Vuelvo a viajar en tren a menudo. Es retornar a un mundo conocido, pues buena parte de mi infancia y adolescencia transcurrió en aquellos trenes del llamado Ferrocarril de Langreo. De mi pueblo a Gijón íbamos en tren, pues en casa no había coche. Ni en la mía ni en casi ninguna de aquéllas. Primero la estación estaba en Pinzales y era necesario caminar algo menos de una hora, por senderos y montes. Luego hicieron un apeadero más cercano y en veinte minutos se llegaba, por iguales caminos.
En mis primeros años aquellos trenes de madera eran idénticos a los que se ven en algunas películas del Oeste. Aquellos vagones se jubilaban en Asturias, pero en la pátina y la fatiga se notaba que habían rodado por medio mundo. Quién saben si no llegaron incluso a conocer a Pat Garrett o a tratarse con el hombre que mató a Liberty Valance. Por las mañanas iban llenos de señoras con gallinas y cestos de patatas para vender en el mercado de la ciudad, y a mediodía las mismas mujeres regresaban con sus bolsos repletos de lo que habían podido comprar con el dinero obtenido. Todos los viajeros habituales se conocían entre sí y se hablaba a voces y siempre de lo mismo. Eran los tiempos en que cada tren llevaba su pareja de la guardia civil, a la que, en cientos de viajes, nunca vi hacer cosa que no fuera dormitar en sus asientos.
Hoy las cosas son bien distintas y aunque cualquier tiempo pasado fue peor, que lo fue, en esto de los ferrocarriles no estoy yo muy seguro de los progresos. Parejas de la guardia civil ya no se ven, pero sí vigilantes privados en los trenes y las estaciones. En realidad y si lo pensamos bien, hay mucha más vigilancia en todas partes ahora que en los tiempos aquellos de la oprobiosa dictadura. No creo que sea porque existan más ladrones, sino porque la gente se siente más insegura después de que se ha acostumbrado a la seguridad. Son las paradojas del bienestar. El producto crea su necesidad. Los tribunales de justicia también ayudan lo suyo. Cada vez que condenan a RENFE como responsable civil de un daño por hurto o robo en sus estaciones o trenes, por no haber establecido medios suficientes para evitarle al viajero tales delitos, se pone un ladrillo más para que los nuestros sean trenes rigurosamente vigilados.
Algún día habrá que plantarse a estudiar en serio esa manera en que el afán por la seguridad está mermando nuestras libertades o, al menos, nuestro disfrute de un paisaje ciudadano libre de tantísimos uniformes. Siempre se dice que son las medidas extremas contra el terrorismo las que están restringiendo nuestros derechos, y es verdad, pero apenas se habla de esa neurosis de seguridad en la vida cotidiana y que hace que no quede ya apenas tienda, vehículo público, espectáculo o institución que no estén repletos de guardas jurados esmeradamente explotados por sus empresas para tranquilidad de todos nosotros. Adoramos la vida sin riesgos y hasta cuando vamos a mear queremos que esté allí, bien vigilante, un tipo con una porra y unos brazos de aizcolari. No sé qué diría Freud si levantara la cabeza y se viese de pronto tan rodeado por las huestes de Prosegur. ¿Y Marx?
En las estaciones de antes se pasaba frío y aburrimiento. Ahora es lo mismo, pero, encima, las más modernas sobrecogen. Anteanoche me tocó tomar el tren en Zaragoza, en la estación de Delicias, casi de madrugada. Magnífica jugada de algún arquitecto impotente y ansioso por empequeñecernos a todos. Los techos apenas se ven sin prismáticos, para llegar de los andenes al lugar de los taxis hay que caminar un trecho pensado para maratonianos entrenados en la T4, las salas de espera son cubículos tan grandes como desangelados. Me pasé media hora esa noche en una de esas salas. Éramos cinco o seis personas, sembradas a voleo y perdidas entre docenas y docenas de asientos rojos, sin más objetos alrededor que esas filas de sillas y un par de pantallas, todo bajo aquel inalcanzable cielo pintado de blanco. No se oía el vuelo de una mosca, hasta los dormidos se achantaban, supongo que por miedo a que un leve ronquido suyo retumbara en las paredes y rebotara multiplicado al cabo de cinco minutos. Por los enormes espacios vacíos caminan a esas horas personas sonámbulas que se observan a distancia con la misma expresión que si aguardaran veredicto del Juicio Final. Vagabundos a pasar la noche ya no se acercan, y no sólo por su incompatibilidad existencial con los uniformados, sino porque hasta los rigores de la intemperie aragonesa son más acogedores y cálidos que esos muros del sadismo ferroviario.
Y luego te subes al tren, previo paso por los controles en los que esos trabajadores de la seguridad privada, que es seguridad tuya, al parecer, te miran en una pantalla las entrañas de tu maleta con la misma expresión desabrida que si le estuvieran haciendo un tacto rectal a su propio destino laboral. Los compartimientos de tren son una lotería, pues nunca sabes con quién te tocará convivir en ellos y bajo qué leoninas condiciones; como la vida misma, tal cual. Llevaba billete en preferente (primera ya no hay, para evitar que haya segunda; ahora, como somos más iguales todos, hay tan sólo preferente y sin rótulo: el Estado social avanza que jode), pues pagaba Universidad ajena y qué menos que sacarle sillón más cómodo, puesto que le sale gratis el trabajo que te tomas para leerte una tesis gorda como muchacha de Texas y fría como ministra de educación contando créditos y azotando directrices. Atravesé las puertas del vagón y un tufo a pies alevosos me dio en la jeta con tal violencia que casi me devuelve al andén. Otro asunto para analizar despacio y comparar tiempos. En aquella época de mi lejana infancia nadie se descalzaba en el tren, tal vez para que no se viera en el calcetín ese tomate que, andando las décadas, adoptaría coquetamente todo un presidente del Banco Mundial. Los ricos llegan a su colmo cuando pagan para parecer pobres. Una vez que te haces a esa mortecina luz que no te permite leer, pero que tampoco te deja dormir, puedes repasar con calma la gama multicolor de calcetines y medias que portan tus compañeros de viaje, prendas de marca, de ésas que no se compran ni con lo que sacan los de mi pueblo por tres gallinas cebadas con sidra y castañas. Si no fuera por lo esmerado de tales indumentarias, diríase que has ido a parar al mismísimo infierno, pues de aquellos cuerpos apenas se ve otra cosa que pies alzados y bocas abiertas, tales son las posturas con que el nacional hispano gusta de exhibir en público su mucho sueño y su poco pudor.
El revisor pasó como alma que lleva el diablo y, ante mi ademán de entregarle el billete, se limitó a asentir con la cabeza y ni a darme las buenas noches se detuvo, lo cual me hizo pensar que no había sido grande mi suerte y seguramente eran menos fétidos otros coches de este tren que había salido de Barcelona y terminaría su andanza en Galicia, después de haber dejado a aragoneses, riojanos y castellanos varios (y leoneses, ya sé, ya sé) en esa tierra media que va camino de ser la única tierra de todos, la única tierra de cualquiera, la tierra de cualquier don nadie sin historia, sin lengua propia por no hablar más que el insignificante castellano y sin haberse quedado para siempre en ese estadio evolutivo que los psicoanalistas llaman fase anal.
Hay quien sueña con el día en que el viajero que haga completo el recorrido de ese tren tenga que mostrar dos o tres veces su pasaporte. Porque, bien mirado, menudas birrias de naciones y de estados si no se necesita pasaporte para entrar y para salir. Pero el aroma de los vagones será el mismo, común, por mucho que duela.
efectivamente en todas se habla castellano, y ojalá que por mucho tiempo, pero a unas se las dio autonomía y a otras no,
ResponderEliminaro a todas o a ninguna, ojalá a ninguna
¿Con lo del castellano nos hemos quedado solamente? En tal caso, es "se _LES_ dio". Caso dativo. Dado algo a alguien femenino, opuesto a dar algo femenino a alguien. En Castilla ya no se habla castellano.
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