Nuestro amigo Paco Sosa nos regala hoy un nuevo artículo en El Mundo, que nos provoca sana envidia por ese veraneo y, también, de nuevo, nos da que pensar. Aquí está:
Lagos austriacos, urbanismo y zarzuela. Por Francisco Sosa Wagner.
Poner distancia de España es un buen ejercicio de gimnasia veraniega, junto a los abdominales y las caminatas por el campo o a orillas del mar. Porque éstas, las citadas distancias, aquilatan los sentimientos y les sacan brillo; son una especie de mascarilla que les devuelven lozanía. Es bueno, pues, viajar, terapia de antiguo aconsejada para advertir que la querella local y los aspavientos de quienes ocupan el proscenio no son -en su mayoría- más que anécdotas fugaces, agujereadas además por el hastío que provocan en los espíritus más sensibles.
Parte de esta medicina que suelo administrarme ha discurrido este año por el sur de Alemania y Austria. Entre Múnich, Salzburgo y un pueblecito austriaco que se llama Bad Ischl, con un balneario situado en el corazón de Salzkammergut, la región conocida por sus salinas, sus montañas, sus lagos y sus aguas medicinales y termales. El lector español empezará a familiarizarse con el lugar si añado que Bad Ischl fue el elegido por Francisco José I para descansar en verano y para formalizar las relaciones con Sissi, preludio de un inminente matrimonio que ha sido una mina para la industria cinematográfica y las historias dulces de amor (muy alejadas del acíbar de la realidad).
A lo largo de 60 años, tomó el soberano las aguas en sus termas con esa confianza vaga en sus virtudes curativas que tan propia es de todo bañista formal y esperanzado. Bad Ischl tuvo muy pronto ferrocarril y, mucho antes, servicio de telégrafo y un teatro, por entre cuyos muros esparció Bruckner su música, fiel como fue a las festividades más solemnes de la corte. Muchas de las decisiones del Gobierno austriaco se tomaron allí, entre ellas, la concluyente de declarar la guerra a Serbia y desencadenar así la I Guerra Mundial, fatal caída y tumba de todo el tinglado imperial (el mismo emperador murió antes de que acabara).
En la villa que ocuparon los monarcas -hoy obligada y gozosa visita turística- se exhibe una copia del documento A mis pueblos, bando de alistamiento que, cuando se oyó, sacudió la paz estival que, bajo los acordes de la Marcha Radetzky, se empezaba a disfrutar aquel mes de junio; Stefan Zweig -entre otros- ha dejado páginas memorables sobre aquel rayo veraniego, origen de un incendio que -en parte- aún dura, dejando manchas y ardores de hielo. No extraña que el lugar salga o sea una referencia en la literatura de la época: Grillparzer, Roth, Schnitzler, Werfel, Lernet-Holenia, Robert Musil...
Bad Ischl está rodeada de grandes titanes que allí llaman montes, y que ayudaban al emperador a vencer en sus torneos con los corzos y a abatir águilas de las que el monarca tomaba sus plumas para firmar los barrocos documentos del Imperio, consciente de que ése era el único destino asignado al exceso dérmico de tales altivas aves. Francisco José presidía un imperio y no quería por nada del mundo que se alojaran en su seno unas moderneces que para él eran en rigor heraldos de oscuros designios y presagios. Sucumbió con mucho esfuerzo a los cantos de sirena del sufragio universal, pero su firmeza se mantuvo sin fisuras frente a la máquina de escribir. Las únicas novedades que eran bien recibidas en el palacete eran las ocurrencias de un señor llamado Karl Zauner, confitero entre cuyas habilidosas manos se arrullaban los bizcochos, las natas, las cremas y el chocolate para dar a luz a unas criaturas llamadas tartas, purificación postrera y gloriosa de todos sus empeños. Hoy todavía existe la confitería Zauner, un lugar donde han puesto un punto y aparte los bienes y las glorias de la vida.
Por Bad Ischl pasaron muchos músicos de la época. He citado a Brucker, pero el más popular allí es Franz Léhar, que vivió en el pueblo y en él murió en 1948. Léhar fue el verdadero monarca de la opereta en el periodo de entreguerras, y ello es motivo para que se celebre todos los años un pequeño festival dedicado a esta modalidad musical que ha hecho a Austria, y especialmente a Viena, famosa. Bad Ischl lo alberga en un moderno y bello teatro que ha venido a sustituir al que fue escenario de las veladas musicales en la época del emperador.
Este verano de 2007 se han representado dos operetas: El murciélago, de Strauss hijo, habitual en todos los repertorios y la más famosa de todas las operetas; y Giuditta de Léhar, más desconocida pero bien hermosa, aceptada la tristeza y la amargura de la historia que se cuenta y de su desenlace.
Lo que quiero subrayar es el cuidado que en Austria se pone en las representaciones de las operetas. El papel de Giuditta fue interpretado por la soprano portorriqueña Melba Ramos de manera excepcional; inolvidable la famosa aria mis labios que tan cálidamente besan que repitió ante el público embelesado. Esta mujer, Melba Ramos, muy conocida sobre todo en el mundo germano, ha interpretado en teatros de ópera destacados papeles tan comprometidos como los de Pamina (La flauta mágica), Gilda (Rigoletto), Violeta (La Traviata) o Fiordiligi (Cosí fan tutte). Reconocida, pues, en ese mundo superior, recrea personajes también de operetas como es el caso de esta Giuditta de Léhar.
¿Por qué quiero subrayar este dato del mundo musical austriaco que, por lo demás, ningún aficionado a la música ignora? Pues porque ofrece un contraste bien acusado con lo que entre nosotros sucede con la zarzuela, espacio éste en el que -salvo excepciones aisladas-las representaciones suelen ser en exceso vulgares y poco cuidadas. Si tenemos en cuenta que estamos viviendo en España un verdadero festival en torno a las señas de identidad y a los hechos diferenciales -que se buscan por aquí y por allá con paciencia de entomólogo y que se celebran con regocijo para lanzarlos como armas arrojadizas al vecino-, resulta que una de nuestras más innegables señas de identidad musical, la zarzuela, se halla olvidada y relegada.
Produce asombro ver cómo se organizan en muchas ciudades españolas, durante las Navidades, conciertos especiales de valses y polcas procedentes del mundo austriaco y, sin embargo, a nadie se le ocurre hacer lo propio con arias y melodías bien conocidas de nuestras zarzuelas. Y produce sonrisa ver cómo los españoles son capaces de seguir los acordes de la Marcha Radetzky, popularizada por la televisión, y, sin embargo, no podrían hacer lo mismo con fragmentos de obras inmortales de Bretón, Amadeo Vives, Sorozábal, etcétera. La época dorada de Ataulfo Argenta y la época en la que grandes voces como las de Caballé, Kraus o Domingo interpretaron y grabaron discos de zarzuela queda bastante lejos, como borroso es, asimismo, el recuerdo del intento del tenor citado, Plácido Domingo, de ofrecer un recital de música española con ocasión de la festividad de los Reyes Magos (análogo al popularísimo vienés de fin de año), que fue flor de un día.
Hay algo más que quiero poner de relieve en relación a este mundo austriaco para traerlo a comparación con nuestra España. La zona en la que se encuentra Bad Ischl es conocida por sus lagos, copas labradas en amenos valles, que constituyen lógica atracción para veraneantes de muchas partes de Europa. Si tomamos el camino que conduce desde Salzburgo hasta allí (en un moroso autobús de línea), podemos contemplar un mundo fantástico animado por pequeños pueblecitos, tiernos como el corazón de un niño, donde se apiñan las casas con grandes ventanales hermoseados por flores, hoteles y pensiones igualmente adornados donde a buen seguro se sueñan ilusiones seductoras porque apenas hay ruidos, acaso el de un coche que avanza lentamente, el de una bicicleta que pilota una señora anciana, el de la pequeña algarabía de quienes se bañan... Hay tendidos eléctricos como hay vías de ferrocarril pero no existen estridencias urbanísticas en forma de edificios agresivos ni granjas con el techo de uralita o talleres de reparación de vehículos con las ruedas desafectadas de su uso esparcidas en derredor. Tampoco altavoces inclementes que difunden de forma despiadada una música zafia y banal. Hay una armonía abrochada por el buen sentido de los gobernantes que allí han dispuesto del espacio.
Mientras los austriacos cuidan sus lagos y sus montañas porque son su tesoro paisajístico, nosotros hemos destruido nuestras bellísimas costas, encarcelándolas, con el auxilio de una llave oxidada, en un infierno de ruidos, cemento y llamas. Menos mal que nuestros gobernantes nos obsequian cada temporada de baños con una nueva ley del Urbanismo y del Suelo...
Parte de esta medicina que suelo administrarme ha discurrido este año por el sur de Alemania y Austria. Entre Múnich, Salzburgo y un pueblecito austriaco que se llama Bad Ischl, con un balneario situado en el corazón de Salzkammergut, la región conocida por sus salinas, sus montañas, sus lagos y sus aguas medicinales y termales. El lector español empezará a familiarizarse con el lugar si añado que Bad Ischl fue el elegido por Francisco José I para descansar en verano y para formalizar las relaciones con Sissi, preludio de un inminente matrimonio que ha sido una mina para la industria cinematográfica y las historias dulces de amor (muy alejadas del acíbar de la realidad).
A lo largo de 60 años, tomó el soberano las aguas en sus termas con esa confianza vaga en sus virtudes curativas que tan propia es de todo bañista formal y esperanzado. Bad Ischl tuvo muy pronto ferrocarril y, mucho antes, servicio de telégrafo y un teatro, por entre cuyos muros esparció Bruckner su música, fiel como fue a las festividades más solemnes de la corte. Muchas de las decisiones del Gobierno austriaco se tomaron allí, entre ellas, la concluyente de declarar la guerra a Serbia y desencadenar así la I Guerra Mundial, fatal caída y tumba de todo el tinglado imperial (el mismo emperador murió antes de que acabara).
En la villa que ocuparon los monarcas -hoy obligada y gozosa visita turística- se exhibe una copia del documento A mis pueblos, bando de alistamiento que, cuando se oyó, sacudió la paz estival que, bajo los acordes de la Marcha Radetzky, se empezaba a disfrutar aquel mes de junio; Stefan Zweig -entre otros- ha dejado páginas memorables sobre aquel rayo veraniego, origen de un incendio que -en parte- aún dura, dejando manchas y ardores de hielo. No extraña que el lugar salga o sea una referencia en la literatura de la época: Grillparzer, Roth, Schnitzler, Werfel, Lernet-Holenia, Robert Musil...
Bad Ischl está rodeada de grandes titanes que allí llaman montes, y que ayudaban al emperador a vencer en sus torneos con los corzos y a abatir águilas de las que el monarca tomaba sus plumas para firmar los barrocos documentos del Imperio, consciente de que ése era el único destino asignado al exceso dérmico de tales altivas aves. Francisco José presidía un imperio y no quería por nada del mundo que se alojaran en su seno unas moderneces que para él eran en rigor heraldos de oscuros designios y presagios. Sucumbió con mucho esfuerzo a los cantos de sirena del sufragio universal, pero su firmeza se mantuvo sin fisuras frente a la máquina de escribir. Las únicas novedades que eran bien recibidas en el palacete eran las ocurrencias de un señor llamado Karl Zauner, confitero entre cuyas habilidosas manos se arrullaban los bizcochos, las natas, las cremas y el chocolate para dar a luz a unas criaturas llamadas tartas, purificación postrera y gloriosa de todos sus empeños. Hoy todavía existe la confitería Zauner, un lugar donde han puesto un punto y aparte los bienes y las glorias de la vida.
Por Bad Ischl pasaron muchos músicos de la época. He citado a Brucker, pero el más popular allí es Franz Léhar, que vivió en el pueblo y en él murió en 1948. Léhar fue el verdadero monarca de la opereta en el periodo de entreguerras, y ello es motivo para que se celebre todos los años un pequeño festival dedicado a esta modalidad musical que ha hecho a Austria, y especialmente a Viena, famosa. Bad Ischl lo alberga en un moderno y bello teatro que ha venido a sustituir al que fue escenario de las veladas musicales en la época del emperador.
Este verano de 2007 se han representado dos operetas: El murciélago, de Strauss hijo, habitual en todos los repertorios y la más famosa de todas las operetas; y Giuditta de Léhar, más desconocida pero bien hermosa, aceptada la tristeza y la amargura de la historia que se cuenta y de su desenlace.
Lo que quiero subrayar es el cuidado que en Austria se pone en las representaciones de las operetas. El papel de Giuditta fue interpretado por la soprano portorriqueña Melba Ramos de manera excepcional; inolvidable la famosa aria mis labios que tan cálidamente besan que repitió ante el público embelesado. Esta mujer, Melba Ramos, muy conocida sobre todo en el mundo germano, ha interpretado en teatros de ópera destacados papeles tan comprometidos como los de Pamina (La flauta mágica), Gilda (Rigoletto), Violeta (La Traviata) o Fiordiligi (Cosí fan tutte). Reconocida, pues, en ese mundo superior, recrea personajes también de operetas como es el caso de esta Giuditta de Léhar.
¿Por qué quiero subrayar este dato del mundo musical austriaco que, por lo demás, ningún aficionado a la música ignora? Pues porque ofrece un contraste bien acusado con lo que entre nosotros sucede con la zarzuela, espacio éste en el que -salvo excepciones aisladas-las representaciones suelen ser en exceso vulgares y poco cuidadas. Si tenemos en cuenta que estamos viviendo en España un verdadero festival en torno a las señas de identidad y a los hechos diferenciales -que se buscan por aquí y por allá con paciencia de entomólogo y que se celebran con regocijo para lanzarlos como armas arrojadizas al vecino-, resulta que una de nuestras más innegables señas de identidad musical, la zarzuela, se halla olvidada y relegada.
Produce asombro ver cómo se organizan en muchas ciudades españolas, durante las Navidades, conciertos especiales de valses y polcas procedentes del mundo austriaco y, sin embargo, a nadie se le ocurre hacer lo propio con arias y melodías bien conocidas de nuestras zarzuelas. Y produce sonrisa ver cómo los españoles son capaces de seguir los acordes de la Marcha Radetzky, popularizada por la televisión, y, sin embargo, no podrían hacer lo mismo con fragmentos de obras inmortales de Bretón, Amadeo Vives, Sorozábal, etcétera. La época dorada de Ataulfo Argenta y la época en la que grandes voces como las de Caballé, Kraus o Domingo interpretaron y grabaron discos de zarzuela queda bastante lejos, como borroso es, asimismo, el recuerdo del intento del tenor citado, Plácido Domingo, de ofrecer un recital de música española con ocasión de la festividad de los Reyes Magos (análogo al popularísimo vienés de fin de año), que fue flor de un día.
Hay algo más que quiero poner de relieve en relación a este mundo austriaco para traerlo a comparación con nuestra España. La zona en la que se encuentra Bad Ischl es conocida por sus lagos, copas labradas en amenos valles, que constituyen lógica atracción para veraneantes de muchas partes de Europa. Si tomamos el camino que conduce desde Salzburgo hasta allí (en un moroso autobús de línea), podemos contemplar un mundo fantástico animado por pequeños pueblecitos, tiernos como el corazón de un niño, donde se apiñan las casas con grandes ventanales hermoseados por flores, hoteles y pensiones igualmente adornados donde a buen seguro se sueñan ilusiones seductoras porque apenas hay ruidos, acaso el de un coche que avanza lentamente, el de una bicicleta que pilota una señora anciana, el de la pequeña algarabía de quienes se bañan... Hay tendidos eléctricos como hay vías de ferrocarril pero no existen estridencias urbanísticas en forma de edificios agresivos ni granjas con el techo de uralita o talleres de reparación de vehículos con las ruedas desafectadas de su uso esparcidas en derredor. Tampoco altavoces inclementes que difunden de forma despiadada una música zafia y banal. Hay una armonía abrochada por el buen sentido de los gobernantes que allí han dispuesto del espacio.
Mientras los austriacos cuidan sus lagos y sus montañas porque son su tesoro paisajístico, nosotros hemos destruido nuestras bellísimas costas, encarcelándolas, con el auxilio de una llave oxidada, en un infierno de ruidos, cemento y llamas. Menos mal que nuestros gobernantes nos obsequian cada temporada de baños con una nueva ley del Urbanismo y del Suelo...
En 1972 visité el Pueblo Español de Barcelona, en él se recoge con rigor algunos ejemplos representativos de la arquitectura popular española.
ResponderEliminarAcabo de comprobar que todavía existe, lo que me ha producido una cierta alegría/melancolía al pensar que quizás dentro de unos años el único testimonio nuestra maravillosa arquitectura rural esté en un Museo.
¿ Como va a ser respetado quien no se respeta a sí mismo ?
Diría aún más, como Dupont & Dupont: quien no se respeta a sí mismo, es que no se quiere a sí mismo.
ResponderEliminarEl ejemplo "urbanístico" no es anecdótico: la sistemática destrucción del territorio cumplida en España, especialmente en las zonas de sol y playa, no es sólo una manifestación de la pasión generalizada por el pelotazo propio sobre las chepas de los otros, sino quizás, a un nivel algo más profundo, la refutación más poderosa y llamativa de la propia idea de España.
Esta hipótesis encuentra una relativa confirmación (indicio compensatorio, que siempre atrae la atención, ¡cuántos adulterios se han descubierto por un ramo de flores a destiempo!) en el hecho de que, por lo general, quienes más sangrientamente han participado en esa destrucción son los que más vocingleramente agitan los "símbolos" nacionales, que ellos mismos, con su acción práctica, han vaciado de contenidos.
Saludos a todos,