prácticas más privadas, etc, etc., son maneras de salvaguardar algo mío, que me pertenece en exclusiva y que a los demás ni importa ni debe importar.
Luhmann lo cuenta de otra manera, revolucionaria, sorprendente, descorazonadora. Cuando se nos protege la intimidad no se está haciendo manifestación de un respeto que se le deba al núcleo más propio de nuestro ser, sino que se está defendiendo algo que el sistema social necesita de cada uno de nosotros: que cada cual aparezca para los demás como fiable, como alguien en quien podemos confiar y con quien, por tanto, podemos hacer un negocio, ir a misa, echar la partida, asistir a una manifestación, casarnos..., como alguien de quien podemos creer una explicación o escuchar sin reservas sus tesis como científico o sus aseveraciones sobre sus creencias morales, políticas o religiosas. Porque, pensemos, ¿nos relacionaríamos como nos relacionamos con nuestros conocidos, compañeros y parientes si nos estuviera permitido acceder a sus más íntimos anhelos, saber de sus auténticos pensamientos, conocer sus más profundas ilusiones o, no digamos, averiguar lo que hacen en la cama, en las noches de los sábados o en los viajes a Tegucigalpa? ¿Le compraría usted una casa, se casaría o, simplemente, saldría de paseo con alguien de quien sepa absolutamente todo lo que guarda para sí? Eso incluye que usted sabría lo que ese individuo piensa de usted y lo que le gustaría hacerle a usted, a su esposo o esposa o a su tía del pueblo. Resultaría terrible y seguramente todo este entramado de relaciones sociales, reglas y roles se iría al carajo y retornaríamos en un abrir y cerrar de ojos al estado de naturaleza. Pues al vernos unos a otros como naturalmente somos, reaparecería en cada uno ese lobo que la sociedad mantiene encerrado para poder subsistir como orden, como sociedad propiamente dicha.
Es la sociedad la que nos quiere íntimos para no tenernos como auténticos y para que el individuo indomable que cada uno llevamos dentro, al menos en los sueños, en las fantasías, en los pensamientos más privados, sea reemplazado por este ser domesticado que llamamos ciudadano y con el que da gusto convivir, convivencia basada en las convicciones y valores que todos compartimos, al menos mientras se nos crea lo que decimos y no se nos vea por dentro. Sin hipocresía no hay sociedad posible y la pervivencia de la imprescindible hipocresía social es lo que asegura el derecho a la intimidad. Eso nos cuenta Luhmann, y da que pensar.
Se nos llena la boca todo el día hablando de los derechos humanos y casi todas las doctrinas que los quieren fundamentar vienen a decirnos que siempre estuvieron ahí, como valores objetivos, como bienes indudables, pero que hemos tardado mucho en descubrirlos, aunque, ahora que hemos dado con su verdad rotunda, los tenemos para siempre, no podemos olvidarlos. Por hacer una comparación, es como cuando las iglesias nos cuentan que siempre fue mandato divino la interdicción de la esclavitud o la igualdad de la mujer, pero que hasta los mensajes eclesiales son históricos y tal y tardaron papas y obispos en enterarse de semejantes verdades eternas, pese a que estaba desde siempre el Espíritu Santo sopla que sopla e inspira que inspira. Es lo mismo que, en versión profana, nos explica el bueno de Habermas, don Jürgen: que desde la primera vez que un humano le dijo a otro buenos días o vaya cuerpo serrano, ya estábamos todos los hablantes presuponiendo que cada interlocutor real o posible es igual a nosotros y tiene el mismo derecho a llevarnos la contraria sin que le aticemos un porrazo o lo pasemos por la hoguera, pero que ha tenido que llover lo suyo para que nos diéramos cuenta de todo lo que estábamos asumiendo cada vez que hablamos.
Pues entre las teorías más fascinantes que conozco sobre el porqué y el cuándo de los derechos humanos está la de Niklas Luhmann. Según este recio alemanote, la noción de derechos humanos, tal como hoy la manejamos, surgió cuando tenía que surgir: en el momento en que el sistema social la necesitó; es decir, cuando para la reproducción del sistema social vigente hizo falta que nos creyéramos ciertos papeles y los representáramos con convicción bastante. Para que cada uno pueda cumplir con su papel de consumidor en el sistema económico es necesario cargarlo con ciertos derechos y que se los tome como atributo de su mismísimo ser; y lo mismo para que cumpla el de votante que le requiere el sistema político, el de investigador en el sistema científico, el de operador jurídico en el sistema jurídico, el de creyente en el sistema religioso y hasta el de románticamente enamorado en el sistema amoroso, etc., etc. Cuantas más prestaciones se requieren del sujeto individual y para que cada uno pueda rendirlas todas sin volverse loco y sin darse cuenta de que no es más que la marioneta a la que pone voz el ventrílocuo o el puro cable por el que pasan las comunicaciones que propiamente no son suyas, más derechos se le imputan para que se los crea y obre en consecuencia, consecuentemente con el sistema social.
Va Luhmann dando cuenta de la función social de unos y otros derechos de esos que llamamos humanos, pero que instrumentalizan al humano al servicio de sus roles, como no puede ser de otro modo. Piénsese en los llamados derechos de la personalidad y en lo que significa decir de alguien que tiene mucha personalidad. Se nos convence de que gozamos de una serie de libertades de las que podemos hacer uso autónomo, pero que sirven para que mantengamos una coherencia en nuestro actuar que nos haga perfectamente previsibles y, con ello, fiables. Decimos que tiene personalidad aquel con el que siempre sabemos a qué atenernos, a qué carta quedarnos, el que no nos sorprende con salidas de pata de banco o con actos que no estén en el guión. Propiamente, un sujeto así, con gran personalidad, es la antítesis del individuo libre, del sujeto kantiano que va por la vida de autónomo y presumiendo de poder hacer lo que le da la gana, pues hace lo previsto y lo que todos esperan todo el tiempo de él. En verdad, el único libre es el loco, el heterodoxo radical, aquel con el que pocos tratos caben porque no se atiene a reglas prefijadas ni hace lo que se espera, lo que se espera de él y de todos, cortados por idénticos patrones, que son los patrones de esos derechos generales. Poder hacerlo todo para que todos hagamos lo mismo, esa sería la suprema paradoja de nuestras libertades jurídicas.
Pues vamos con lo de la transparencia y veremos qué lío. ¿Por qué gozamos del derecho a la intimidad? ¿Por qué nos ha sido “otorgado” ese derecho tan fundamental? La respuesta corriente reza así: porque hay una esfera de nuestro ser y nuestras acciones que es esencialmente nuestra, de nuestra exclusiva propiedad e incumbencia y a la que debe estarle vetado el acceso a los demás. Y todo esto acaba siempre en la idea de dignidad, que aparece como respaldo último y definitiva justificación de cada derecho fundamental que se desee justificar. Poseemos esa propiedad, la dignidad, como constitutiva de nuestra esencia humana y cada derecho es homenaje que a esa condición de seres dignos se le hace, por lo que el respeto que los demás tengan de tales derechos es consideración, en últimas, de la dignidad que nos caracteriza. Siguiendo con lo de la intimidad, que no puedan los otros escuchar impunemente mis conversaciones telefónicas o leer mi correspondencia, que no esté permitido que me instalen en la cabeza unos electrodos que retransmitan mis pensamientos para público conocimiento, que no sea posible colocar en mi alcoba una cámara para que los demás conozcan mis prácticas más privadas, etc, etc., son maneras de salvaguardar algo mío, que me pertenece en exclusiva y que a los demás ni importa ni debe importar.
Luhmann lo cuenta de otra manera, revolucionaria, sorprendente, descorazonadora. Cuando se nos protege la intimidad no se está haciendo manifestación de un respeto que se le deba al núcleo más propio de nuestro ser, sino que se está defendiendo algo que el sistema social necesita de cada uno de nosotros: que cada cual aparezca para los demás como fiable, como alguien en quien podemos confiar y con quien, por tanto, podemos hacer un negocio, ir a misa, echar la partida, asistir a una manifestación, casarnos..., como alguien de quien podemos creer una explicación o escuchar sin reservas sus tesis como científico o sus aseveraciones sobre sus creencias morales, políticas o religiosas. Porque, pensemos, ¿nos relacionaríamos como nos relacionamos con nuestros conocidos, compañeros y parientes si nos estuviera permitido acceder a sus más íntimos anhelos, saber de sus auténticos pensamientos, conocer sus más profundas ilusiones o, no digamos, averiguar lo que hacen en la cama, en las noches de los sábados o en los viajes a Tegucigalpa? ¿Le compraría usted una casa, se casaría o, simplemente, saldría de paseo con alguien de quien sepa absolutamente todo lo que guarda para sí? Eso incluye que usted sabría lo que ese individuo piensa de usted y lo que le gustaría hacerle a usted, a su esposo o esposa o a su tía del pueblo. Resultaría terrible y seguramente todo este entramado de relaciones sociales, reglas y roles se iría al carajo y retornaríamos en un abrir y cerrar de ojos al estado de naturaleza. Pues al vernos unos a otros como naturalmente somos, reaparecería en cada uno ese lobo que la sociedad mantiene encerrado para poder subsistir como orden, como sociedad propiamente dicha.
Es la sociedad la que nos quiere íntimos para no tenernos como auténticos y para que el individuo indomable que cada uno llevamos dentro, al menos en los sueños, en las fantasías, en los pensamientos más privados, sea reemplazado por este ser domesticado que llamamos ciudadano y con el que da gusto convivir, convivencia basada en las convicciones y valores que todos compartimos, al menos mientras se nos crea lo que decimos y no se nos vea por dentro. Sin hipocresía no hay sociedad posible y la pervivencia de la imprescindible hipocresía social es lo que asegura el derecho a la intimidad. Eso nos cuenta Luhmann, y da que pensar.
Pues ya que estamos, qué coño. Ahí van los barruntos de un ignorante en teoría de sistemas.
ResponderEliminarAl final de su mejor y más terrible película, justo después de que su personaje descubra que no hay sentido alguno en el mal y en el dolor, Woody Allen da de nuevo la voz a un rabino que había hablado antes. Y el rabino dice que venimos a dotar de sentido a una vida ciega y brutal. No venimos por un sentido, sino que nuestra es la tarea de la dotación de sentido.
Si se me permite la simplificación (simplificación para ellos), la perspectiva sistémica propone en este punto que en realidad la explicación en clave individual con la que funcionamos no es más que un pilar más de la estabilidad del sistema. Mantiene la estabilidad no sólo que yo juegue mi papel, sino que crea que lo juego por dignidad humana, por libertad, etc. (si no, ¿cómo seguir reproduciéndolo?).
Algo así como la explicación biológica del amor. Uno cree que es el amor, el sentido de su vida... pero es un chute que tu cerebro recibe de ahí abajo. Alucinaciones. Como quien ve ratas en pleno delirium tremens. Una cosa es la función de perpetuación de la especie y otra el sentido que otorgamos a la cuestión, con el que lo integramos en nuestro autorrelato común (joder, cuando digo palabros como "autorrelato" me queda un sabor de boca...).
Pero no puedo dejar de pensar en que la diferencia entre una y otra está en una fe idealista. En un paralelismo con la fe hegeliana en las leyes de la historia: la fe en la dinámica social.
Vuelvo al ejemplo del amor y la cosita hormonal. Yo puedo hallar demostraciones químicas concluyentes de cómo mis testosteronas y pringues varios impregnan mi cerebro y me chutan: afectan a mi química cerebral, me predisponen a una reacción más instantánea (y más violenta si soy varón), eliminan otros aspectos de la primera línea de percepción, etc. Y puedo hallar masivas coincidencias entre el enamoramiento y dichas reacciones.
Sin embargo, en la perspectiva funcionalista (y el paralelismo con el concepto de "emergencia" y el rollo ese de Bunge, etc.) hallo un salto llamativo. No es lo mismo explicar el amor por la química cerebral (cuyo modo de actuar conocemos ALGO) que explicar la intimidad por la deriva del sistema social, cuya "causalidad interna" NO CONOCEMOS (sólo sabemos que en los momentos A, B y C ha reaccionado con A', B' y C', pero no sabemos si volvería a hacerlo, si siempre reacciona a A con A', etc.). Pido disculpas de nuevo por la osadía, pero pretender extraer de esta "predicción del pasado" sociológica una "química social necesaria" (tan hegeliana, tan marxista); y que sea precisamente ella la que ha generado, con necesidad causal ("estabilidad del sistema"), las ideas que han movido a los hombres, me parece una fe.
Tiendo a pensar más, descreído a mi pesar (= angustiado), en el caos. La dotación de sentido que hay en decir "la sociedad creó la intimidad" afirma que la sociedad es causa sui y la intimidad, los derechos humanos, etc., son consecuencia (contingente). Y eso sí que es una necesidad sistémica: la necesidad epistemológica (dicho en plata: consideremos arbitrariamente a "la sociedad" como punto fijo porque necesito un punto fijo, algo en función de lo cual explicar el resto. Si no, no podemos conocer).
Al final, el rabino tenía razón. Puedes dotarle de sentido desde el individuo o desde el sistema (ese "ser" que "emerge" de la suma de los individuos). A fin de cuentas, es un puro problema epistemológico (por ejemplo: no sé qué hará esta molécula, pero sí qué hará el conjunto; pero eso no significa que la molécula se mueva porque lo hace el conjunto, sino que yo sólo sé conocer el conjunto). Empieces por donde empieces, eso no hablará de la realidad: hablará de tí.
(De verdad que ya lo siento. Ya invitaré a cervezas para compensar el desvarío).
No puedo resistirme: semi-off-topic...
ResponderEliminarEstimado Juan Antonio, se ve que las vacaciones son un buen motivo para la reflexión filosófica. Para cuantos nos gusta ojear tus escritos es un auténtico placer el contemplar que no siempre se encuentra uno embarrado en los comentarios de los políticuchos que nos rodean con sus comentarios flacidos de contenido y agrios en el tono.
ResponderEliminarNo es mi estilo la escritura y menos a través de la red. Si ya es difícil el escribir algo con sentido, mucho más lo es cuando tu destinatario es algo tan incierto como el ciber espacio, donde no sabes contra quien y para quién escribes. Bueno, mi comentario va para ti, pero dado que aquí no hay nada de ese llamado derecho de intimidad, se corre el riesgo de que esto lo lea cualquiera, y cuando digo cualquiera estoy pensando en "cualquiera".
El tema de los derechos humanos lo hemos cargado de tanta palabra hueca y de tanto de idealismo que es casi imposible saber a ciencia cierta de que estamos hablando. Es un discurso tan vacio y tan engañoso, que normalmente quienes recurren a él son los que menos se paran a pensar que es lo que están afirmando cuando los mencionan.
Como muy bien señalas en tu escrito, al final el punto de referencia último al que recurrimos para anclar el concepto de derechos humanos es el de la dignidad, y claro esta, la más de las veces se intenta explicar esta idea por negación, señalando aquello que nos parece indigno a la hora de tratar a otros seres humanos.
Dicho concepto no tiene sentido fuera del grupo o de la sociedad, de igual forma que sólo podemos hablar de derechos o de deberes respecto de los otros. El mundo de las normas es un mundo de relaciones sociales, por más que les queramos atribuir los derechos a los individuos a título individual. De ahí que las explicaciones sistémicas tengan un componente especialmente sugestivo y a la vez desmenmascarador de tesis de talante metafísico-religioso. Pero de forma totalmente modesta (no podría hacerlo de otra forma, aunque lo pretendiese)pienso que tales tesis no son capaces, en el fondo, de poner el dedo en la llaga y aportar una explicación convincente del origen y fundamento de tales fenómenos. Una cosa es aportar una explicación genérica del papel que pueden estar jugando muchas de nuestras instituciones sociales en la actualidad y otra muy distinta es dar cuenta de su origen, evolución y justificación.
Mi personal intuición, me dice que sólo siendo conscientes de nuestra propia evolución, desde los homínidos hasta el homo sapiens, podemos empezar a darnos pequeñas claves de que es eso que llamamos derechos humanos y donde puede residir su sentido. Por poner un simple ejemplo, que quizás ni venga al caso: ¿por qué se encuentra generalizado en la mayoria de los grupos humanos el tabu o prohibición del canivalismo de forma tan arraigada? ¿No será por el miedo a que nuestro vecino glotón aproveche la noche para darse un festín con nuestra carne?
La idea de la dignidad del otro solo puede ser fruto del reconocimiento por parte del grupo de que somos seres capaces de responder y cumplir las normas sociales. Los seres incapaces de actuar conforme a normas y por tanto de cumplirlas o incumplirlas no son, ni pueden ser nuestros semejantes y por tanto dignos de igual trato.
¿Cuándo surguió realmente esta comprensión del otro como miembro de una misma especie y por tanto sujeto a normas?
Quizás en el mismo momento que fuimos los humanos capaces de tener un pensamiento para igualar y a la vez diferenciar al otro. Esto es, que esa capacidad de abstracción que hizo posible pensar que formamos parte de la misma especie, nos permitió a la vez señalar diferencias con otros grupos humanos y no reconocerles igual trato. El sentimiento de identidad y el de diferencia han caminado juntos a través de la propia evolución. Esa capacidad humana, ha permitido considerar como iguales a todos los miembros de la especie pese a sus diferencias y a la vez, realizar distinciones basadas en diferencias que reducian al otro a un ser inferior o infrahumano. No están nada lejos los días en que pese a todo nuestro saber sobre la esencial igualdad de los miembros de nuestra especie, hemos sido capaces de tratar al otro como un ser perteneciente a otra clase o genero y por tanto eliminarlo. Las diferencias nacionales, de nivel de riqueza (denominar a los pobres y marginales "desechables"), de lenguas, de creencias, de tradiciones, etc. son una dura prueba frente al "ideal" de la igual dignidad de todos los seres humanos. Y en esa dura prueba el "Liumann" ese del que hablas, explica mucho, da que pensar, pero quizás ayuda muy poco en ese afán por fundamentar y lograr tal ideal.
Para el último "anónimo", con ánimo constructivo, aunque seguro que son meros errores mecanográficos: "fláccido" se escribe con dos "ces" y no con una sola, aunque esta forma se va extendiendo por hipercorrección, todo lo contrario de lo que ocurre con "inflación". En cuanto a "ojear", salvo que busque usted en los escritos de García Amado alguna pieza de caza -que todo podría ser-, lo que hace, propiamente, es "hojear".
ResponderEliminarNo he leido a Luhmann, pero me suena a una mezcla de "Un mundo feliz", "1984" y "Matrix". En el fondo, no es sino la antigua tensión entre libertad-determinismo (o, si se prefiere, sociedad-individuo o libertad-normas sociales), y lo que me resulta realmente fascinante es que, desde antes de Antígona, nos hemos planteado la misma cuestión una y otra vez, debido sin duda a que es un atributo exclusivo de nuestra especie la capacidad de interrogarse sobre su propio sentido.
ResponderEliminarSomos una especie social, de tal modo que no es posible pensar siquiera al individuo fuera o al margen de la sociedad (de una sociedad dada, si no queremos ser ucrónicos). Y evolutivamente, hemos caminado desde el grupo familiar hasta la sociedad global que hoy comenzamos a construir. Y esta construcción, como es lógico, no solo exige nuevas tecnologías, nuevas estructuras económicas, sociales y políticas, sino también nuevas ideologías, nuevas formas de representarnos el mundo real. Es aquí donde, en mi opinión, juegan su papel los llamados derechos humanos, como un intento de generalizar una determinada concepción social y, por tanto, de los individuos en cuanto seres sociales.
Ello, sin embargo, no creo que constituya una estrategia del sistema (sistema que sería ajeno o externo a nosotros mismos, como en Matrix) para dominarnos definitivamente, sino una necesidad de lo que, para entendernos, podemos llamar globalización. En mi opinión, el análisis de Luhmann es el que haría un cazador-recolector ante las primeras grandes ciudades-estado, sin percibir las causas profundas por las que nuestra especie pasó de la caza y la recolección nómada a la mucho más compleja ciudad.
En definitiva, si los derechos del hombre y del ciudadano fueron una expresiòn ideológica de la sociedad que liquidó el Antiguo Régimen, los derechos humanos no son sino una expresión ideológica (entre otras muchas) de la sociedad global que comienza a apuntar. Cuestión distinta es nuestra actitud ante todo ello y, en especial, las razones que la sustentan.
Es posible que, en estos tiempos en que el catastrofismo del cambio climático nos acecha inclemente, intentar pensar la sociedad de 2107 (que, en la escala de la evolución, está a la vuelta de la esquina) pueda parecer absurdo, pero tengo la impresión de que a los que vivan en ella les pareceremos casi tan lejanos como a nosotros nos lo parecen los europeos de la Edad Media.
me gustaría que entre todos os pusierais de acuerdo para decir algo inteligente. Qué desastre. Decir de forma autocompasiva que son barruntos de ignorante no exime de la culpa de ser, en efecto, barruntos de ignorante. Lea un poco, dopico, y no disfrace la falta de conocimiento con una sobredosis de pedantería.
ResponderEliminar