Vamos a ver, la cosa puede contemplarse desapasionadamente tal que así. En una Comunidad de Vecinos, pongamos que en la Calle del Besugo, hay unos Estatutos de la Comunidad, y, a tenor de tal norma, ha sido elegido Presidente un señor, pongamos que con las iniciales J.L. Los Estatutos de la Comunidad no son muy reglamentistas y mantienen que en las cosas que no resulten esenciales para la convivencia del conjunto, para los servicios comunes y para que el inmueble se mantengan en pie y mínimamente atendido, cada vecino tendrá autonomía. En consecuencia, cada cual puede hacer cosas tales como poner en su casa la puerta que le dé la gana, verde o amarilla, hacer que su timbre suene con la melodía que elija o colocar en su terraza geranios o plantas carnívoras. Hasta ahí, la norma básica de la Comunidad es clara.
Pero hete aquí que nos encontraos con más de un vecino peleón y muy suyo. Lo hubo incluso que llegó a defecar en el portal una noche, para protestar por el exceso de control que la Comunidad ejerce sobre sus cosas. Otros pretenden que los propietarios más recientes de viviendas en el edificio se abstengan de bajar al garaje en chándal, o que el ascensor pare sólo en los pisos de los vecinos con apellido compuesto. En fin, que se vivía gran tensión en la Comunidad y el nuevo Presidente hablaba y hablaba con los unos y con los otros y trataba de contentarlos a todos. Y ahí le vino una idea que le pareció genial, dado su innato optimismo y su propensión a creerse en poder de soluciones mágicas para cualquier problema: dijo a todos y cada uno de los vecinos que podrían hacer sus propios estatutos, los estatutos de la casa de cada uno de ellos, y que él, el Presidente de la Comunidad, se encargaría de que fueran aprobados por ésta. A fin de cuentas, decía continuamente el tal J.L., nada hay que no se pueda arreglar con diálogo, a lo que se añade que la noción misma de Comunidad de Vecinos es discutida y discutible. Él había sido chamarilero antes de poner una cadena de locales de alterne (donde muchas de las prostitutas protestan, pero ninguna se va del club), y, por tanto, vivía convencido de que sus habilidades para el regateo y para la seducción de incautos le servirían para llevar al huerto hasta a los más reticentes de los que en el edificio convivían. Y, de paso, soñaba con convertirse en Presidente vitalicio de la Comunidad y con que ésta acabara, dentro de muchísimos años, cuando culminen sus mandatos sucesivos, erigiéndole un busto en la parte más noble del portal, busto que se inaugurará con la lectura de unos versos a él dedicados por el gran poeta Diemünze, amigo suyo y portero de uno de sus locales.
Pasó lo que tenía que pasar. El del sexto B redactó una norma para su casa, pero obligatoria para todos, que establecía que nadie podría pasar ante su puerta después de las nueve de la noche y que la cuota con que él contribuiría a los gastos comunitarios se calcularía en proporción a su estatura. Era bajito, casi enano del todo, y, por tanto, pensaba pagar bien poco. El del segundo A elaboró igualmente un reglamento de su domicilio, para todos vinculante, a tenor del cual se atribuía a sí mismo permiso para extender su terraza delantera ocupando diez metros de fachada, y añadía que la contribución económica de cada vecino al fondo común se fijará en razón de la altura de cada vivienda, de modo que paguen más las viviendas más altas, que para eso tienen mejores vistas. El morador del séptimo C se salió en su reglamento con que toda vecina soltera, viuda o divorciada debería hacerle a él una mamadilla al menos una vez al mes, porque sí y porque, qué coño, para eso tengo yo competencia legislativa y capacidad de obligar a todo zurrigurri y toda zorragurra, y que las casas de tan entregadas huríes estarán exentas de la cuota comunitaria, mientras que todos las demás viviendas pagarán a por rata (quiso decir a prorrata, pero se le cruzó el dialecto de su pueblo y lo dejó así por razones identitarias y porque el que no lo entienda que se joda).
Pero hete aquí que nos encontraos con más de un vecino peleón y muy suyo. Lo hubo incluso que llegó a defecar en el portal una noche, para protestar por el exceso de control que la Comunidad ejerce sobre sus cosas. Otros pretenden que los propietarios más recientes de viviendas en el edificio se abstengan de bajar al garaje en chándal, o que el ascensor pare sólo en los pisos de los vecinos con apellido compuesto. En fin, que se vivía gran tensión en la Comunidad y el nuevo Presidente hablaba y hablaba con los unos y con los otros y trataba de contentarlos a todos. Y ahí le vino una idea que le pareció genial, dado su innato optimismo y su propensión a creerse en poder de soluciones mágicas para cualquier problema: dijo a todos y cada uno de los vecinos que podrían hacer sus propios estatutos, los estatutos de la casa de cada uno de ellos, y que él, el Presidente de la Comunidad, se encargaría de que fueran aprobados por ésta. A fin de cuentas, decía continuamente el tal J.L., nada hay que no se pueda arreglar con diálogo, a lo que se añade que la noción misma de Comunidad de Vecinos es discutida y discutible. Él había sido chamarilero antes de poner una cadena de locales de alterne (donde muchas de las prostitutas protestan, pero ninguna se va del club), y, por tanto, vivía convencido de que sus habilidades para el regateo y para la seducción de incautos le servirían para llevar al huerto hasta a los más reticentes de los que en el edificio convivían. Y, de paso, soñaba con convertirse en Presidente vitalicio de la Comunidad y con que ésta acabara, dentro de muchísimos años, cuando culminen sus mandatos sucesivos, erigiéndole un busto en la parte más noble del portal, busto que se inaugurará con la lectura de unos versos a él dedicados por el gran poeta Diemünze, amigo suyo y portero de uno de sus locales.
Pasó lo que tenía que pasar. El del sexto B redactó una norma para su casa, pero obligatoria para todos, que establecía que nadie podría pasar ante su puerta después de las nueve de la noche y que la cuota con que él contribuiría a los gastos comunitarios se calcularía en proporción a su estatura. Era bajito, casi enano del todo, y, por tanto, pensaba pagar bien poco. El del segundo A elaboró igualmente un reglamento de su domicilio, para todos vinculante, a tenor del cual se atribuía a sí mismo permiso para extender su terraza delantera ocupando diez metros de fachada, y añadía que la contribución económica de cada vecino al fondo común se fijará en razón de la altura de cada vivienda, de modo que paguen más las viviendas más altas, que para eso tienen mejores vistas. El morador del séptimo C se salió en su reglamento con que toda vecina soltera, viuda o divorciada debería hacerle a él una mamadilla al menos una vez al mes, porque sí y porque, qué coño, para eso tengo yo competencia legislativa y capacidad de obligar a todo zurrigurri y toda zorragurra, y que las casas de tan entregadas huríes estarán exentas de la cuota comunitaria, mientras que todos las demás viviendas pagarán a por rata (quiso decir a prorrata, pero se le cruzó el dialecto de su pueblo y lo dejó así por razones identitarias y porque el que no lo entienda que se joda).
Y así sucesivamente. Cada habitante del inmueble estipuló lo que le convenía, lo que buenamente se le ocurrió o lo que quiso para fastidiar al vecino y que éste no se tuviera por más importante o talentoso. Los hubo que reclamaron agua a mitad de precio, otros que señalaron su propio derecho a dejar la basura en el rellano de la escalera para que los demás se la recogiesen, algunos que se declararon insolventes de por vida con total independencia de la marcha futura de sus finanzas, uno que advirtió en un artículo de su norma que sólo respondería a quienes se dirigiesen a él en húngaro. Y así todos.
Lo llamativo del caso es que el Presidente, J.L., logró que la Asamblea de la Comunidad aprobara cada uno de esos estatutos de las viviendas particulares (verdad es que el día anterior unas cuantas empleadas suyas habían visitado a los vecinos menos partidarios de mano), dejando claro, eso sí, que todos quedaban sometidos a lo dispuesto en los Estatutos de la Comunidad, de los que él mismo sería intérprete supremo con ayuda de unos juristas de mucho prestigio seleccionados con esmero por él mismo y por su ama de llaves, la señorita Von Gemüsegarten. ¿Cómo lo logró? Repitiendo a diestro y siniestro que tranquilos, que las contradicciones eran meramente aparentes, que sólo los enemigos de la Comunidad, los envidiosos del portal siguiente y los nostálgicos de cuando aquello era un descampado sin bonobús podían decir que se iba hacia el caos, y que no hay disputa ni desavenencia que no se solucione con diálogo, unas sonrisas y un par de besos de lengua.
Han pasado pocos años desde tan innovadoras reformas legales y andan los vecinos a la greña, a torta limpia, y reclamando cada cual al señor J.L. que se cumplan los términos estrictos de la norma particular sentada por cada uno para todos, tal como les prometió. Él les repite que tengan paciencia y que todo se andará con buena voluntad y pensamiento positivo. Que tranquilos. Los ve pasar, el uno con un brazo en cabestrillo, el otro con un ojo a la virolé y el de más allá vistiendo harapos y mostrando sarpullidos en su piel, y se parte de risa. Al fin los tengo cogidos por los cataplines, piensa, a ver cómo se las arreglan sin mí ahora que este pifostio no tiene marcha atrás.
Últimamente J.L. se entretiene inventando nuevas medidas para el progreso de la Comunidad. La última, de la que se hace lenguas autóctonas toda la calle, consiste en una declaración solemne, aceptada por la Asamblea de vecinos, en la que se dispone que, dado que los loros también hablan, han de ver reconocida su libertad de expresión y, en consecuencia, tendrán derecho a voz y voto en las reuniones comunitarias. Los vecinos más concienciados y más partidarios del progreso han corrido a comprarse unos cuantos animalejos parlanchines de esos, por el puro amor a la naturaleza, no para disponer de más votos, como algún malpensado facha podría creer.
En fin, que por muy mal que las cosas pinten, esos honestos ciudadanos harán lo que sea, y hasta se despellejarán por completo entre sí, con tal de no reconocer jamás que no estuvieron muy finos en aquella votación fatídica, cuando eligieron para presidirlos al más cretino, ignorante, irresponsable y cabronazo de todos ellos. Pues ajo y agua, amiguitos. Peor fue lo de Nerón cuando aquello de Roma. O no.
Lo llamativo del caso es que el Presidente, J.L., logró que la Asamblea de la Comunidad aprobara cada uno de esos estatutos de las viviendas particulares (verdad es que el día anterior unas cuantas empleadas suyas habían visitado a los vecinos menos partidarios de mano), dejando claro, eso sí, que todos quedaban sometidos a lo dispuesto en los Estatutos de la Comunidad, de los que él mismo sería intérprete supremo con ayuda de unos juristas de mucho prestigio seleccionados con esmero por él mismo y por su ama de llaves, la señorita Von Gemüsegarten. ¿Cómo lo logró? Repitiendo a diestro y siniestro que tranquilos, que las contradicciones eran meramente aparentes, que sólo los enemigos de la Comunidad, los envidiosos del portal siguiente y los nostálgicos de cuando aquello era un descampado sin bonobús podían decir que se iba hacia el caos, y que no hay disputa ni desavenencia que no se solucione con diálogo, unas sonrisas y un par de besos de lengua.
Han pasado pocos años desde tan innovadoras reformas legales y andan los vecinos a la greña, a torta limpia, y reclamando cada cual al señor J.L. que se cumplan los términos estrictos de la norma particular sentada por cada uno para todos, tal como les prometió. Él les repite que tengan paciencia y que todo se andará con buena voluntad y pensamiento positivo. Que tranquilos. Los ve pasar, el uno con un brazo en cabestrillo, el otro con un ojo a la virolé y el de más allá vistiendo harapos y mostrando sarpullidos en su piel, y se parte de risa. Al fin los tengo cogidos por los cataplines, piensa, a ver cómo se las arreglan sin mí ahora que este pifostio no tiene marcha atrás.
Últimamente J.L. se entretiene inventando nuevas medidas para el progreso de la Comunidad. La última, de la que se hace lenguas autóctonas toda la calle, consiste en una declaración solemne, aceptada por la Asamblea de vecinos, en la que se dispone que, dado que los loros también hablan, han de ver reconocida su libertad de expresión y, en consecuencia, tendrán derecho a voz y voto en las reuniones comunitarias. Los vecinos más concienciados y más partidarios del progreso han corrido a comprarse unos cuantos animalejos parlanchines de esos, por el puro amor a la naturaleza, no para disponer de más votos, como algún malpensado facha podría creer.
En fin, que por muy mal que las cosas pinten, esos honestos ciudadanos harán lo que sea, y hasta se despellejarán por completo entre sí, con tal de no reconocer jamás que no estuvieron muy finos en aquella votación fatídica, cuando eligieron para presidirlos al más cretino, ignorante, irresponsable y cabronazo de todos ellos. Pues ajo y agua, amiguitos. Peor fue lo de Nerón cuando aquello de Roma. O no.
Es Vd una bomba de racimo para las 19 y nacionalidades.
ResponderEliminarGarcia Amado, va a ser para el Título VIII de la Constitución lo que Cervantes para las novelas de caballerías.
¡Y encima la aparente ama de llaves llama a una amiga suya, Diehäuser, para que intervenga y todo se enreda más!
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