Agosto tiene algo de los domingos de la infancia, un regusto de melancolía. Cuando niño me sucedía con las tardes de domingo. Creo que era la sospecha de que en ese momento el mundo se henchía de disfrute y diversión. Desde los verdes de mi tierra, en medio del campo, niño muchas veces solo y solitario, añoraba esa plenitud imaginada, ese tono de fiesta, la idea de que, mientras la tarde se me alargaba en soles o lluvias, los demás, lejos, al otro lado de los montes, en la ciudad, se enfrascaban en placeres y risas. Uno de tantos mitos de la infancia, un acicate para las búsquedas posteriores, un vacío inducido que deja poso para siempre, una nostalgia anticipada, una quimera. El domingo era el día en que uno más ansiaba rebasar horizontes, echar a correr, abandonar rutinas en pos de lo que no tenía o creía que le faltaba. Los domingos están hechos para justificar los lunes, los martes. Si no es así, sobran, se quedan en la pura corteza de nuestras biografías.
Luego todos los días se hicieron domingo y aprendimos a convivir con las ansias. Y también descubrimos que las vivencias especiales no tienen fecha marcada ni momento prescrito, que la felicidad está en la búsqueda y que los momentos más gratos llegan cuando quieren, cuando toca, cuando con perseverancia se los persigue día tras día, como el que continuamente explora la otra cara de las rutinas, como el que juega y apuesta cada rato, ludópata de la vida. El horizonte se aleja siempre y la única meta es el andar, el no pararse, el no rendirse, el cultivar el afán por el afán, pues la quietud es la muerte en vida y toda meta alcanzada es vivencia que de inmediato se marchita.
Agosto es un espejismo. Es un error fiar al verano lo que el resto del año no se hace. El descanso cansa, los viajes a fecha fija se vuelven tediosa obligación, la alegría circundante tiene mucho de representación e impostura. Hay tristeza y resignación en el asueto de los rebaños.
La vida buena no tiene marcas en el calendario. No hay verdadera alegría sin desorden. El placer no se calcula ni admite planes.
Son los recodos de la edad. Pasada la frontera de los años, descubres cuánta intensidad se contenía en aquellas esperanzas de domingo, en las añoranzas de los veranos, en el puro soñar. Y aquella quietud que te acongojaba se torna placer imprevisto. Ojalá se pudiera retornar a la aldea y quedarse sentado viendo pasar las tardes preñadas de promesas, cargadas de futuro. Para poder seguir andando, para que no acabe la espera. De la simiente del agosto en calma nacerá el fruto del año. Y que los dioses nos libren del descanso.
Luego todos los días se hicieron domingo y aprendimos a convivir con las ansias. Y también descubrimos que las vivencias especiales no tienen fecha marcada ni momento prescrito, que la felicidad está en la búsqueda y que los momentos más gratos llegan cuando quieren, cuando toca, cuando con perseverancia se los persigue día tras día, como el que continuamente explora la otra cara de las rutinas, como el que juega y apuesta cada rato, ludópata de la vida. El horizonte se aleja siempre y la única meta es el andar, el no pararse, el no rendirse, el cultivar el afán por el afán, pues la quietud es la muerte en vida y toda meta alcanzada es vivencia que de inmediato se marchita.
Agosto es un espejismo. Es un error fiar al verano lo que el resto del año no se hace. El descanso cansa, los viajes a fecha fija se vuelven tediosa obligación, la alegría circundante tiene mucho de representación e impostura. Hay tristeza y resignación en el asueto de los rebaños.
La vida buena no tiene marcas en el calendario. No hay verdadera alegría sin desorden. El placer no se calcula ni admite planes.
Son los recodos de la edad. Pasada la frontera de los años, descubres cuánta intensidad se contenía en aquellas esperanzas de domingo, en las añoranzas de los veranos, en el puro soñar. Y aquella quietud que te acongojaba se torna placer imprevisto. Ojalá se pudiera retornar a la aldea y quedarse sentado viendo pasar las tardes preñadas de promesas, cargadas de futuro. Para poder seguir andando, para que no acabe la espera. De la simiente del agosto en calma nacerá el fruto del año. Y que los dioses nos libren del descanso.
En fin. Hay que ver cómo nos ponen estos atardeceres largos.
Dicen algunos que la patria del hombre es su infancia, pero yo creo que su patria verdadera es la nostalgia, la añoranza de lo ya perdido, de lo que fué. O, más exactamente, de lo que recordamos que fué. Porque la memoria es un registro caprichoso e impreciso, cuya coincidencia con la realidad suele ser escasa. Sin embargo, nada importa que la memoria traicione a la verdad, porque ello no afecta a la nostalgia, que es siempre la reina absoluta, pues es ella la que nos conmueve, y al conmovernos nos hace realmente humanos. Por eso la nostalgia es hermosa, porque nos reconcilia con nosotros mismos, nos hace compacedernos con aquel que fuimos hace tiempo, nos torma cómplices de nuestros sueños, cumplidos o no, y nos transforma en seres amantes.
ResponderEliminarEsta nostalgia, además, es enemiga de la tristeza, pues conoce que lo importante es el camino, y no la meta, y por ello festeja cada día de vida, cada recuerdo pasado, cada esperanza futura.
A mí agosto me recuerda la siega, y el olor de la mies recién cortada, y un rio transparente de agua fría donde cogíamos cangrejos y observábamos el vuelo de las libélulas sobre los juncos, y la luz de la tarde sobre las sabinas, y el sabor ácido de las manzanas reinetas, en contraste con la pulpa siempre dulce de las verdedoncellas, y la noche, asombrosamente luminosa y llena de estrellas (pocas cosas hay como andar por el monte una noche de luna llena), y tantas, tantas otras cosas. Me habita la nostalgia, sí, y soy feliz por ello. No me parece triste, sino hermosa.
¿Vé? Todo a causa de su entrada de hoy. Y eso que aún no estoy de vacaciones.