Estos días ando un poco vago, quizá ya lo han notado. Estoy cansado. No sé.
Elsa se está poniendo difícil, ¡con dos años recién cumplidos! Un carácter demasiado fuerte, primeros indicios quizá de eso que llaman síndrome del pequeño emperador, que, en su caso y por obvias razones de género, será gran emperadora. Me voy a quedar yo con ella, me voy a dedicar yo a ella durante las próximas semanas, y, en cuanto escampe y despeje como es debido en Asturias, para allá nos marcharemos mano a mano, como dos extraterrestres despistados. Es posible que ella precise mis atenciones, pero cabe también que sea yo el que ande necesitado de las suyas. Hablaremos bastante, iremos a la playa, recorreremos el Acuario gijonés y juntos acudiremos a ver si en el Parque de Isabel La Católica queda alguno de aquellos patos de cuando yo mismo era pequeño y me bajaban a la playa tres o cuatro veces por verano y me maravillaba la ciudad y juraba que algún día dejarían mis primos y sus amigos de reírse del crío aldeano que no tenía en su pueblo ni cisnes ni toboganes.
Estoy cansado, pero me he levantado a las siete de la mañana para trabajar un rato, antes de la cita con los pañales, los parques y los debates del diario parlamento paterno-filial. Y, sin embargo, me he puesto a escribir este post, será que hay que soltarle algo de presión al globo, para que no explote.
Estoy cansado, sí, pero recopilo, en ratos robados al tiempo, bibliografía sobre la potestad sancionadora de la Administración, pues amablemente me han invitado a meter la nariz en un monográfico sobre ese tema y me parece un reto interesante. Además, en el fondo sabía y sé, como cualquier drogadicto, que el verano no me va a salir gratis y que simplemente se me va a abrir un poco más la úlcera del corazón cuando almas cándidas y ajenas me pregunten si ya estoy de vacaciones, o cuando almas felices del gremio me recuerden que ya están de vacaciones y que vaya bien y qué poco ganamos. Sí, qué poco ganamos con el trabajo, aunque, con trabajo o sin él, cobremos bastante bien.
Estoy cansado porque el desánimo de los mejores me pesa y me lastra la moral profesional y la otra. En eso han sido duras las últimas semanas. Por azares diversos, he hablado con demasiados buenos compañeros de oficio que están profundamente quemados. Un joven profesor de Derecho, de lo mejorcito de su disciplina y su generación, me contaba hace poco que se considera ya un jubilado de hecho, que está combatiendo toda pasión académica sana a base de quitarse de en medio y de pensar en actividades y distracciones con menos miseria moral y menos gusano rampante. Una buena investigadora en un campo de las llamadas ciencias naturales me narraba que ya no puede más, que no resiste más presiones burocráticas ni más chantajes político-académicos y que se va a refugiar en ausencias y en servicios mínimos. Y así tantos. Aunque también hay otros que ni se quejan ni comprenden a los heridos, esa es la verdad. La misma carroña que espanta al jilguero atrae el buitre. Y no van a ponerse los jilgueros a despotricar con los buitres a la hora de comer... También hay mucho de falla generacional, los tocados suelen pasar de los cuarenta y tantos. Cada vez nos inadaptamos antes. Sé que estoy en lo cierto, pero tal vez no tengo, no tenemos, razón.
No sé, el cuerpo se cansa, el espíritu se queda a oscuras, pero la vida es una inercia. Algunos moriremos, cuando toque, con un libro en las manos, un artículo a medio escribir y un juramento en los labios, cagándonos en la puta madre de medio mundo. Incansables.
Elsa se está poniendo difícil, ¡con dos años recién cumplidos! Un carácter demasiado fuerte, primeros indicios quizá de eso que llaman síndrome del pequeño emperador, que, en su caso y por obvias razones de género, será gran emperadora. Me voy a quedar yo con ella, me voy a dedicar yo a ella durante las próximas semanas, y, en cuanto escampe y despeje como es debido en Asturias, para allá nos marcharemos mano a mano, como dos extraterrestres despistados. Es posible que ella precise mis atenciones, pero cabe también que sea yo el que ande necesitado de las suyas. Hablaremos bastante, iremos a la playa, recorreremos el Acuario gijonés y juntos acudiremos a ver si en el Parque de Isabel La Católica queda alguno de aquellos patos de cuando yo mismo era pequeño y me bajaban a la playa tres o cuatro veces por verano y me maravillaba la ciudad y juraba que algún día dejarían mis primos y sus amigos de reírse del crío aldeano que no tenía en su pueblo ni cisnes ni toboganes.
Estoy cansado, pero me he levantado a las siete de la mañana para trabajar un rato, antes de la cita con los pañales, los parques y los debates del diario parlamento paterno-filial. Y, sin embargo, me he puesto a escribir este post, será que hay que soltarle algo de presión al globo, para que no explote.
Estoy cansado, sí, pero recopilo, en ratos robados al tiempo, bibliografía sobre la potestad sancionadora de la Administración, pues amablemente me han invitado a meter la nariz en un monográfico sobre ese tema y me parece un reto interesante. Además, en el fondo sabía y sé, como cualquier drogadicto, que el verano no me va a salir gratis y que simplemente se me va a abrir un poco más la úlcera del corazón cuando almas cándidas y ajenas me pregunten si ya estoy de vacaciones, o cuando almas felices del gremio me recuerden que ya están de vacaciones y que vaya bien y qué poco ganamos. Sí, qué poco ganamos con el trabajo, aunque, con trabajo o sin él, cobremos bastante bien.
Estoy cansado porque el desánimo de los mejores me pesa y me lastra la moral profesional y la otra. En eso han sido duras las últimas semanas. Por azares diversos, he hablado con demasiados buenos compañeros de oficio que están profundamente quemados. Un joven profesor de Derecho, de lo mejorcito de su disciplina y su generación, me contaba hace poco que se considera ya un jubilado de hecho, que está combatiendo toda pasión académica sana a base de quitarse de en medio y de pensar en actividades y distracciones con menos miseria moral y menos gusano rampante. Una buena investigadora en un campo de las llamadas ciencias naturales me narraba que ya no puede más, que no resiste más presiones burocráticas ni más chantajes político-académicos y que se va a refugiar en ausencias y en servicios mínimos. Y así tantos. Aunque también hay otros que ni se quejan ni comprenden a los heridos, esa es la verdad. La misma carroña que espanta al jilguero atrae el buitre. Y no van a ponerse los jilgueros a despotricar con los buitres a la hora de comer... También hay mucho de falla generacional, los tocados suelen pasar de los cuarenta y tantos. Cada vez nos inadaptamos antes. Sé que estoy en lo cierto, pero tal vez no tengo, no tenemos, razón.
No sé, el cuerpo se cansa, el espíritu se queda a oscuras, pero la vida es una inercia. Algunos moriremos, cuando toque, con un libro en las manos, un artículo a medio escribir y un juramento en los labios, cagándonos en la puta madre de medio mundo. Incansables.
Homenaje: NORMAS DERROTABLES.
ResponderEliminar¡Con un fuerte abrazo para todos!
Dicen los entendidos que derrotables no son las normas en general, sino los principios. Y debe ser cierto porque desde hace algún tiempo, quizá tanto tiempo que nadie tiene memoria para recordar cuando empezó todo, los principios están que no levantan cabeza, permanentemente derrotados.
ResponderEliminar!Salud y larga vida a los incansables!
No viene mucho a cuento, pero leyendo esto (fichero pdf) pueda reconvenirse tu ánimo.
ResponderEliminarHermosísimo texto. "Indeciblemente hermoso", como decía la Pizarnik.
ResponderEliminarUn poquito de humor siempre viene bien, sobretodo en horas en las que la cría caballar se nos pone cuesta arriba y nos damos cuenta de que 2 más 2 son 6.
ResponderEliminarLo he descubierto hoy y he pasado un buen rato:
http://bucannegro.blogspot.com/
Si me permite me adquiero a su manifiesto defecatorio y también me cago en todo lo que se menea.