Se suele hablar de la erótica del poder, a secas, pero alguien debería glosar con mimo la erótica del poder decadente, del poder flácido, del poder que se desapodera. Me refiero a ese poder que va a menos, que se apaga y va dejando olor a cera quemada, un olor más intenso ya que la misma luz que del poder emana. Alguien tiene que ser el último, alguno debe cerrar la puerta al salir y tirar la llave al río, alguna persona habrá de pronunciar las palabras de despedida, declamar lo de que fue bonito mientras duró, pero que nuestras vidas son los ríos y tal. ¿Les gustará ese papel a los llamados a desempeñarlo? ¿Preferirían no haber estado allí, haberse quedado en el anonimato para siempre en lugar de alcanzar ese brillo efímero, ese mando que se agosta y que los hará pasar a la Historia como los últimos de una lista que empezó con glorias y acabó con semejantes penas?
¿Qué habría decidido don Rodrigo, el último rey godo, si le hubieran dado a elegir entre ser un humilde campesino sin posteridad o ser ese monarca que le cerró los ojos al reino muerto? O Boabdil, que después de pelear por el trono con padre y tío hubo de rendir su reino a las tropas cristianas que entraban en Granada como Pedro por su casa. Dice la leyenda que cuando se iba con la música a otra parte, compuesto y sin corona, su madre le espetó aquello de “no llores como mujer lo que no supiste defender como hombre”. Ya no quedan madres así, salvo la de Tony Soprano, amantísima dama que mereció parir reyes mismamente.
Habrá de todo y más de uno de ésos a los que el destino apeó cruelmente de los oropeles y el cargo se habría quitado de en medio previamente, si hubieran sabido lo que se avecinaba. Pero otros seguramente prefieren figurar aunque sea en papel tan innoble, vivir con plenitud esos lisonjeros momentos previos al derrumbe último, quedar como los desamparados por los dioses, pero merecedores en el fondo de suerte más favorable. O que hablen de uno, aunque sea mal. Al fin y al cabo, ¿quién se acuerda de cuál fue el sexto rey godo? En cambio, el último ya ven, a la posteridad, aunque sea de culo.
A lo mejor algún amigo ya lo estaba sospechando, y así es: tan sesudas reflexiones me las inspira Zapatero, ese abotonado genio que nos preside y para el que todo el año es navidad. El espíritu navideño a un servidor también lo vuelve melancólico y medio gilipollas, y me da por pensar cómo se contarán las hazañas de nuestro feliz cantamañanas en los libros de Historia de dentro de cien años, si es que para entonces queda títere con cabeza. Que si todo iba bastante bien, que si la transición había sido como un milagro, que si gran progreso económico durante dos décadas, que si una Constitución que casi todo el mundo quería, que si unos consensos básicos entre los partidos políticos, que si una sociedad tolerante y disfrutona, que si un europeísmo bien alegre… Hasta que llegó él. Él. Algún malparido metió al tonto del pueblo en la sala de mandos y éste se puso como loco a sobar todos los botones rojos y a sentarse en las palancas . Suele pasar. Con los tontos, digo.
Contará la leyenda que mientras todo saltaba por los aires y la gente gritaba y del cielo llovían fuegos y los campos ardían y las nubes pasaban de largo, el tonto sonreía. Se deslizaban las babillas por su mentón y se regodeaba con el calorcito del pipí que se le escapaba en el pantalón. Sus amiguitos arriaron la bandera, desencastraron la caja fuerte y se fueron a organizar otro circo. El enano éste ya no les servía.
Sigo colmado de espíritu navideño, no lo puedo evitar. Ya se me pasará.
Habrá de todo y más de uno de ésos a los que el destino apeó cruelmente de los oropeles y el cargo se habría quitado de en medio previamente, si hubieran sabido lo que se avecinaba. Pero otros seguramente prefieren figurar aunque sea en papel tan innoble, vivir con plenitud esos lisonjeros momentos previos al derrumbe último, quedar como los desamparados por los dioses, pero merecedores en el fondo de suerte más favorable. O que hablen de uno, aunque sea mal. Al fin y al cabo, ¿quién se acuerda de cuál fue el sexto rey godo? En cambio, el último ya ven, a la posteridad, aunque sea de culo.
A lo mejor algún amigo ya lo estaba sospechando, y así es: tan sesudas reflexiones me las inspira Zapatero, ese abotonado genio que nos preside y para el que todo el año es navidad. El espíritu navideño a un servidor también lo vuelve melancólico y medio gilipollas, y me da por pensar cómo se contarán las hazañas de nuestro feliz cantamañanas en los libros de Historia de dentro de cien años, si es que para entonces queda títere con cabeza. Que si todo iba bastante bien, que si la transición había sido como un milagro, que si gran progreso económico durante dos décadas, que si una Constitución que casi todo el mundo quería, que si unos consensos básicos entre los partidos políticos, que si una sociedad tolerante y disfrutona, que si un europeísmo bien alegre… Hasta que llegó él. Él. Algún malparido metió al tonto del pueblo en la sala de mandos y éste se puso como loco a sobar todos los botones rojos y a sentarse en las palancas . Suele pasar. Con los tontos, digo.
Contará la leyenda que mientras todo saltaba por los aires y la gente gritaba y del cielo llovían fuegos y los campos ardían y las nubes pasaban de largo, el tonto sonreía. Se deslizaban las babillas por su mentón y se regodeaba con el calorcito del pipí que se le escapaba en el pantalón. Sus amiguitos arriaron la bandera, desencastraron la caja fuerte y se fueron a organizar otro circo. El enano éste ya no les servía.
Sigo colmado de espíritu navideño, no lo puedo evitar. Ya se me pasará.
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