Ya lo tengo, ya sé cómo hacer rentables las experiencias que la crisis económica nos está proporcionando. Por todas partes leo que las empresas de este o de aquel sector se cierran o decretan paros más o menos temporales de su actividad: quien deja de producir coches, quien viviendas, quien cepillos de dientes. Y esto, que estamos viendo en nuestro país, sucede igualmente en Francia, en Alemania, en Italia ... Frente a la hiperactividad que ha sido el norte de los últimos decenios, se impondría la contención, el frenazo, el silencio temporal de las máquinas y del engranaje productivo.
¿No se advierte la importancia de las enseñanzas que el sector privado nos transmite? Ahora apliquemos este modelo a nuestras Administraciones y veremos su valor magnífico. Que detengan su marcha los boletines oficiales, que se paren los enredos de los burócratas, que se decrete un ERE para la aprobación de tanto reglamento inútil... las víctimas pedimos por caridad un respiro.
Solo en leyes se han aprobado en el último año miles: unas proceden del Estado, de las Cortes generales o del Gobierno, que lo hacen en forma a veces de textos que llaman “refundidos” y que más bien son confundidos; otras, de esos grifos incesantes en que se han convertido los parlamentos regionales, ciclón lastimero de las peores ocurrencias; o de los propios ayuntamientos que no quieren aparecer como poco laboriosos y asperjan Ordenanzas con las mismas maneras que el obispo diligente asperja agua bendita ... todo ello conduce a un caleidoscopio inasimilable, a un tormento ante el que gime cualquier persona bien constituida y ante el que se desesperan los mejores talentos.
Es verdad que siempre ha existido más o menos una catarata semejante (fuera de la originada en las Comunidades autónomas que son hallazgo reciente) pero, como no se había inventado ni la informática ni las bases de datos, nadie daba la mayor importancia a los estragos legislativos pues prácticamente se desconocían y en la paz de la ignorancia vivían los abogados, los jueces y los funcionarios. Todo ello conducía a un mundo positivo y plausible, dominado por el ritmo pausado del tiempo y las inofensivas charlas de café en el casino.
Pero este idílico escenario se ha desvanecido. Ahora la situación es angustiosa porque, con solo darle a una tecla, nos sale el chorro de disposiciones con una cadencia imperturbable e inclemente, dijérase que sin piedad: golpeándonos, aniquilándonos, y encima percutiendo en nuestras entretelas porque nos hace conscientes de lo mucho que pecamos, legislativamente hablando, es decir, lo mucho que incumplimos o la cantidad de normas que nos tomamos por el pito de un sereno.
¿Se imagina alguien un parlamento sometido a un expediente temporal de silencio? Los diputados seguirían cobrando, pero tendrían prohibido aprobar nuevas normas, menos por supuesto ordenar en los periódicos oficiales su reproducción que tanta alarma causa en las almas cándidas. ¿Se imagina alguien a todas las Administraciones calladitas por imperativo legal una temporadita, dos o tres años, un suponer? Habría cientos de oficinas -que son todas iguales entre sí- punto en boca, pues es cosa famosa que en la España plural, después de reivindicar los territorios su propia autonomía, todos ellos reproducen las mismas organizaciones y las mismas oficinas que tienen los vecinos y el Estado. Es una operación de clonación tan extensa que no tiene parangón en el mundo de la reproducción animal.
Y en la Universidad se mandaría parar la infernal aprobación de planes de estudio pues sepa el ignorante que vive fuera del “alma mater” que en ella cada centro universitario aprueba las reglas por las que se van a formar generaciones y generaciones de jóvenes, y lo hace prácticamente de manera libre, guiados por una única brújula: los intereses individuales de los profesores y de los estudiantes que colaboran en estos desaguisados. ¿Se imagina alguien poderles callar unos añitos?
Crearíamos a buen seguro un dique contra la ansiedad y contra las obsesiones compulsivas que sufre tanto infortunado, y al mismo tiempo lograríamos que la felicidad dejara de ser esa sombra que se disipa y se desvanece a la menor brisa.
¿No se advierte la importancia de las enseñanzas que el sector privado nos transmite? Ahora apliquemos este modelo a nuestras Administraciones y veremos su valor magnífico. Que detengan su marcha los boletines oficiales, que se paren los enredos de los burócratas, que se decrete un ERE para la aprobación de tanto reglamento inútil... las víctimas pedimos por caridad un respiro.
Solo en leyes se han aprobado en el último año miles: unas proceden del Estado, de las Cortes generales o del Gobierno, que lo hacen en forma a veces de textos que llaman “refundidos” y que más bien son confundidos; otras, de esos grifos incesantes en que se han convertido los parlamentos regionales, ciclón lastimero de las peores ocurrencias; o de los propios ayuntamientos que no quieren aparecer como poco laboriosos y asperjan Ordenanzas con las mismas maneras que el obispo diligente asperja agua bendita ... todo ello conduce a un caleidoscopio inasimilable, a un tormento ante el que gime cualquier persona bien constituida y ante el que se desesperan los mejores talentos.
Es verdad que siempre ha existido más o menos una catarata semejante (fuera de la originada en las Comunidades autónomas que son hallazgo reciente) pero, como no se había inventado ni la informática ni las bases de datos, nadie daba la mayor importancia a los estragos legislativos pues prácticamente se desconocían y en la paz de la ignorancia vivían los abogados, los jueces y los funcionarios. Todo ello conducía a un mundo positivo y plausible, dominado por el ritmo pausado del tiempo y las inofensivas charlas de café en el casino.
Pero este idílico escenario se ha desvanecido. Ahora la situación es angustiosa porque, con solo darle a una tecla, nos sale el chorro de disposiciones con una cadencia imperturbable e inclemente, dijérase que sin piedad: golpeándonos, aniquilándonos, y encima percutiendo en nuestras entretelas porque nos hace conscientes de lo mucho que pecamos, legislativamente hablando, es decir, lo mucho que incumplimos o la cantidad de normas que nos tomamos por el pito de un sereno.
¿Se imagina alguien un parlamento sometido a un expediente temporal de silencio? Los diputados seguirían cobrando, pero tendrían prohibido aprobar nuevas normas, menos por supuesto ordenar en los periódicos oficiales su reproducción que tanta alarma causa en las almas cándidas. ¿Se imagina alguien a todas las Administraciones calladitas por imperativo legal una temporadita, dos o tres años, un suponer? Habría cientos de oficinas -que son todas iguales entre sí- punto en boca, pues es cosa famosa que en la España plural, después de reivindicar los territorios su propia autonomía, todos ellos reproducen las mismas organizaciones y las mismas oficinas que tienen los vecinos y el Estado. Es una operación de clonación tan extensa que no tiene parangón en el mundo de la reproducción animal.
Y en la Universidad se mandaría parar la infernal aprobación de planes de estudio pues sepa el ignorante que vive fuera del “alma mater” que en ella cada centro universitario aprueba las reglas por las que se van a formar generaciones y generaciones de jóvenes, y lo hace prácticamente de manera libre, guiados por una única brújula: los intereses individuales de los profesores y de los estudiantes que colaboran en estos desaguisados. ¿Se imagina alguien poderles callar unos añitos?
Crearíamos a buen seguro un dique contra la ansiedad y contra las obsesiones compulsivas que sufre tanto infortunado, y al mismo tiempo lograríamos que la felicidad dejara de ser esa sombra que se disipa y se desvanece a la menor brisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario