¿En qué aguas caemos
cuando nos vamos si no existe el tiempo?
(...)
¿Dónde germinan las horas vividas?
(Manuel Ulacia)
Ayer estuve en el cementerio de mi pueblo, donde están enterrados mis padres. Me quedé solo un momento y miré por encima del muro al que está pegado el nicho de mi padre. Había campos verdes y caminos silenciosos. Los muertos del lugar estaban allá, al otro lado, seguían andando con madreñes, llevando las vacas a beber a las fuentes, guiando la yunta que tira de los carros, parándose a hablar de faenas y sucesos.
La muerte es la parálisis del tiempo, la congelación de las imágenes que ya sólo perciben ellos, los que se fueron a habitarlas. La muerte es la repetición eterna de la biografía, una permanencia definitiva y sin más tránsitos. Los que se van no se marchan realmente, pero se apropian de los paisajes que contemplaron, guardan para sí el eco de las voces que oyeron, eternamente repiten aquellas conversaciones, siguen recorriendo los senderos que los conducían al chigre para la partida de los sábados, a los campos de las romerías estivales, a las caricias con manos encallecidas y promesas de hijos y panes.
Los muertos se llevaron sus horas y sus horizontes bajo el brazo y por eso ya nunca beberemos en las fuentes como bebieron ellos ni oiremos cantar los mismos pájaros ni podremos imaginar siquiera la alegría de entonces cuando la cosecha o su emoción con el parto de los animales.
Mi padre no estaba allí, en el cementerio; mi madre tampoco. Me lo dijeron los árboles, que ya eran otros árboles, lo insinuaban las nubes en fuga, la lluvia lo sabía y caía para anegar los recuerdos imposibles, porque el recuerdo es el lugar donde han ido a morar los ausentes, su casa que ya no cambia nunca. Mi padre no se encontraba detrás de aquella lápida ni eran suyos los restos escondidos. Mi padre seguía en sus labores en las tierras que los años ocultaron, llevaba del ramal aquella vaca que llamábamos Bonita y con él iba nuestro perro. Y desde el balcón de nuestra casa lo contemplaba mi madre mientras regaba sus flores. Me lo dijeron los prados que me observaban por encima de la tapia y que me confesaron que ellos también lloran por el pasado que se les hurta, por las figuras que se les borran, por aquellos muertos que se quedaron a vivir en lo que fue y nos arrebataron la memoria de sus cosas.
cuando nos vamos si no existe el tiempo?
(...)
¿Dónde germinan las horas vividas?
(Manuel Ulacia)
Ayer estuve en el cementerio de mi pueblo, donde están enterrados mis padres. Me quedé solo un momento y miré por encima del muro al que está pegado el nicho de mi padre. Había campos verdes y caminos silenciosos. Los muertos del lugar estaban allá, al otro lado, seguían andando con madreñes, llevando las vacas a beber a las fuentes, guiando la yunta que tira de los carros, parándose a hablar de faenas y sucesos.
La muerte es la parálisis del tiempo, la congelación de las imágenes que ya sólo perciben ellos, los que se fueron a habitarlas. La muerte es la repetición eterna de la biografía, una permanencia definitiva y sin más tránsitos. Los que se van no se marchan realmente, pero se apropian de los paisajes que contemplaron, guardan para sí el eco de las voces que oyeron, eternamente repiten aquellas conversaciones, siguen recorriendo los senderos que los conducían al chigre para la partida de los sábados, a los campos de las romerías estivales, a las caricias con manos encallecidas y promesas de hijos y panes.
Los muertos se llevaron sus horas y sus horizontes bajo el brazo y por eso ya nunca beberemos en las fuentes como bebieron ellos ni oiremos cantar los mismos pájaros ni podremos imaginar siquiera la alegría de entonces cuando la cosecha o su emoción con el parto de los animales.
Mi padre no estaba allí, en el cementerio; mi madre tampoco. Me lo dijeron los árboles, que ya eran otros árboles, lo insinuaban las nubes en fuga, la lluvia lo sabía y caía para anegar los recuerdos imposibles, porque el recuerdo es el lugar donde han ido a morar los ausentes, su casa que ya no cambia nunca. Mi padre no se encontraba detrás de aquella lápida ni eran suyos los restos escondidos. Mi padre seguía en sus labores en las tierras que los años ocultaron, llevaba del ramal aquella vaca que llamábamos Bonita y con él iba nuestro perro. Y desde el balcón de nuestra casa lo contemplaba mi madre mientras regaba sus flores. Me lo dijeron los prados que me observaban por encima de la tapia y que me confesaron que ellos también lloran por el pasado que se les hurta, por las figuras que se les borran, por aquellos muertos que se quedaron a vivir en lo que fue y nos arrebataron la memoria de sus cosas.
Aunque soy asiduo lector de Dura Lex, nunca he formulado opinión alguna; tal vez porque me aburren tanto la Universidad y sus aledaños institucionales que ya ni fuerzas me quedan para criticar. Pero esta vez quiero darte la enhorabuena por esta breve pieza sobre la muerte, elegante, evocadora y llena de sobria sensibilidad.
ResponderEliminarProfesor, cada vez que se da V. suelta tengo escalofríos. Es V. brillante, oiga.
ResponderEliminarRecordar: del latín
ResponderEliminarre-cordis,volver a pasar por el corazón.
Así comienza "el libro de los abrazos".
Un cordial saludo.
Por cierto, no sale mi nombre,¡cachis!. De anónimo ná.
ResponderEliminarCarmen
Mis padres también tenían una "Bonita".
ResponderEliminarIndudable valor literario de sus reflexiones, creo que sus padres están en el cielo y no vagando por ningún campo; el purgatorio no existe ya que lo inventó un Papa en el siglo XII y al infierno nadie puede predecir eso porque la salvación sólo le compete al Todopoderoso, yo me inclino por el cielo ya que los pecados que cometieran (estaría por apostar que menores que los míos)fueron condonados por JC en la cruz.
ResponderEliminarDe su lieraria reflexión me quedo con que tiene presente en la memoria de donde "viene", de personas trabajadoras y sencillas que fueron capaces de estimular a su hijo para que se convirtiera en un gran pensador y jurista, independientemente de sus ideas políticas.
No les traicione nunca, no se retire a ningún monte de Suiza, impida que esta puta sociedad materialista nos siga jodiendo a los que no pasamos por el aro, ni nos inclinamos.
En El Mundo de León de "caña", no se corte, no escriba al gusto de la editorial y aunque dejen de publicarle, tiene Vd la oportunidad de defendernos a los que necesitamos defensa, porque si no tenemos de nuestra parte al raciocinio del Derecho sólo nos quedará la maldad y la coz.
Roland Freisler
Gracias por brindarnos este post. Es hermoso, calido, Da paz
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