Se nos sermoneará que España está más cohesionada que nunca, pero la realidad se aleja de esta suerte de hipnotismo que se viene administrando desde los púlpitos de la corrección política, con sospechoso tesón. Precisemos: España, esa compleja entidad colectiva plena de esencias y presencias, va a su aire: productiva, inquieta, creadora, cada vez más ajena a los discursos políticos, siempre a medio camino entre la fábula y la ficción tragicómica. A esa España, que por supuesto no se rompe ni se desgarra, no aludo. Me refiero al Estado que, sometido al pulso de la fragmentación, ofrece las trazas de un astro menguante.
Los ejemplos a exhibir son tan abundantes que emiten ya sonoras alarmas. Así, en el problema del agua chapotean conflictos derivados de la política de obras hidráulicas, pero también las previsiones de los nuevos estatutos que han tenido la mano larga a la hora de apropiarse de ríos enteros, incluso de aquellos que tienen la osadía de traspasar las fronteras españolas y adentrarse en algún país extranjero. El río, para el Estatuto por el que fluye parece haber sido la proclama de una facundia autonómica que el Estado no ha sabido combatir con medios adecuados, todos ellos por cierto, en la alcancía de la legislación española desde hace mucho tiempo. Hay ya incluso alguna provincia que pretende quedarse con su río, emulando así en avidez hídrica a sus hermanas mayores, las comunidades autónomas. Sólo falta que los municipios se apunten al festín. De ahí que se amontonen los pleitos y se llame a las puertas del Tribunal Constitucional para que éste enderece los desaguisados que esparcen por doquier políticos tan largos de ambiciones como cortos de mesura en la administración de la res publica.
Por su parte, los dineros públicos han desatado una guerra entre comunidades, enfrentadas hoy ya las ricas con las pobres, las del este con las del oeste, y las del sur con las del norte. Se lanzan entre ellas balanzas como proyectiles, o se recurre a acuñar criterios de inversión del Estado en función de los intereses de cada cual: quién blande la población, joven o envejecida, castiza o inmigrante; quién la superficie forestal; quién el turismo. Sólo falta que se invoque el consumo de sidra o el de paella para allegar recursos y construir fortunas regionales. Un deslizadero éste que amenaza despeño, bendecido -de nuevo- por el Parlamento, por el Gobierno, incapaces de administrar el sacramento del orden y la disciplina en asunto de tanta sustancia. Ya veremos cómo se encarrila todo este embrollo y si será también el Tribunal de la calle de Domenico Scarlatti de Madrid el que al final se vea obligado a concertar lo que los políticos han desconcertado. Y veremos qué secuelas deja: de agravios no satisfechos, de rencillas entre vecinos, de afrentas, todas a la espera de ser saldadas en algún combate próximo. La víctima siempre es la misma: la solidaridad entre los españoles, una de las piezas que justifican nada menos que al Estado moderno, construido precisamente para fabricar cohesión entre las clases sociales y entre los territorios. En Italia, tras las recientes elecciones, se está cociendo el mismo guiso y ahí está el Norte poderoso desafiando al Sur menesteroso. Pero, en aquella península, las banderas de la insolidaridad y del egoísmo las enarbola la derecha más reaccionaria mientras que, en estos pagos, ¡encima! llevan vitola de progreso.
Pues ¿qué decir de la Sanidad? Acaba de aparecer un libro -Integración o desmoronamiento. Crisis y alternativas del sistema nacional de salud, firmado por Juan Luis Rodríguez-Vigil Rubio, político socialista que tuvo significadas responsabilidades en Asturias-, donde se analiza sin vacua palabrería la situación en que se halla el que quiso ser modelo sanitario. Para Vigil, «el sistema nacional de Salud tiende cada vez más a configurarse como un sistema no excesivamente articulado, poco armónico y de creciente heterogeneidad que, además, carece de instrumentos eficaces para fortalecer su cohesión, dado que para funcionar depende casi en exclusiva de la mejor o peor voluntad que en cada caso y momento tengan los gobiernos autonómicos... por lo que no resultan en absoluto extrañas las decisiones y los actos de descoordinación que emanan de los distintos integrantes del servicio nacional de Salud y que favorecen claramente la fragmentación del conjunto».
Un camino por el que se llega a situaciones tan pintorescas como la que ofrecen los distintos calendarios de vacunaciones o la más inquietante del gasto farmacéutico, pues en algunas regiones se restringe la dispensación de unos fármacos que en otras se recetan con largueza. De igual forma, son manifiestas ya las diferencias que existen entre comunidades en relación con las listas de espera, con la salud bucodental, con los servicios de salud mental y otras especialidades y superespecialidades. El riesgo, para Vigil, es claro: se está a un paso del «descoyuntamiento del actual servicio nacional, el cual podría llegar a mutar en 17 sistemas sanitarios diferentes».
Por su parte, la Ley de Dependencia, estrella de la política social del Gobierno, se proyecta sobre la realidad de forma renqueante y, por supuesto, a 17 velocidades distintas pues todo queda al albur de la voluntad política, del dinero y los medios personales empleados, de las prioridades de cada región... La mayoría de los ciudadanos que se acercan a las oficinas para que los servicios correspondientes valoren su grado específico de discapacidad pasan una auténtica crujía que sólo tiene de emocionante el hecho de ser distinta y de diferente alcance en cada Comunidad Autónoma.
Si pasamos a otro servicio público vertebrador, el de Educación, las conclusiones son las mismas, sólo que en este ámbito nos encontramos en un estadio más maduro de fragmentación, agravado por la vuelta de tuerca que se percibe en la política lingüística de las comunidades bilingües. Pero hay más. En el caso de la enseñanza superior y respecto de los títulos universitarios, una responsabilidad indeclinable del Estado -artículo 149.1.30 de la Constitución-, la ley reciente de universidades opera con una agresiva frivolidad: se suprime el modelo general de títulos por lo que el panorama que se avizora es el de una diversidad abigarrada de títulos de libre denominación en cada universidad, vinculados tan sólo a directrices mínimas del Gobierno, válidas para vastas áreas de conocimiento, y a la intervención -más bien formal- de la Comunidad Autónoma y del Consejo de Universidades, que siempre habrán de preservar «la autonomía académica de las universidades».
A todo esto hay que añadir la amenaza, que pende sobre el empleo público, de aprobar 17 leyes de funcionarios y sobre la Justicia que, si el Todopoderoso no lo remedia, verá nacer en breve 17 consejos regionales judiciales, como si no fuera castigo suficiente el general de Madrid. Etcétera, etcétera.
De verdad, ¿exige la diosa de la autonomía que ardan en su pebetero tantas y tan variadas ofrendas?
Para sortear la angustia se impone una pregunta final: ¿Tiene todo esto remedio? Creo que sí. En mi opinión, enderezar los pasos dados de forma tan atolondrada exige retomar el camino y señalar una meta que, a estas alturas, no puede ser otra que la del Estado federal. Un Estado que, cuando está asentado y produce frutos cuajados (EEUU, Alemania, etcétera), no es sino una modalidad de Estado unitario, con potentes instrumentos de cohesión y con junturas bien engrasadas.
Lo demás es crear poderes neofeudales y facilitar la consolidación de redes clientelares. Es decir, asumir el riesgo cierto de la esqueletización del Estado.
(Publicado hoy en El Mundo).
Los ejemplos a exhibir son tan abundantes que emiten ya sonoras alarmas. Así, en el problema del agua chapotean conflictos derivados de la política de obras hidráulicas, pero también las previsiones de los nuevos estatutos que han tenido la mano larga a la hora de apropiarse de ríos enteros, incluso de aquellos que tienen la osadía de traspasar las fronteras españolas y adentrarse en algún país extranjero. El río, para el Estatuto por el que fluye parece haber sido la proclama de una facundia autonómica que el Estado no ha sabido combatir con medios adecuados, todos ellos por cierto, en la alcancía de la legislación española desde hace mucho tiempo. Hay ya incluso alguna provincia que pretende quedarse con su río, emulando así en avidez hídrica a sus hermanas mayores, las comunidades autónomas. Sólo falta que los municipios se apunten al festín. De ahí que se amontonen los pleitos y se llame a las puertas del Tribunal Constitucional para que éste enderece los desaguisados que esparcen por doquier políticos tan largos de ambiciones como cortos de mesura en la administración de la res publica.
Por su parte, los dineros públicos han desatado una guerra entre comunidades, enfrentadas hoy ya las ricas con las pobres, las del este con las del oeste, y las del sur con las del norte. Se lanzan entre ellas balanzas como proyectiles, o se recurre a acuñar criterios de inversión del Estado en función de los intereses de cada cual: quién blande la población, joven o envejecida, castiza o inmigrante; quién la superficie forestal; quién el turismo. Sólo falta que se invoque el consumo de sidra o el de paella para allegar recursos y construir fortunas regionales. Un deslizadero éste que amenaza despeño, bendecido -de nuevo- por el Parlamento, por el Gobierno, incapaces de administrar el sacramento del orden y la disciplina en asunto de tanta sustancia. Ya veremos cómo se encarrila todo este embrollo y si será también el Tribunal de la calle de Domenico Scarlatti de Madrid el que al final se vea obligado a concertar lo que los políticos han desconcertado. Y veremos qué secuelas deja: de agravios no satisfechos, de rencillas entre vecinos, de afrentas, todas a la espera de ser saldadas en algún combate próximo. La víctima siempre es la misma: la solidaridad entre los españoles, una de las piezas que justifican nada menos que al Estado moderno, construido precisamente para fabricar cohesión entre las clases sociales y entre los territorios. En Italia, tras las recientes elecciones, se está cociendo el mismo guiso y ahí está el Norte poderoso desafiando al Sur menesteroso. Pero, en aquella península, las banderas de la insolidaridad y del egoísmo las enarbola la derecha más reaccionaria mientras que, en estos pagos, ¡encima! llevan vitola de progreso.
Pues ¿qué decir de la Sanidad? Acaba de aparecer un libro -Integración o desmoronamiento. Crisis y alternativas del sistema nacional de salud, firmado por Juan Luis Rodríguez-Vigil Rubio, político socialista que tuvo significadas responsabilidades en Asturias-, donde se analiza sin vacua palabrería la situación en que se halla el que quiso ser modelo sanitario. Para Vigil, «el sistema nacional de Salud tiende cada vez más a configurarse como un sistema no excesivamente articulado, poco armónico y de creciente heterogeneidad que, además, carece de instrumentos eficaces para fortalecer su cohesión, dado que para funcionar depende casi en exclusiva de la mejor o peor voluntad que en cada caso y momento tengan los gobiernos autonómicos... por lo que no resultan en absoluto extrañas las decisiones y los actos de descoordinación que emanan de los distintos integrantes del servicio nacional de Salud y que favorecen claramente la fragmentación del conjunto».
Un camino por el que se llega a situaciones tan pintorescas como la que ofrecen los distintos calendarios de vacunaciones o la más inquietante del gasto farmacéutico, pues en algunas regiones se restringe la dispensación de unos fármacos que en otras se recetan con largueza. De igual forma, son manifiestas ya las diferencias que existen entre comunidades en relación con las listas de espera, con la salud bucodental, con los servicios de salud mental y otras especialidades y superespecialidades. El riesgo, para Vigil, es claro: se está a un paso del «descoyuntamiento del actual servicio nacional, el cual podría llegar a mutar en 17 sistemas sanitarios diferentes».
Por su parte, la Ley de Dependencia, estrella de la política social del Gobierno, se proyecta sobre la realidad de forma renqueante y, por supuesto, a 17 velocidades distintas pues todo queda al albur de la voluntad política, del dinero y los medios personales empleados, de las prioridades de cada región... La mayoría de los ciudadanos que se acercan a las oficinas para que los servicios correspondientes valoren su grado específico de discapacidad pasan una auténtica crujía que sólo tiene de emocionante el hecho de ser distinta y de diferente alcance en cada Comunidad Autónoma.
Si pasamos a otro servicio público vertebrador, el de Educación, las conclusiones son las mismas, sólo que en este ámbito nos encontramos en un estadio más maduro de fragmentación, agravado por la vuelta de tuerca que se percibe en la política lingüística de las comunidades bilingües. Pero hay más. En el caso de la enseñanza superior y respecto de los títulos universitarios, una responsabilidad indeclinable del Estado -artículo 149.1.30 de la Constitución-, la ley reciente de universidades opera con una agresiva frivolidad: se suprime el modelo general de títulos por lo que el panorama que se avizora es el de una diversidad abigarrada de títulos de libre denominación en cada universidad, vinculados tan sólo a directrices mínimas del Gobierno, válidas para vastas áreas de conocimiento, y a la intervención -más bien formal- de la Comunidad Autónoma y del Consejo de Universidades, que siempre habrán de preservar «la autonomía académica de las universidades».
A todo esto hay que añadir la amenaza, que pende sobre el empleo público, de aprobar 17 leyes de funcionarios y sobre la Justicia que, si el Todopoderoso no lo remedia, verá nacer en breve 17 consejos regionales judiciales, como si no fuera castigo suficiente el general de Madrid. Etcétera, etcétera.
De verdad, ¿exige la diosa de la autonomía que ardan en su pebetero tantas y tan variadas ofrendas?
Para sortear la angustia se impone una pregunta final: ¿Tiene todo esto remedio? Creo que sí. En mi opinión, enderezar los pasos dados de forma tan atolondrada exige retomar el camino y señalar una meta que, a estas alturas, no puede ser otra que la del Estado federal. Un Estado que, cuando está asentado y produce frutos cuajados (EEUU, Alemania, etcétera), no es sino una modalidad de Estado unitario, con potentes instrumentos de cohesión y con junturas bien engrasadas.
Lo demás es crear poderes neofeudales y facilitar la consolidación de redes clientelares. Es decir, asumir el riesgo cierto de la esqueletización del Estado.
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ResponderEliminarY ¿qué estados formarían lo qué ahora es España?
ResponderEliminarMucho me temo que "Estado Federal Español" sea únicamente un concepto ambiguo e indeterminado, que unos pretenderán concretar de una forma, y otros de otra muy distinta. Algunos ejemplos: ¿Todos los estados federados renunciarian definitivamente a la secesión? ¿Todos estarían de acuerdo en respetar el derecho de secesión de los demás? ¿Tendrían todos los ciudadanos del estado federal los mismos derechos y obligaciones fiscales? ¿Y en materia de sanidad y educación?. ¿Estarían todos los estados federados de acuerdo en mantener la caja única de la Seguridad Social? En definitiva, ¿Qué competencias tendría el Estado Federal, y cuales los Estados federados?. ¿Tendría aquel más que el actual Estado, y éstos menos que las actuales Comunidades Autónomas? ¿O sería al revés?.
ResponderEliminarEn mi opinión, tanto da modificar la Constitución para transformarla en la de un Estado Federal, como modificarla manteniento el actual modelo de la España de las autonomías, pues en uno u otro caso lo único realmente importante consistiría en establecer de una vez, con claridad y sin ambigüedades, las competencias y derechos - deberes del Estado central, y las de las autonomías / estados federados.
Y no nos engañemos: cualquier reforma que intentara rebajar el techo competencial al que aspiran las actuales comunidades autónomas vasca, catalana y gallega (y, quizás, alguna otra, como la canaria), techo que incluye el reconocimiento del derecho de secesión y, mientras tanto, el mantenimiento de privilegios políticos (la sobrerrepesentación electoral de los partidos nacionalistas), fiscales (cupos, conciertos, liquidación de la multilateralidad en materia de financiación, etc.) y económicos (política estatal de inversiones, etc.), implicaría una agudización del conflico. Con independencia que que la constitución sea autonómica o federal.
Por cierto, y visto lo visto, me parece excesiva, en grado sumo, la confianza del profesor Sosa en el Tribunal Constitucional para reconducir nada.
Una precisión: donde dice "el techo competencial al que aspiran las actuales comunidades autómomas vasca, ...", deberá entenderse "el techo competencial al que aspiran los partidos nacionalistas dominantes en las actuales comunidades autónomas vasca, ....". Parece lo mismo, pero no creo que lo sea. Aún.
ResponderEliminarSaludos.
Pues igual me perdí algo en clase, pero yo creía que el actual estado ya seguía un modelo federal, que lo llamamos con el eufemismo de "autonómico" porque al hecho diferencial español (la caverna) lo de "federal" le olía a azufre. Por lo menos un estado unitario no somos, no?
ResponderEliminarEn cuanto a los privilegios políticos de antón, no sé los otros que menciona, pero en cuanto a representación, aquí el único partido nacionalista que está sobrerepresentado es el PP, que junto con el PSOE, son los dos partidos que obtienen mayor porcentaje de diputados que de votos.
Y ya que andamos con lo del rector, es curioso que ahora todos los profesores sean anti-penas, cuando en las anteriores elecciones el actual rector perdió por los votos del profesorado. Lanzada a moro muerto, creo que se llama eso (no sé si es el caso aquí).
Apreciado Anónimo:
ResponderEliminarPrivilegios de representación parlamentaria:
Elecciones Generales 2008:
IU: 969.871 votos, 2 dìputados.
484.935 cada uno.
PSOE:9.598.787 votos,144 diputados.
66.658 votos cada uno
PSC:1.689.911 votos, 25 diputados.
67.596 votos cada uno.
PP:10.144.750 votos, 152 diputados.
66.741 votos cada uno.
PNV: 306.128 votos, 6 diputados.
51.121 votos cada uno.
¿Dónde está la sobrerrepresentación de PSOE y PP?.
Ah, muy acertado lo de calificar al PP de partido nacionalista. Realmente ingenioso. Y muy descriptivo. Como lo de tó er mundo e bueno, pero en nacionalista.