No salgo de mi asomobro al leer lo que Stefan Zweig cuenta de sus tiempos de escolar, en aquella Viena finisecular donde la cultura unía a las personas y estimulaba a los estudiantes desde la más tierna infancia. Miren y sorprándanse. Estos párrafos están tomados de sus memorias, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, págs. 63 y ss. Está hablando, repito, de su infancia, mucho antes de la edad universitaria.
“Cada día encontrábamos nuevas técnicas para aprovechar las aburridas horas de clase en beneficio de nuestras lecturas; mientras el maestro pronunciaba su gastada conferencia sobre “La poesía ingenua y sentimental de Schiller”, nosotros leíamos bajo el pupitre a Nietzsche y a Strindberg, cuyos nombres el viejo ni siquiera había oído. Parecía poseernos una especie de fiebre de saber y conocer todo lo que se producía en el ámbito de las artes y de las ciencias; por las tardes nos mezclábamos con los estudiantes de la universidad con el fin de asistir a sus clases, íbamos a todas las exposiciones de arte, acudíamos a las aulas de anatomía par ver autopsias. Aguzado el olfato de nuestra nariz indiscreta, husmeábamos en todo. Nos colábamos en los ensayos de la Filarmónica, hurgábamos en las tiendas de los anticuarios, diariamente revisábamos las vitrinas de las librerías para enterarnos inmediatamente de cuáles eran las novedades desde la víspera. Y, sobre todo, leíamos, leíamos todo lo que nos caía en las manos. Sacábamos libros de todas las bibliotecas públicas y, unos a otros, nos dejábamos prestados los hallazgos que conseguíamos encontrar”.
(...)
“Cuando, por ejemplo, hablábamos de Nietzsche, aún proscrito en aquella época, de repente uno de nosotros prorrumpía con superioridad afectada: “Pero en la idea del egotismo Kierkegaard lo supera”, y enseguida nos poníamos nerviosos: “¿Quién es ese Kierkegaard que X conoce y nosotros no?” Al día siguiente corríamos a la biblioteca para descubrir los libros del filósofo danés olvidado, pues ignorar algo extraño que otro conocía constituía para nosotros un descrédito; nuestra pasión consistía precisamente en descubrir antes que nadie lo más reciente, lo rabiosamente nuevo, lo más extravagante e inusual, aquello que nadie (y menos aún la crítica literaria oficial de nuestros dignos periódicos) había tratado de forma exhaustiva. Conocer todo aquello que aún no gozaba de reconocimiento general, de difícil acceso, extravagante, nuevo y radical, despertaba nuestro amor especial; por eso no había nada suficientemente escondido, por más peculiar que fuese, que nuestra ávida curiosidad colectiva no fuera capaz de sacar de su encondrijo. Stefan George o Rilke, por ejemplo, habían sido publicados, en nuestra época de bachilleres, en ediciones de doscientos o trescientos ejemplares en total, de los cuales a lo sumo tres o cuatro habían encontrado el camino de Viena; ningún librero tenía uno solo de ellos en su almacén y ninguno de los críticos oficiales había mencionado tan siquiera el nombre de Rilke. Pero nuestro grupo, por un milagro de la voluntad, conocía todos sus versos y estrofas. Muchachos imberbes y enclenques que cada día tenían que permanecer sentados en los bancos de la escuela formábamos, a la hora de la verdad, el mejor de los públicos que un joven poeta puede soñar: un público curioso, críticamente despierto y entusiasmado con entusiasmarse. Y es que nuestra capacidad de entusiasmo no tenía límite: durante las horas de clase, yendo y volviendo de la escuela, en el café, en el teatro, durante los paseos, nosotros, mozalbetes de bigote incipiente, no hacíamos más que hablar acerca de libros, cuadros, música y filosofía; quienquiera que actuara en público, fuese actor o director, el que había publicado un libro o un escrito en un periódico, brillaba como una estrella en nuestro firmamento. Casi me llevo un buen susto cuando, años más tarde, leyendo la descripción que hace Balzac de su juventud, encontré la siguiente frase: Les gens célèbres étaien pour moi comme des dieux qui ne parlaient pas, ne marchaient pas, ne mangeaient pas comme les autres hommes. Y es que es excatamente ésta la sensación que habíamos experimentado nosotros. Ver a Gustav Mahler por la calle era un acontecimiento que uno contaba al día siguiente a sus compañeros como un triunfo personal, y la vez que, siendo niño, fui presentado a Johannes Brahms y él me dio un golpecito amistoso en el hombro, pasé varios días trastornado por tan formidable suceso. Cierto que a mis doce años no tenía una idea exacta de lo que había hecho Brahms, pero su mera fama, su aura de creador, producía un efecto embriagador”.
Fin de la cita.
Y digo yo: se nota que no había fútbol por entonces, ni Champios ni Premier League ni tele ni festival de Eurovisión ni Gran Hermano.
Lo que hoy no sospechan Ronaldinho, Raúl o Messi es que ocupan en las cabezas de los chavales -universitarios incluidos, por supuesto- el lugar que otrora y en aquel dichoso Imperio Austro-Húngaro correspondía a los grandes filósofos y artistas.
Los tiempos avanzan que es una barbaridad.
“Cada día encontrábamos nuevas técnicas para aprovechar las aburridas horas de clase en beneficio de nuestras lecturas; mientras el maestro pronunciaba su gastada conferencia sobre “La poesía ingenua y sentimental de Schiller”, nosotros leíamos bajo el pupitre a Nietzsche y a Strindberg, cuyos nombres el viejo ni siquiera había oído. Parecía poseernos una especie de fiebre de saber y conocer todo lo que se producía en el ámbito de las artes y de las ciencias; por las tardes nos mezclábamos con los estudiantes de la universidad con el fin de asistir a sus clases, íbamos a todas las exposiciones de arte, acudíamos a las aulas de anatomía par ver autopsias. Aguzado el olfato de nuestra nariz indiscreta, husmeábamos en todo. Nos colábamos en los ensayos de la Filarmónica, hurgábamos en las tiendas de los anticuarios, diariamente revisábamos las vitrinas de las librerías para enterarnos inmediatamente de cuáles eran las novedades desde la víspera. Y, sobre todo, leíamos, leíamos todo lo que nos caía en las manos. Sacábamos libros de todas las bibliotecas públicas y, unos a otros, nos dejábamos prestados los hallazgos que conseguíamos encontrar”.
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“Cuando, por ejemplo, hablábamos de Nietzsche, aún proscrito en aquella época, de repente uno de nosotros prorrumpía con superioridad afectada: “Pero en la idea del egotismo Kierkegaard lo supera”, y enseguida nos poníamos nerviosos: “¿Quién es ese Kierkegaard que X conoce y nosotros no?” Al día siguiente corríamos a la biblioteca para descubrir los libros del filósofo danés olvidado, pues ignorar algo extraño que otro conocía constituía para nosotros un descrédito; nuestra pasión consistía precisamente en descubrir antes que nadie lo más reciente, lo rabiosamente nuevo, lo más extravagante e inusual, aquello que nadie (y menos aún la crítica literaria oficial de nuestros dignos periódicos) había tratado de forma exhaustiva. Conocer todo aquello que aún no gozaba de reconocimiento general, de difícil acceso, extravagante, nuevo y radical, despertaba nuestro amor especial; por eso no había nada suficientemente escondido, por más peculiar que fuese, que nuestra ávida curiosidad colectiva no fuera capaz de sacar de su encondrijo. Stefan George o Rilke, por ejemplo, habían sido publicados, en nuestra época de bachilleres, en ediciones de doscientos o trescientos ejemplares en total, de los cuales a lo sumo tres o cuatro habían encontrado el camino de Viena; ningún librero tenía uno solo de ellos en su almacén y ninguno de los críticos oficiales había mencionado tan siquiera el nombre de Rilke. Pero nuestro grupo, por un milagro de la voluntad, conocía todos sus versos y estrofas. Muchachos imberbes y enclenques que cada día tenían que permanecer sentados en los bancos de la escuela formábamos, a la hora de la verdad, el mejor de los públicos que un joven poeta puede soñar: un público curioso, críticamente despierto y entusiasmado con entusiasmarse. Y es que nuestra capacidad de entusiasmo no tenía límite: durante las horas de clase, yendo y volviendo de la escuela, en el café, en el teatro, durante los paseos, nosotros, mozalbetes de bigote incipiente, no hacíamos más que hablar acerca de libros, cuadros, música y filosofía; quienquiera que actuara en público, fuese actor o director, el que había publicado un libro o un escrito en un periódico, brillaba como una estrella en nuestro firmamento. Casi me llevo un buen susto cuando, años más tarde, leyendo la descripción que hace Balzac de su juventud, encontré la siguiente frase: Les gens célèbres étaien pour moi comme des dieux qui ne parlaient pas, ne marchaient pas, ne mangeaient pas comme les autres hommes. Y es que es excatamente ésta la sensación que habíamos experimentado nosotros. Ver a Gustav Mahler por la calle era un acontecimiento que uno contaba al día siguiente a sus compañeros como un triunfo personal, y la vez que, siendo niño, fui presentado a Johannes Brahms y él me dio un golpecito amistoso en el hombro, pasé varios días trastornado por tan formidable suceso. Cierto que a mis doce años no tenía una idea exacta de lo que había hecho Brahms, pero su mera fama, su aura de creador, producía un efecto embriagador”.
Fin de la cita.
Y digo yo: se nota que no había fútbol por entonces, ni Champios ni Premier League ni tele ni festival de Eurovisión ni Gran Hermano.
Lo que hoy no sospechan Ronaldinho, Raúl o Messi es que ocupan en las cabezas de los chavales -universitarios incluidos, por supuesto- el lugar que otrora y en aquel dichoso Imperio Austro-Húngaro correspondía a los grandes filósofos y artistas.
Los tiempos avanzan que es una barbaridad.
*Ay*
ResponderEliminarSí, a mí también me dejó desconcertado el relato de las andanzas adolescentes de Stefan Zweig. Claro que era Stefan Zweig y habría que ver quienes eran esos "nosotros" a los que se refiere, angelitos semejantes a él, casi seguro. Es probable que la mayoría de sus compañeros estuviesen ocupados en "simplemente" estudiar a Schiller, la historia del Imperio o en aprender a hablar y escribir correctamente el alemán culto (que no es tarea sencilla -como sabe bien el autor del blog- ni siquiera para quienes tienen el alemán como lengua materna). Sea como fuere, sorprende que muchachos normales (y normales eran como muestra la detallada preocupación por la sífiles que, creo recordar, sigue a este pasaje) dediquen sus años de adolescencia a empaparse en Nietschze o Kierkegard (quizá lo de Rilke sea más normal). Creo que puede tener alguna relación con otra noticia sorprendente (para mí) y de la cuenta también Zweig, y es la del culto a la madurez que se vivía en los años que el describe. La gente quería ser mayor. Comenta, incluso, anuncios de productos destinados a que la barba parezca más venerable. El culto a la juventud y sus virtudes es relativamente reciente, quizás vinculado a la Primera Guerra Mundial y sus secuelas.
ResponderEliminarPuede parecer una tontería, pero creo que una sociedad que idolatra la juventud (y casi la mera adolescencia) conduce a la elevación a los altares de los famosos que hoy tenemos, mientras que otra en la que el referente es la madurez conduce a otras cosas. Tan simple y tan difícil como eso.