(Publicado en El País ayer, 28 de mayo).
Cualquier buena idea puede acabar en un esperpento. Por el camino que va de su formulación a su puesta en práctica puede perder todo lo que de buena podía tener. Esto es lo que está pasando aquí con el llamado proceso de Bolonia, y los que lo están echando a perder son, en gran medida, los universitarios españoles. En éste, como en tantos otros casos, tampoco cabe trasladar la responsabilidad, porque quien está poniéndolo todo en marcha es parte del profesorado, con un silencio inexplicable, por cierto, de los demás.
Podrá discutirse la sensatez de dejar el desarrollo de una buena idea a nuestra "autonomía" universitaria, pero el caso es que el ministerio decidió que fueran las propias universidades las que lo hicieran. Pues bien, el ejercicio de tal autonomía está mostrando no pocas veces un retrato bastante cruel de lo que somos, de lo que son nuestros gremios intelectuales, nuestras ridículas "escuelas" con sus "maestros" y "discípulos", nuestros irrelevantes y mínimos mandarines de ocasión y nuestro irrisorio afán por el "poder" académico.
Resulta que nos ofrecen la oportunidad de diseñar unos planes nuevos que traten de estar a la altura de los tiempos, que puedan emular a los mejores de Europa y permitan así cierta equivalencia entre los estudios, y lo que hacemos es entregarnos a la rebatiña de los famosos créditos a ver quién consigue más horas para su "asignatura", presididos por la miseria mental de suponer que con más créditos tendremos más importancia, más poder, más dinero o más no sé qué. Ninguna altura de miras, ninguna discusión sobre lo que queremos que sea hoy un historiador, un jurista, un economista o un sociólogo, ningún propósito de ascender a una consideración seria de lo que hoy pretendemos con la Universidad, con o sin Bolonia.
Aquí se trata, por lo visto, de una negociación de intereses entre colegas. Y, claro, en ese terreno del crudo reparto del pastel, los oportunistas, los caciques, los enredadores, las sectas y sectillas brillan con luz propia. Hasta el punto de que en muchos lugares se han adueñado del proceso, sin dar razones al respecto, y han impedido además que pudiera adoptarse una actitud firme y racional ante ciertas directrices un tanto disparatadas que parecían venir impuestas desde el ministerio. O quizás hayan alegado directrices imaginarias para desactivar todo debate y toda deliberación al respecto.
A lo largo del proceso de elaboración de los nuevos planes de estudios ha sido así imposible introducir algunos criterios de racionalidad que ninguna autoridad, por insensata que fuera, hubiera podido rechazar. Y por ello, naturalmente, Bolonia va a recibir poco apoyo y ningún entusiasmo. Cuando se ponga en marcha el año que viene, la catástrofe en muchos de los nuevos estudios de grado está asegurada, y el caos y la mediocridad, en lugar de la mejora, se impondrán por doquier. La culpa, sin embargo, no será de los demás. Será nuestra.
Se han cometido además errores de bulto. Que para facilitar la "movilidad" de los estudiantes y la "convergencia" de los estudios se encargue a cada facultad su propio plan parece casi una contradicción lógica. La dificultad que tendrán los estudiantes españoles para trasladar su expediente habrá crecido enormemente una vez en marcha el proceso, y la idea de que unos estudios cualesquiera puedan así "converger" con los mismos estudios de otra Universidad, incluso española, será ilusoria.
El aparato burocrático necesario para hacer las equivalencias será de los que honren, una vez más, a la Administración educativa. Lo que hubiera podido ganarse con ello, el que cada universidad o facultad presentara su mejor rostro ofreciendo enseñanzas de alguna especialidad en la que se halle entre las mejores de Europa, se ha perdido por la miseria de los pescadores de créditos. Los grupúsculos de influencia, los decanatos clientelares y las camarillas han obstaculizado hasta eso.
Que una Facultad de Derecho como la de Alicante no ofrezca enseñanzas de Argumentación Jurídica, siendo como es en eso una de las mejores de Europa, si no la mejor, y constituyendo tal materia un presupuesto básico para la formación del jurista, sólo es el botón de la muestra. Cosas así son las que pueden dar al traste con todo el proceso. Pero el trasiego de intereses y la arbitrariedad tienen esas cosas. Si se quiere edificar sobre ellos, veremos en qué acaba todo. Lo irreparable es que los mejores han podido recibir el mensaje de que da lo mismo que hagan las cosas bien. Ya se encargan algunos intrigantes de que su esfuerzo sea inútil. Ésa es nuestra Bolonia.
Después está nuestra vieja fascinación por el formalismo y la cáscara. Vamos a caer de nuevo en el vicio de aferrarnos al exterior sin haber visitado el interior de las cosas. De Bolonia vamos a quedarnos sólo con lo de fuera. Nuestros créditos ETCS tendrán, en efecto, las mismas horas que los demás, pero eso no será sino un puro envoltorio de tiempo. Lo que se haga dentro de ellos será lo importante, y eso es justamente lo que nosotros vamos a ignorar. Suponer que en Cambridge, por ejemplo, se vaya a reconocer como iguales a nuestros estudiantes porque estudien igual número de horas es uno más de los delirios que alimenta este proceso.
El diseño de las "guías docentes", las clases "magistrales", los seminarios, las tutorías, etcétera, constituye entre nosotros un raro híbrido entre la ficción y la paranoia. El "maestro", por ejemplo, ha de atenerse a un programa fijo más propio de un electrodoméstico que de un profesor universitario. En cuanto a nuestros seminarios "activos", todavía está riéndose un colega alemán al que dije que muchos tendrían hasta 40 estudiantes. Y la ocurrencia de hacer tutorías a cien almas en un trimestre no es sino un nuevo capítulo de nuestro denodado afán por usar los nombres en vano.
Que los estudiantes lean más y sean menos pasivos es bueno, pero ni están acostumbrados ellos ni lo están sus profesores. Por no hablar de las bibliotecas (donde las haya): el día en que aparezcan 50 estudiantes a por el mismo libro reanudaremos impertérritos la violación masiva de derechos de autor.
Pero que nadie se alarme por estas dificultades. Lo nuestro es la cáscara, no el interior. Seguirán los viejos métodos. Todo será una ficción orientada a que se vendan más manuales y se den menos clases. Ya estoy viendo a los "maestros" ocupándose de la clase "magistral" de la semana, imponiendo su libro de texto como lectura, y enviando a seminarios y tutorías a ayudantes y becarios para que "tomen la lección". Todo muy activo e innovador.
La paranoia, por su parte, viene de que queremos diseñar la empresa con una minuciosidad pueril. Los "cronogramas" son como la vida de aquel personaje de Gogol que "tenía proyectado su porvenir del modo más minucioso y metódico, y nunca, bajo ningunas circunstancias, se desvió del curso que se había trazado". Jamás gastó un céntimo de más ni dio un beso extra a su mujer. Todo estaba en el cronograma. Nosotros haremos lo mismo: el 11 de noviembre del año que viene, pongamos, cantaremos ineluctablemente el tema previsto bien encajados en el corsé. Que hay una innovación en la ciencia, nada. Que hay un acontecimiento inesperado, nada. Eso queda para la vida, nosotros permaneceremos rígidos en nuestro ataúd universitario programado, sin poder mover los pies, o los cerebros. Y así avanzaremos hacia la gran Universidad europea.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.
Podrá discutirse la sensatez de dejar el desarrollo de una buena idea a nuestra "autonomía" universitaria, pero el caso es que el ministerio decidió que fueran las propias universidades las que lo hicieran. Pues bien, el ejercicio de tal autonomía está mostrando no pocas veces un retrato bastante cruel de lo que somos, de lo que son nuestros gremios intelectuales, nuestras ridículas "escuelas" con sus "maestros" y "discípulos", nuestros irrelevantes y mínimos mandarines de ocasión y nuestro irrisorio afán por el "poder" académico.
Resulta que nos ofrecen la oportunidad de diseñar unos planes nuevos que traten de estar a la altura de los tiempos, que puedan emular a los mejores de Europa y permitan así cierta equivalencia entre los estudios, y lo que hacemos es entregarnos a la rebatiña de los famosos créditos a ver quién consigue más horas para su "asignatura", presididos por la miseria mental de suponer que con más créditos tendremos más importancia, más poder, más dinero o más no sé qué. Ninguna altura de miras, ninguna discusión sobre lo que queremos que sea hoy un historiador, un jurista, un economista o un sociólogo, ningún propósito de ascender a una consideración seria de lo que hoy pretendemos con la Universidad, con o sin Bolonia.
Aquí se trata, por lo visto, de una negociación de intereses entre colegas. Y, claro, en ese terreno del crudo reparto del pastel, los oportunistas, los caciques, los enredadores, las sectas y sectillas brillan con luz propia. Hasta el punto de que en muchos lugares se han adueñado del proceso, sin dar razones al respecto, y han impedido además que pudiera adoptarse una actitud firme y racional ante ciertas directrices un tanto disparatadas que parecían venir impuestas desde el ministerio. O quizás hayan alegado directrices imaginarias para desactivar todo debate y toda deliberación al respecto.
A lo largo del proceso de elaboración de los nuevos planes de estudios ha sido así imposible introducir algunos criterios de racionalidad que ninguna autoridad, por insensata que fuera, hubiera podido rechazar. Y por ello, naturalmente, Bolonia va a recibir poco apoyo y ningún entusiasmo. Cuando se ponga en marcha el año que viene, la catástrofe en muchos de los nuevos estudios de grado está asegurada, y el caos y la mediocridad, en lugar de la mejora, se impondrán por doquier. La culpa, sin embargo, no será de los demás. Será nuestra.
Se han cometido además errores de bulto. Que para facilitar la "movilidad" de los estudiantes y la "convergencia" de los estudios se encargue a cada facultad su propio plan parece casi una contradicción lógica. La dificultad que tendrán los estudiantes españoles para trasladar su expediente habrá crecido enormemente una vez en marcha el proceso, y la idea de que unos estudios cualesquiera puedan así "converger" con los mismos estudios de otra Universidad, incluso española, será ilusoria.
El aparato burocrático necesario para hacer las equivalencias será de los que honren, una vez más, a la Administración educativa. Lo que hubiera podido ganarse con ello, el que cada universidad o facultad presentara su mejor rostro ofreciendo enseñanzas de alguna especialidad en la que se halle entre las mejores de Europa, se ha perdido por la miseria de los pescadores de créditos. Los grupúsculos de influencia, los decanatos clientelares y las camarillas han obstaculizado hasta eso.
Que una Facultad de Derecho como la de Alicante no ofrezca enseñanzas de Argumentación Jurídica, siendo como es en eso una de las mejores de Europa, si no la mejor, y constituyendo tal materia un presupuesto básico para la formación del jurista, sólo es el botón de la muestra. Cosas así son las que pueden dar al traste con todo el proceso. Pero el trasiego de intereses y la arbitrariedad tienen esas cosas. Si se quiere edificar sobre ellos, veremos en qué acaba todo. Lo irreparable es que los mejores han podido recibir el mensaje de que da lo mismo que hagan las cosas bien. Ya se encargan algunos intrigantes de que su esfuerzo sea inútil. Ésa es nuestra Bolonia.
Después está nuestra vieja fascinación por el formalismo y la cáscara. Vamos a caer de nuevo en el vicio de aferrarnos al exterior sin haber visitado el interior de las cosas. De Bolonia vamos a quedarnos sólo con lo de fuera. Nuestros créditos ETCS tendrán, en efecto, las mismas horas que los demás, pero eso no será sino un puro envoltorio de tiempo. Lo que se haga dentro de ellos será lo importante, y eso es justamente lo que nosotros vamos a ignorar. Suponer que en Cambridge, por ejemplo, se vaya a reconocer como iguales a nuestros estudiantes porque estudien igual número de horas es uno más de los delirios que alimenta este proceso.
El diseño de las "guías docentes", las clases "magistrales", los seminarios, las tutorías, etcétera, constituye entre nosotros un raro híbrido entre la ficción y la paranoia. El "maestro", por ejemplo, ha de atenerse a un programa fijo más propio de un electrodoméstico que de un profesor universitario. En cuanto a nuestros seminarios "activos", todavía está riéndose un colega alemán al que dije que muchos tendrían hasta 40 estudiantes. Y la ocurrencia de hacer tutorías a cien almas en un trimestre no es sino un nuevo capítulo de nuestro denodado afán por usar los nombres en vano.
Que los estudiantes lean más y sean menos pasivos es bueno, pero ni están acostumbrados ellos ni lo están sus profesores. Por no hablar de las bibliotecas (donde las haya): el día en que aparezcan 50 estudiantes a por el mismo libro reanudaremos impertérritos la violación masiva de derechos de autor.
Pero que nadie se alarme por estas dificultades. Lo nuestro es la cáscara, no el interior. Seguirán los viejos métodos. Todo será una ficción orientada a que se vendan más manuales y se den menos clases. Ya estoy viendo a los "maestros" ocupándose de la clase "magistral" de la semana, imponiendo su libro de texto como lectura, y enviando a seminarios y tutorías a ayudantes y becarios para que "tomen la lección". Todo muy activo e innovador.
La paranoia, por su parte, viene de que queremos diseñar la empresa con una minuciosidad pueril. Los "cronogramas" son como la vida de aquel personaje de Gogol que "tenía proyectado su porvenir del modo más minucioso y metódico, y nunca, bajo ningunas circunstancias, se desvió del curso que se había trazado". Jamás gastó un céntimo de más ni dio un beso extra a su mujer. Todo estaba en el cronograma. Nosotros haremos lo mismo: el 11 de noviembre del año que viene, pongamos, cantaremos ineluctablemente el tema previsto bien encajados en el corsé. Que hay una innovación en la ciencia, nada. Que hay un acontecimiento inesperado, nada. Eso queda para la vida, nosotros permaneceremos rígidos en nuestro ataúd universitario programado, sin poder mover los pies, o los cerebros. Y así avanzaremos hacia la gran Universidad europea.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.
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