29 junio, 2009

Victoriano Crémer: la memoria histórica. Por Francisco Sosa Wagner

Como sabía que León se haría mucho más pequeño y más pobre si él se iba, estiró y estiró su vida haciendo caso omiso a las llamadas que le hacían desde el más allá donde se le consideraba como el más rezagado de entre los rezagados. Pero él tenía mucho que decir en los periódicos y con sus versos como para hacer caso al aguafiestas de la guadaña. Y por eso seguía dándole a la manivela de la pluma y haciendo girar la mariposa de las palabras pues el buen poeta las cuida, les guarda convalecencia cuando se ponen malas y lleva medio luto cuando mueren pisotedas por los nuevos hablantes.
Victoriano Crémer gastaba gran vozarrón hasta hace cuatro días y probablemente lo cuidó porque sabía que España era un retablo de la gran hipocresía donde es preciso escribir mucho, repetir mucho y hacerlo todo a voces para que la franqueza no se canse y acabe desertando y escondiéndose con los estigmas del silencio. Victoriano comía abundante y sazonado, sin remilgos de hipocondría, y bebía con énfasis, me imagino que dormiría a pierna suelta aunque con un ojo entreabierto, atento a los braseros que dejaba encendidos, que eso eran sus poemas. Todos los días acudía al mismo café, muy cerca de su casa, a desayunar, en realidad a vestirse de nuevo el alma y a ponerse la casaca de gran ciudadano.
En esta España, que tan bien cantó Victoriano, le han dejado marchar sin el homenaje nacional que él merecía. Y esto pone de manifiesto la hondura del tartufismo nacional porque Victoriano ha vivido el último trayecto de sus años justo cuando se ha estado invocando la memoria histórica. Pues bien, si había en España alguna memoria histórica, limpia, sin falsedades ni repugnantes coartadas políticas ni electoreras, era Victoriano Crémer: memoria de todas las memorias e historia de todas las historias y aun de las historietas. Pero -claro- Victoriano era el espejo que devolvía la imagen verdadera de quienes andan enarbolando en su propio beneficio la memoria histórica. Por eso no querían ni verlo y por eso lo más que le dieron desde las esferas oficiales fue la medalla al mérito en el trabajo. Es decir, le han tratado como se trata al humilde empleado que lleva cincuenta años despachando en la misma tienda de tejidos y novedades. Por el contrario, quienes supieron encender en tiempo y forma el pebetero de los halagos se llevaron las honras literarias que a él le correspondían.
Lo bueno de un hombre bueno es que a él le daba igual porque ya desde muy joven tuvo “el alma entre vidrios esperando la muerte”. Se habrá llevado su columna para seguir observándonos desde ella. Yo espero oír alguna vez su gran vozarrón de amistad.

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