Se ha vuelto a armar la tremolina con el caso del asesino de la niña de Huelva. Resulta que tenía una pena pendiente de cumplir, precisamente por abusar de su hija, y nadie se preocupaba de echarle el guante. Al parecer, el juez que lo había condenado no se enteró de que seguía cazando libre, pues la funcionaria que tenía que hacer las cuentas estaba de baja y nadie la sustituyó. Como para no preocuparse ahora, con la cantidad de funcionarios que hay de huelga y el tiempo que llevan así.
Que no funciona a veces el aparato judicial es una cosa. Qué hacer con los delincuentes fácilmente reincidentes es asunto bien distinto, aunque parece que se los quiere mezclar estos días. Hace un rato escuché en una emisora las declaraciones de un psicólogo experto en resocialización y problemas penitenciarios. Decía que, gracias al tratamiento que en la cárcel reciben delincuentes sexuales de este tipo, las probabilidades de reincidencia cuando vuelven a la calle son sólo del cinco por ciento, y que, sin tales tratamientos, serían del veinte. El pueblo llano no se allana, sino que se tira de los pelos, jaleado por comunicadores y tertulianos. ¿Qué se debe hacer?
Sigamos ese juego como si tuviera sentido. De cada cien delincuentes que cumplen condena, aun con los tratamientos mejores y más efectivos, cinco volverán a las andadas. Asesinarán niños, violarán, cometerán crímenes atroces. Vistas así las cosas, la situación es preocupante. Pero de cada cien, noventa y cinco se reintegrarán ordenadamente en la vida social y evitarán en el futuro esas tentaciones. Esos noventa y cinco no tendrían ninguna oportunidad si su cadena fuera perpetua.
La chusma lo tiene clarísimo: cadena perpetua, como mínimo, para todos los autores de esos delitos graves. O sea, anulemos las posibilidades de resocialización de más de nueve de cada diez de ellos. El que la hace una vez, que la pague para siempre. La Constitución no lo ve así, pero ya nos vamos acostumbrando a tratar desenfadadamente con la Constitución. El pueblo es inclemente, al menos mientras no le toque ir a la trena al pariente o amigo de uno; entonces sí invocamos el humanitarismo y los derechos penitenciarios. La ley del embudo es el rasgo más notorio de nuestra idiosincrasia.
Que no funciona a veces el aparato judicial es una cosa. Qué hacer con los delincuentes fácilmente reincidentes es asunto bien distinto, aunque parece que se los quiere mezclar estos días. Hace un rato escuché en una emisora las declaraciones de un psicólogo experto en resocialización y problemas penitenciarios. Decía que, gracias al tratamiento que en la cárcel reciben delincuentes sexuales de este tipo, las probabilidades de reincidencia cuando vuelven a la calle son sólo del cinco por ciento, y que, sin tales tratamientos, serían del veinte. El pueblo llano no se allana, sino que se tira de los pelos, jaleado por comunicadores y tertulianos. ¿Qué se debe hacer?
Sigamos ese juego como si tuviera sentido. De cada cien delincuentes que cumplen condena, aun con los tratamientos mejores y más efectivos, cinco volverán a las andadas. Asesinarán niños, violarán, cometerán crímenes atroces. Vistas así las cosas, la situación es preocupante. Pero de cada cien, noventa y cinco se reintegrarán ordenadamente en la vida social y evitarán en el futuro esas tentaciones. Esos noventa y cinco no tendrían ninguna oportunidad si su cadena fuera perpetua.
La chusma lo tiene clarísimo: cadena perpetua, como mínimo, para todos los autores de esos delitos graves. O sea, anulemos las posibilidades de resocialización de más de nueve de cada diez de ellos. El que la hace una vez, que la pague para siempre. La Constitución no lo ve así, pero ya nos vamos acostumbrando a tratar desenfadadamente con la Constitución. El pueblo es inclemente, al menos mientras no le toque ir a la trena al pariente o amigo de uno; entonces sí invocamos el humanitarismo y los derechos penitenciarios. La ley del embudo es el rasgo más notorio de nuestra idiosincrasia.
Rechacemos los excesos punitivos y pensemos qué hacer con ese otro cinco por ciento de irrecuperables. Es muy fácil reclamar que ésos se queden a la sombra para siempre. El problema está en que hablamos de números, de puras estadísticas, pero ni se puede saber con exactitud quién va a reincidir ni tiene demasiado sentido confiar en dictámenes de supuestos expertos.
Todo se reduce a una opción entre riesgos. La política de resocialización tiene un precio, la posibilidad de que reincida el que cumplió la pena razonable. La mano dura tiene otro riesgo, el derivado de una sociedad en la que el error se paga de por vida y el delincuente recibe el puro estatuto de animal. Con lo primero aumentan nuestras posibilidades de ser víctimas de delitos; con lo segundo, nuestro riesgo de ser víctimas del Estado, el peligro que para todos supone vivir en una sociedad autoritaria, vengativa y cruel.
Es una elección de cada cual. Como lo es la de querer vivir bajo un derecho que ofrezca garantías a todo acusado o bajo un sistema que sólo pretenda quitarse de en medio por la brava tanto a culpables como a meros sospechosos. En un sistema penal con garantías aumenta el riesgo de que sean absueltos culpables; en uno sin ellas, el de que sean condenados inocentes. Cuando la sociedad se rasga las vestiduras porque algún acusado de delito grave es absuelto, parece que prefiere lo segundo. Mucho ponerse en el lugar de la víctima, pero muy poca afición a sopesar qué significa que a alguien lo condenen sin pruebas bastantes o a penas que lo anulan como persona y para siempre, sin vuelta de hoja.
Para los buenos liberales (cuidadín, he dicho buenos liberales, no fachorros camuflados en las ondas o progres de consigna y lo que convenga para las próximas elecciones), la vida es riesgo y mejor ser víctima de un conciudadano que víctima del leviatán estatal. Las mentalidades autoritarias prefieren que papá Estado mate a todos los malos y que el paso por este mundo sea para el resto un puro descanso, esa pacífica convivencia de las ovejas dentro del cercado. Está bien, pero, ya puestos, ¿por qué no quitamos de la circulación a todo el que mata, y no sólo a niños o mujeres indefensas? ¿Por qué no encerramos para siempre también a todo el que roba? ¿Y a todo el que hace el salvaje al volante de un automóvil? Y, claro, ya puestos, demos el paso siguiente y librémonos del mismo modo de los que tienen una pinta amenazadora o un modo de vida que nos inquieta. Y, con todo ello, ya tendremos el tipo de sociedad que añoran los autoritarios, que son legión: una sociedad de borregos, una sociedad infantiloide, un asco de sociedad.
La administración de justicia debe funcionar, la ley debe aplicarse en sus propios términos, sin zarandajas ni truquitos para ricos o famosos, los comportamientos más odiosos deben tipificarse como delitos y ser perseguidos como tales, al reincidente se le debe cobrar más cara su obstinación. Y así tantas cosas. Y quien sea responsable de que el asesino de Mari Luz no estuviera cumpliendo su pena, seguramente el juez, que sea sancionado, ley en mano. Pero cada uno de nosotros, antes de pedir el paredón para los malos, la cárcel a perpetuidad para los descarriados o que en la puerta de cada casa vigilen tres policías armados hasta los dientes, deberíamos mirarnos en el espejo, recordar nuestra escasa santidad y aquel desliz que no nos pillaron, considerar ese aspecto tan poco amable y ortodoxo que tiene un hijo nuestro, o un hermano, o un amigo del alma; o pensar qué debe hacer con nosotros la justicia si un día, por error o mala fe, todo un barrio nos acusa de violadores o pedófilos.
Lo malo de tanta persona de orden y tanto autoritario inflado es que, como dicen en mi pueblo, “el cagau non se güele”.
Todo se reduce a una opción entre riesgos. La política de resocialización tiene un precio, la posibilidad de que reincida el que cumplió la pena razonable. La mano dura tiene otro riesgo, el derivado de una sociedad en la que el error se paga de por vida y el delincuente recibe el puro estatuto de animal. Con lo primero aumentan nuestras posibilidades de ser víctimas de delitos; con lo segundo, nuestro riesgo de ser víctimas del Estado, el peligro que para todos supone vivir en una sociedad autoritaria, vengativa y cruel.
Es una elección de cada cual. Como lo es la de querer vivir bajo un derecho que ofrezca garantías a todo acusado o bajo un sistema que sólo pretenda quitarse de en medio por la brava tanto a culpables como a meros sospechosos. En un sistema penal con garantías aumenta el riesgo de que sean absueltos culpables; en uno sin ellas, el de que sean condenados inocentes. Cuando la sociedad se rasga las vestiduras porque algún acusado de delito grave es absuelto, parece que prefiere lo segundo. Mucho ponerse en el lugar de la víctima, pero muy poca afición a sopesar qué significa que a alguien lo condenen sin pruebas bastantes o a penas que lo anulan como persona y para siempre, sin vuelta de hoja.
Para los buenos liberales (cuidadín, he dicho buenos liberales, no fachorros camuflados en las ondas o progres de consigna y lo que convenga para las próximas elecciones), la vida es riesgo y mejor ser víctima de un conciudadano que víctima del leviatán estatal. Las mentalidades autoritarias prefieren que papá Estado mate a todos los malos y que el paso por este mundo sea para el resto un puro descanso, esa pacífica convivencia de las ovejas dentro del cercado. Está bien, pero, ya puestos, ¿por qué no quitamos de la circulación a todo el que mata, y no sólo a niños o mujeres indefensas? ¿Por qué no encerramos para siempre también a todo el que roba? ¿Y a todo el que hace el salvaje al volante de un automóvil? Y, claro, ya puestos, demos el paso siguiente y librémonos del mismo modo de los que tienen una pinta amenazadora o un modo de vida que nos inquieta. Y, con todo ello, ya tendremos el tipo de sociedad que añoran los autoritarios, que son legión: una sociedad de borregos, una sociedad infantiloide, un asco de sociedad.
La administración de justicia debe funcionar, la ley debe aplicarse en sus propios términos, sin zarandajas ni truquitos para ricos o famosos, los comportamientos más odiosos deben tipificarse como delitos y ser perseguidos como tales, al reincidente se le debe cobrar más cara su obstinación. Y así tantas cosas. Y quien sea responsable de que el asesino de Mari Luz no estuviera cumpliendo su pena, seguramente el juez, que sea sancionado, ley en mano. Pero cada uno de nosotros, antes de pedir el paredón para los malos, la cárcel a perpetuidad para los descarriados o que en la puerta de cada casa vigilen tres policías armados hasta los dientes, deberíamos mirarnos en el espejo, recordar nuestra escasa santidad y aquel desliz que no nos pillaron, considerar ese aspecto tan poco amable y ortodoxo que tiene un hijo nuestro, o un hermano, o un amigo del alma; o pensar qué debe hacer con nosotros la justicia si un día, por error o mala fe, todo un barrio nos acusa de violadores o pedófilos.
Lo malo de tanta persona de orden y tanto autoritario inflado es que, como dicen en mi pueblo, “el cagau non se güele”.
de acuerdo con todo, España es incorregible; es bueno que alguien lo recuerde de vez en cuando (lo mismo respecto a la universidad), gracias.
ResponderEliminar¿No le parece ya un gran avance que el padre de la niña pida "sólo" cadena perpetua en lugar de la de muerte?
ResponderEliminarCoincido prácticamente con todo lo que dices en el artículo.
ResponderEliminarA mi además me parecen tan preocupantes los comentarios del tipo "a ese había que cortarle los h(...)" como los que dicen que hay que endurecer las penas. En este caso, el problema no ha estado en el código penal, sino en la aplicación del mismo por parte de unos funcionarios negligentes, a los que también habría que pedir responsabilidades.
Desde el 9 de Marzo, me paseo con una cierta frecuencia por los foros digitales de la extrema derecha, ya que resulta instructivo, en mi modesta opinión, ver la pataleta angustiosa que se ha apoderado de ellos. ¡Sólo por eso valía la pena hacerme un grouchomarxiano capirote con mis principios y votar a la derecha moderada, caramba!
ResponderEliminarAl hilo del argumento de esta entrada, recomiendo vivamente la lectura de esta joya: se trata de una petición de reforma de la Constitución, modificando el Artículo 25 para que las penas sean, ¡finalmente!, constitucionalmente vengativas.
En cuanto a las lágrimas de cocodrilo sobre los funcionarios incompetentes vertidas desde las instancias "moderadas", no es una ninguna novedad decir que la Administración de Justicia anda manga por hombro. Tratándose de un fenómeno sistémico, cabe decir que es fácil identificar los responsables: PP y PSOE, PSOE y PP, ya que ellos llevan gobernando los últimos 25 años.
Eso sí, vamos a devolver 400 euros, vamos a bajar los impuestos, porque evidentemente ya no hay nada en lo que la colectividad sienta que valga la pena invertir.
Lo he dicho más de una vez, y lo repito aquí: me cago con fruición en la alta velocidad, me cago con delectación en la Terminal T4 del Aeropuerto de Barajas, me cago con convicción en el Plan Nacional de Infraestructuras. Invoco sadiana mierda hirviente sobre los ojos y bocas de todos sus responsables. Mi sueño utópico -que sé que no se realizará nunca- es vivir en un país donde se tarden cuatro o cinco confortables horas de tren en ir desde Madrid a Barcelona -tiempo en el que se pueden leer bastantes páginas interesantes- y donde un ciudadano moliente y corriente pueda obtener sistemáticamente una sentencia de primera instancia, pulcra y profesional, en un máximo de noventa días. Otro gallo nos cantaría.
Salud,
Referente a las cuestiones que plantea Garciamado : "¿por qué no quitamos de la circulación a todo el que mata ... al volante de un automóvil?"
ResponderEliminarMi modesta opinión : no es ni parecido que maten a mi hija durante un atraco a que la violen y la maten ; ni que la roben el bolso a que la agredan sexualmente. Porque en las primeras opciones te hacen un daño terrible, es cierto, pero en las segundas (violaciones, agresiones sexuales)pierdes el honor y la dignidad en caso de que no te vengues.
Vamos a suponer que un loco al volante produce la muerte de mi hija tras atropellarla, en el funeral, yo espero de Garciamado y de cualquier asistente al mismo, que me den el pésame y me acompañen unos instantes en ese trance, mas si mi hija es violada y asesinada en el funeral de las mismas personas no espero el pésame sino que me digan : esto no puede quedar así, es tu honor lo que está en juego.
aún comentaba yo con un amigo lo del contagio criminal de las penas cortas y lo inútil que son, en sentido preventivo y resocializador, las penas largas.
ResponderEliminarPero eso, que estamos en esa huida jakobsiana, si en lugar de pedir más pena, pidieran más jueces de carrera y una reforma y modernización en administración de justicia, que parece del siglo XIX... en fin. Un saludo
No sé si tengo destos de decir ná aquí, pero a ver.
ResponderEliminarMe alegra ver que el núcleo duro del liberalismo sigue entero y verdadero: Leben ist lebensgefährlich, que decía el querido Erich Kästner (intraducible).
Y es que cuando la Constitución dice "reinserción", quiere decir entre otras cosas "permitir la inclusión de quien era excluido". Si es el caso, con riesgo de que vuelva por sus fueros, copón. Porque para la reinserción sólo tenemos seres humanos: robots no nos quedan.
Sinencambio, y aunque alguien me arree un garlandazo: lo cierto es que la reincidencia bruta en el sector de la delincuencia sexual violenta es muy alta (20% en gros para Redondo; 40%, en alguna de las demás caóticas mediciones: los porcentajes dependen de qué meta uno en el dividendo y qué en el divisor. Y Redondo dice que logra reducir a la mitad la reincidencia, pero no más).
Y claro: eso ya no son márgenes de riesgo. Eso es otra cosa.
a) Algo a lo que no tiene sentido oponer dogmas, porque la realidad es tozuda y cabrona; y
b) Algo que amenaza con llevarse tras de sí cualquier intento de asumir riesgos en la reinserción la delincuencia estadísticamente real (autores de delitos patrimoniales y drogas: un 78 % de la población penitenciaria).
Pues afrontémoslo: ¿cómo llamamos a alguien que reincide en un 40%? ¿Lo llamamos imputable, motivable por normas, etc.? ¿Lo es de verdad? ¿O es que nuestro sistema de convicciones rechaza tratarlo clínicamente como un incapaz porque es malo y queremos poder reprocharle?
Ahí, a caballo entre la imputabilidad y la inimputabilidad, nos movemos en materia de delincuencia sexual. Y la solución clínica lleva tiempo dando vueltas. No hará falta que nadie venga con propuestas distópicas (horrible palabro, pero parece que ya se ha instalado). Bastará con que, como comentamos ahí atrás, un violador recurra el rechazo a su petición de progresión al 3º grado penitenciario aduciendo que está siendo tratado con inhibidores de la libido (si es que esto funciona). Dirá: "con química no soy peligroso: sáquenme ya como a cualquier delincuente no peligroso".
Ahí está gran parte del busilis Nos complace que el fulano vea controlado sus propios (altos) riesgos delictivos mediante algo distinto a la propia responsabilidad. Vaya: heteronomía. Como las correas de una camisa de fuerza, pero en blíster. ¡Lo que se hace con los incapaces de ejercer su propia libertad! He aquí la fórmula perfecta para esta sociedad que quiere reprochar (castigando) pero luego quiere tratar al delincuente sexual como un enfermo (le aplica una medida de control de la peligrosidad).
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Y ahora es cuando llueven tomatazos progres o liberales, que tanto da: ¿debe un gestor público dejar incontrolados riesgos ciertos de homicidio o violación?
La respuesta es depende, claro. Si la alternativa es matarlos, o cadena perpetua, pues no hay alternativa.
Pero si la alternativa es tratamiento médico (¡de por vida!) para alguien a quien la psiquiatría señala como incapaz de controlar impulsos que le llevan a lesionar... dicho en plata: tratamiento médico para alguien a quien técnicamente se considera necesitado de tratamiento médico, pues alomojó la cosa es distinta.
(Y por cierto: que una mísera pulserita GPS -al menos, como requisito para el 3º grado- arregla la cuestión con menos jari).
Hala. Sí que tenía destos. Lo que no tenía era mesura.