En el principio fue el gobierno de los hombres y así toda la teoría que sirvió para construir el Estado sobre las pavesas dejadas por la caída del Imperio romano y que desemboca en el absolutismo, se resume en esa idea clave: es el hombre, el rey y unos pocos allegados, quienes determinan la política, dirigen la guerra y administran la justicia.
Pero siempre ha habido personas críticas con la herencia del pensamiento recibido que son justamente aquellas que han hecho avanzar a la Humanidad pues del espíritu mediocre, acomodaticio y egoísta jamás ha salido progreso alguno. Pues bien, esas criaturas beneméritas dieron en cavilar que eso del poder absoluto era una atrocidad y, dándole vueltas al magín, atisbaron la necesidad de cambiar el gobierno del hombre -proclive a la arbitrariedad- por el gobierno de las leyes. Todo el meollo del segundo tratado sobre el gobierno civil de Locke va por ahí y, a partir de él, Montesquieu, Rousseau, los autores de los papeles federalistas americanos, Tocqueville, Stuart Mill y tantos otros precisaron el asunto y lo afinaron. En esa tradición hemos vivido y es ella la que ha convertido a la ley en el ombligo de la decisión política pues solo ella garantizaría la reflexión madura previa y, después, la aplicación general.
Del gobierno de los hombres pasamos al de las leyes. En apariencia, por supuesto, pues siempre hemos violado las leyes pero lo sabíamos y algunos padecían hasta remordimientos de conciencia.
Hoy esta ficción ha desaparecido ya que hemos instaurado el gobierno de la ocurrencia. Esta campaña electoral que padecemos es un ejemplo bien elocuente de ello. Porque se puede aumentar un impuesto o rebajarlo, se puede crear un ministerio o suprimirlo, se puede dar esta o la otra ayuda al nene, la nena, el anciano o el desdentado, pero todo ello debería ser fruto de la discusión previa en el seno de los partidos, en el parlamento, en el propio gobierno o donde sea.
Así sucedía, más o menos, en la época en que se mantenía la fachada del gobierno de las leyes. Como somos audaces, la hemos derribado sustituyendo esta forma de conducir el país por el manejo de la ocurrencia. Se sube un orador a la tribuna del parlamento o a la del mítin y allí suelta literalmente lo que se le ocurre en ese momento alado, ante la sorpresa de sus propios parciales que jamás han oído hablar del asunto y quedan lógicamente estupefactos. Pero contentos porque han ganado por la mano al contrincante quien, a su vez, se ve en la obligación de tejer otra ocurrencia. Y así se va formando ese rosario de ocurrencias en que consiste la moderna gobernación.
Para quienes somos juristas es este un desafío interesante pues deberemos ocuparnos de la ocurrencia como fuente del derecho y olvidarnos de esas filigranas tan aburridas a las que hemos llamado leyes, reglamentos y otros desatinos propios de épocas timoratas y azulejadas de argumentos.
La postmodernidad es alegre y desenvuelta. En eso consiste su encanto y su alma de fruta. De ahí que primen el “golpe”, la “salida” dicharachera y la gracieta. Es el triunfo del donaire, del artificio, de la “boutade”, si queremos decirlo en francés que es idioma de muchos empaques y de acentos circunflejos.
Pero siempre ha habido personas críticas con la herencia del pensamiento recibido que son justamente aquellas que han hecho avanzar a la Humanidad pues del espíritu mediocre, acomodaticio y egoísta jamás ha salido progreso alguno. Pues bien, esas criaturas beneméritas dieron en cavilar que eso del poder absoluto era una atrocidad y, dándole vueltas al magín, atisbaron la necesidad de cambiar el gobierno del hombre -proclive a la arbitrariedad- por el gobierno de las leyes. Todo el meollo del segundo tratado sobre el gobierno civil de Locke va por ahí y, a partir de él, Montesquieu, Rousseau, los autores de los papeles federalistas americanos, Tocqueville, Stuart Mill y tantos otros precisaron el asunto y lo afinaron. En esa tradición hemos vivido y es ella la que ha convertido a la ley en el ombligo de la decisión política pues solo ella garantizaría la reflexión madura previa y, después, la aplicación general.
Del gobierno de los hombres pasamos al de las leyes. En apariencia, por supuesto, pues siempre hemos violado las leyes pero lo sabíamos y algunos padecían hasta remordimientos de conciencia.
Hoy esta ficción ha desaparecido ya que hemos instaurado el gobierno de la ocurrencia. Esta campaña electoral que padecemos es un ejemplo bien elocuente de ello. Porque se puede aumentar un impuesto o rebajarlo, se puede crear un ministerio o suprimirlo, se puede dar esta o la otra ayuda al nene, la nena, el anciano o el desdentado, pero todo ello debería ser fruto de la discusión previa en el seno de los partidos, en el parlamento, en el propio gobierno o donde sea.
Así sucedía, más o menos, en la época en que se mantenía la fachada del gobierno de las leyes. Como somos audaces, la hemos derribado sustituyendo esta forma de conducir el país por el manejo de la ocurrencia. Se sube un orador a la tribuna del parlamento o a la del mítin y allí suelta literalmente lo que se le ocurre en ese momento alado, ante la sorpresa de sus propios parciales que jamás han oído hablar del asunto y quedan lógicamente estupefactos. Pero contentos porque han ganado por la mano al contrincante quien, a su vez, se ve en la obligación de tejer otra ocurrencia. Y así se va formando ese rosario de ocurrencias en que consiste la moderna gobernación.
Para quienes somos juristas es este un desafío interesante pues deberemos ocuparnos de la ocurrencia como fuente del derecho y olvidarnos de esas filigranas tan aburridas a las que hemos llamado leyes, reglamentos y otros desatinos propios de épocas timoratas y azulejadas de argumentos.
La postmodernidad es alegre y desenvuelta. En eso consiste su encanto y su alma de fruta. De ahí que primen el “golpe”, la “salida” dicharachera y la gracieta. Es el triunfo del donaire, del artificio, de la “boutade”, si queremos decirlo en francés que es idioma de muchos empaques y de acentos circunflejos.
Sus autores son políticos que podrían tomarse su oficio por la tremenda pero que han optado por ser ocurrentes pues así consiguen respaldo y votos al prometer aquello que al público engatusa. Los aguafiestas sostienen que son frivolidades pero olvidan que la frivolidad es el azúcar que nos permite digerir los graves problemas de Estado.
En una época de desprestigio de las ideas, las ocurrencias han ocupado su lugar. De la misma forma que el secretario de organización ha sustituido al catedrático de griego.
Gracias profesor por su clarividencia, en esas estamos los ciudadanos de apie que no tenemos una gran formaciòn, que no se nos cuelen las ocurrencias de algunos o de todos que,"salvo honrosas excepciones",los políticos trabaján con las ocurrencias, pero sin ninguna imaginación y creo de verdad que, o uno es tonto, o no se la cuelan y prueba de ello es que en los comicios anteriores siempre salen los mismos, independientemente de su "ocurrencias". No es verdad que el P.P. ha tenido unos resultados prácticamente identicos desde hace 3 o 4 legislaturas?. Bueno que no son nada originales, si a mi me propusieran un viaje a la luna, por ejemplo pués igual les votaba, o si se les ocurriera decirme que de ahora (desde que gane quien lo diga) iba a tener mar en León, seguro les votaba y si me trajeran el mar, tendrian mi voto por los siglos de los siglos. Quiero decir que hay una parte de la ciudadanía que sí nos damos cuenta del cuento de las campañas y pediría pasar de las campañas por salud mental y hacer más el amor por salud fisica y mental. Un saludo profesor Sosa
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