Esto publica Gabriel Albiac hoy en La Razón. Uno más.
En la universidad va camino de ocurrir lo contrario de lo que suele pasar en los barcos: se hunde, pero sólo se quedarán las ratas.
El error más grave. Por Gabriel Albiac.
El 16 de febrero de 1673, Johannes Ludwig Fabritius, Profesor en la Academia de Heidelberg y Consejero del Elector Palatino, transmite «al muy sagaz y celebérrimo filósofo» Baruch de Spinoza la invitación de su «Serenísimo Príncipe» para que se haga cargo de una cátedra de filosofía. «No hallaréis» -escribe el consejero al enigmático pensador, al cual, tras su expulsión del judaísmo, todos sospechan ateo- «príncipe más inclinado a favorecer las mentes destacadas... Tendréis la más amplia libertad de filosofar? Si aquí viniereis gozaréis de una vida placentera y digna de un filósofo». Cortés pero sucinto, Spinoza dice no. Pues, no habiendo tenido intención nunca -escribe- «de enseñar en público, no me es posible aceptar esta magnífica oportunidad? Ya que pienso, en primer lugar, que tendría que abandonar mi investigación filosófica, si quisiera dedicarme a la instrucción de la juventud. Y además, estimo que no conozco los límites a los que debe restringirse mi libertad de filosofar? Veis, por lo tanto, Gran Señor, que no me guía la esperanza de una fortuna mejor, sino el amor a la tranquilidad, que creo poder conservar de algún modo absteniéndome de las lecciones públicas». Y Spinoza sigue viviendo de su oficio. Artesanal y discreto. Un eficiente tallador de vidrios ópticos. Ni bien ni mal pagado. Lo justo para costear su pequeña habitación realquilada.
No conozco a uno solo de los que en mi generación se han dedicado a esta bella inutilidad de la filosofía que no lamente haber traicionado el postulado de Spinoza: vivir de cualquier cosa menos de la docencia. Porque es cierto, como la carta de 1673 confiesa, que filosofía y enseñanza se excluyen siempre. El gran spinozano que sería Schelling cristalizaba esa repulsión, un siglo y medio más tarde: «Quien quiera en verdad filosofar debe renunciar a toda esperanza, no debe querer nada, no debe saber nada, ha de sentirse solo y pobre, y darlo todo para ganar todo. No es cosa fácil: es penoso separarse, por así decir, de la última orilla». Alguien que pretendiera «enseñar» algo así de verdad desde una cátedra vendría a ser, en nuestras cursis sociedades, una excéntrica variedad de corruptor de menores. Como Sócrates en la Atenas de hace dos milenios y medio.
Leo el informe de LA RAZÓN sobre la enseñanza en España. Demasiado sé que es la desmoralización real del profesor aún mucho más honda de lo que ninguno de nosotros dice. Esto se ha acabado. No, no es que nuestros alumnos sean malos. Ni buenos. Es que no saben leer. A partir de eso, todo juicio adicional es tiempo perdido. Y la certeza de que hubiéramos debido ganarnos el condumio con algo artesanal, que no hubiera aprisionado nuestras mentes en este cementerio, es hoy, entre los de mi edad al menos, un remordimiento para el cual no hay cura. En la Universidad hemos perdido lo mejor de nuestras vidas. Nuestras vidas. Muy pocos catedráticos de mi generación quedarán en la Universidad española dentro de dos o tres años. La solicitud de prejubilaciones es masiva. Hay que salir de aquí, esto se derrumba. Que, al menos, no caiga sobre nuestras cabezas.
qué cansino el albiac, mediocre aspirante a imitador de foucault
ResponderEliminarSiempre las generaciones antiguas tildan a las generaciones nuevas de brutos, porque se comparan con sus propios estándares de medición. Por mi parte, he llegado a la misma conclusión, y básicamente por lo mismo (no saber leer) además de la evidente falta de ortografía.
ResponderEliminarSin embargo, considero que parte del fatalismo es obra de un sentimiento de desesperanza generalizado, que también se está contagiando a todos los diversos países.
Albiac, gran articulista
ResponderEliminar