30 noviembre, 2007

Íntimos dilemas

Hoy tocan confesiones. Tan a gustín. Es que tengo un dilema, sabe uzté, y se me ocurre que a lo mejor contándolo aquí a todo quisque se me aclaran las ideas o recibo algún consejo que me alivie. Además del dilema, que ya es viejo y se está poniendo algo rancio, también he sufrido estos días un amago de gripe, incluido ese virus que recuerda la política actual de nuestro país. En fin. Se sabe que cuando el cuerpo se debilita el alma se pone tonta. Y en ésas estamos. Pero al grano.

Mi dilema es que no sé si tirarme a la bartola; o a la Bartola. Me explicaré mejor: que tentaciones me dan de dejar de trabajar. Sí, aprovechar estos años de vida útil que a uno le van quedando para cultivar el cuerpo y el espíritu sin volver a dar palo al agua. Uno a su manera es inquieto, tirando incluso a hiperactivo. Por tanto, no es mi sueño dejar transcurrir los próximos lustros apalancado en un sofá zapeando o contemplando los debates sobre el estado de la nación mientras las babillas se deslizan perezosas por el mentón. Tampoco pretendo dormir doce horas diarias y pasarme el resto del día con la mano en los riñones por el dolor que me ha dejado la sobredosis de colchón. No es eso, no. Estoy pensando en ponerme a leer a manos llenas literatura de la buena, en repasar cada día a fondo tres o cuatro periódicos, en navegar un poco por la red para ver qué hay de particular y si alguna nueva modelo se nos ensaña enseñándose, en pasear varias veces a la semana por el campo sin prisas, hacer algo de deporte, no perder los estrenos cinematográficos que merezcan la pena. Y viajar, viajar bastante, pero no a soltar una conferencia, esos viajes en que no se ve más que un aeropuerto, una habitación de hotel, la jeta de algún colega mejor o peor intencionado y un auditorio cautivo que se acuerda de tus muertos; no, me refiero a viajes de placer, hoy en aquella playita con una buena novela, mañana en una casa rural perdida en la montaña y leyendo poesía bajo una higuera. Sí, sí, sí, y la familia, claro. Románticos paseos despreocupados, como cuando novios, juegos sin prisa con la pequeñina, en lugar de tenerla sobre las piernas, toda perpleja, mientras tecleo como un poseso alguna cosa sobre las normas anankástico-constitutivas. Igualmente habría que dejar buenos espacios para los amigos: charlas, tertulias, reuniones, almuerzos que enlazan con la cena y, si vienen bien dados los licores y la conversación, con el desayuno siguiente.

Ah, qué buena vida todo eso. ¿Y saben qué? Me resulta totalmente posible, sólo tengo que proponérmelo. Tal cual, palabra. Mañana digo que no trabajo más, que no vuelvo a fatigarme y que dedicaré casi todo mi tiempo a lo festivo, lo lúdico, lo placentero y lo ocioso, y dicho y hecho. ¿Qué si me ha tocado la lotería? Quiá, mejor que eso. El premio de la lotería tarde o temprano se te acaba, lo gastas, aunque sea el gordo. No, lo mío es de otro nivel: soy catedrático de universidad, funcionario con sueldo presentable y casi ninguna obligación a cambio. Me refiero a obligación legal y controlada por la institución que me paga. Las obligaciones morales son otro cantar, cosa de uno consigo mismo. Contra ésas tengo que luchar, contra el maldito sentido del deber. Porque vamos a ver, ¿a quién le importa un carajo que yo deje de preocuparme y de meterle horas a la universidad? A ella no, desde luego. ¿A la ciencia jurídica? Oiga, y ésa quién es y por dónde para.

Imagínense qué vida. Habría de guardar unas mínimas apariencias eso sí, pero minimísimas. Repárese en que mi propósito es dejar de trabajar, no dejar de cobrar, ojo. Así que debería seguir apareciendo en planes docentes y cuadros horarios y tendría que rellenar cada año el cuadrante de las tutorías con los alumnos. Pero todo eso es problema menor. Con dar tres horas de clase a la semana cumplo de sobra y paso por todo un campeón, modelo de productividad docente. Si para impartirlas uso PowerPoint y siento a los alumnos en círculo alrededor de un periódico para comentar las últimas noticias sobre violencia doméstica, quedo como un rey y me gano los aplausos de los berzas de la pedagogía idiotizante, que son los que mandan ahora en todos los lugares donde supuestamente se debería enseñar en lugar de hacer el chorras. Si ni por ésas me apetece currar esas tres horitas, se las endilgo todo o casi todo el año a algún titular sumiso con vocación medrar o a algún doctorando o contratado inestable al que no le queden más bemoles que hacerme la pelota, y listo. En cuanto a las tutorías, hace aproximadamente ocho años que no me aparece ningún estudiante en tiempo de tutorías a preguntar ni la hora, así que en eso también podemos seguir fingiendo con el beneplácito de todos.

Si usted trabaja en el andamio o en Alimerka sé que no me creerá, pero le aseguro que si en los próximos cinco años no aparezco por mi puesto de trabajo más que unas horas de un solo día cada dos semanas, no pasa absolutamente nada. Vamos, hombre, como que hay gente que lo hace. Bastante. ¿Nombres? No se los puedo dar, porque como vulnere la ley del silencio, entonces sí que me la cargo. Omertà, omertà, sin ira omertà. No olvide usted la máxima suprema de nuestro país, nación o Estado: todo el mundo es bueno, incluso el más hijoputa. Repita conmigo: todo el mundo es bueno, hasta el más hijoputa. Bien, pues ya podemos cada uno hacer lo que nos dé la gana, y yo el primero: me quedo en casa a mis cosas y paso de esa zorra que trata igual a quien trabaja para ella que al que la chulea. Me refiero a la universidad.

Esto no es más que la culminación de un desencanto. Resumiré, que la confesión ya me va quedando larguita. Te metes en esto muy joven y creyéndote las milongas sobre docencia e investigación que vienen en los preámbulos de las leyes. Ay, tontín. Luego vas viendo que todo va al por mayor, que cuando tocan vacas gordas y hay sitio, se hace titular y catedrático hasta al limpiabotas –o se le crea, incluso, la titulación correspondiente: Ciencias de las Botas-, y que cuando se cerró el grifo porque no caben más inútiles ya no entra ni Einstein redivivo. Un día pillas oleaje a favor y te haces catedrático tú también. Gaudeamus. Ya sois cincuenta o cien en tu disciplina. Vas a una reunión con todos y empiezas a oír a éste y a aquél, cada uno con sus neuras o con sus vergüenzas al aire. ¿Por qué sufren tanto los catedráticos? ¿Por qué lloran así? ¿Por qué con el paso de los trienios se les va poniendo esa cara de carnero sodomizado? Conclusión: ya no te hace ilusión tu cuerpo. Ser del cuerpo de catedráticos, quiero decir. Después compruebas poco a poco cómo se lo montan tantos por el morro y por los usos variados que del morro pueden hacerse. Y te vas como retrayendo, ¿sabes? Pero te queda esa especie de orgullo de pensar que aunque todos seamos jugadores federados, no jugamos la misma liga. Que a ti te invitan a hablar donde no invitan a cualquiera, que tú publicas donde no lo soñarían otros. Mentira, compasivo autoengaño. Los friquis han invadido todo, comenzando por muchos rectorados, consejerías, ministerios... Viajas a Buenos Aires, pongamos por caso, a un curso muy selecto donde tienes que contar tus sublimes hallazgos. Y ya en el vuelo de ida te encuentras una torda que ha trincado plaza porque se ha pulido a medio escalafón, y a un cabestro que se ha hecho catedrático porque siempre dice sí, incluso con la boca llena. Van a lo mismo que tú y, además, los recibe el embajador porque son primos del Ministro de Administración Territorial, por ejemplo.

Que no, hombre, que no, que es todo mentira. Al menos si hablamos de las pomposamente llamadas ciencias jurídicas, sociales y humanas. Que es cierto que hay colegas que saben un montón, investigadores de primerísima de los que cabe todavía aprender, esmerados enseñantes que no se han abandonado al vicio de los pedagogos oligofrénicos; pero con ésos puedes quedar un día para tomar unos vinos y cenar, y ya saldrá la conversación maja. Porque todo lo que huela a oficial, a institucional, a propiamente académico, a gremial, está podrido.

Parece llegado el momento de leer con delectación a Séneca y Marco Aurelio, antes de salir a tomarse unas tapitas y a brindar por la decadencia de esta parte de Occidente que talmente parece la parte del culo.

5 comentarios:

  1. Apreciado amigo: me temo que, de llevar a cabo sus planes, acabe aburrido como una ostra antes de seis meses, y eso aunque además de Marco Aurelio y Séneca frecuente la compañía de Terencio y Plauto. La cosa, creo, no tiene ya remedio. Es cuestión de genes, no le dé más vueltas. Y de la educación sentimental de uno. Y de la lucidez resultante de todo ello. Además, si mira a esas personas cercanas que le quieren, sabrá -lo sabe ya- que no tiene mucho sentido tal exilio interior. Yo, cuando me asaltan sueños como el suyo, me receto un orujo o dos, algo de parecetamol, una buena encamada, y como nuevo.

    Saludos.

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  2. Aunque no puedo dar mi nombre, nos conocemos personalmente. Pertenezco a la carrera judicial y, esta misma tarde, he tenido una conversación con un compañero, al que le he dicho poco más o menos (aunque peor expresado) lo que tú cuentas en este post. Nosotros también podemos: los mecanismos para guardar las apariencias son mucho más complejos, pero ya hay compañeros que los han puesto a punto durante largos años: ¿para qué seguir la jurisprudencia? ¿para qué responder a las alegaciones de las partes?, ¿para qué quitarle tiempo al sueño leyendo algún libro de derecho?, ¿para qué argumentar concienzudamente las sentencias? Mejor será "arrimarse a los buenos para ser uno de ellos": apuntarse a la asociación que toca, no molestar a ningún poderoso, dictar sentencias como churros, pseudoargumentadas, con las mismas citas de hace veinte años, y dedicar el tiempo libre a lamer traseros. Así se prospera, así se medra. El que se encierra con sus papeles acaba amargado y solo, con toda la razón de su parte, pero sin nada más.

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  3. Del ámbito universitario, a mi me ocurre lo mismo. Llevo años queriendo quitarme, pero no puedo. Algún día lo conseguiré; lo prometo. Y hablo en serio.

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  4. Pero es en todos los ámbitos igual ¿cuántos científicos dan el callo? tres o cuatro en cada Estado.
    Lo importante no es quemarse sino conseguir que te dejen trabajar tranquilamente.

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  5. Y ¿cómo se hace eso de que le dejan a uno trabajar tranquilamente y sin quemarse? Más aún, ¿Cómo si no eres catedrático ni titular?

    ¿Cómo lo hace uno que tiene muchísimas ideas (buenas, por lo que dicen los revisores de sus artículos, en los que, por supuesto, aparece como autor hasta "el tato"), una dedicación casi absoluta a su trabajo y una pasión tremenda por él... cómo lo hace para que esa pasión no se torne agotamiento, amargura y ganas de mandarlo todo a paseo?

    ¿Cómo se libera uno de "los jefes" que prosperan a base del esfuerzo de los que "aún" adoramos este trabajo "a pesar" de ellos, a pesar a veces incluso de sus desprecios y amenazas?

    ¿Cómo se hace para trabajar de manera honesta y en paz en la Universidad española hoy en día?

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