(Hoy un texto largo y pesado, sólo apto para obsesos de la teoría jurídica. Es parte del borrador de una artículo de compromiso que estoy tratando de terminar entre idas y venidas. Prometo que, en cuanto pueda y tenga un minuto libre, volveré a hablar aquí de asuntos más razonables y menos abstrusos).
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¿Qué es y para qué sirve la teoría de la argumentación jurídica?
¿Cuál ha sido la aportación fundamental de ese ramillete de doctrinas que, aun en su diversidad, se conocen como teoría de la argumentación jurídica? Podría sintetizarse en los siguientes postulados:
(i) Toda valoración que el juez realice y que sea relevante para su decisión final del caso debe estar expresamente justificada mediante argumentos.
(ii) Esos argumentos han de tener tres propiedades que podemos denominar formales: no deben contener inferencias erróneas, no deben ser incompletos, en el sentido de que todas sus premisas no evidentes deben ser explicitadas, y han de ser pertinentes, es decir, tienen que versar sobre el verdadero contenido de las premisas del juicio que se quiere fundamentar.
(iii) Esos argumentos deben ser convincentes o, si se quiere utilizar una expresión menos rotunda, han de poder ser juzgados como razonables por cualquier observador imparcial, en el marco de la correspondiente cultura jurídica. Este requisito plantea la necesidad de que, como mínimo, dichos argumentos sean admisibles, y que lo sean por estar anclados en o ser reconducibles a algún valor esencial y definitorio del sistema jurídico propio de un Estado constitucional de Derecho.
La satisfacción de esas exigencias es condición de que la decisión judicial merezca el calificativo de racional conforme a los parámetros mínimos de la teoría de la argumentación. Con ello se comprueba que la racionalidad argumentativa de una sentencia no depende del contenido del fallo, sino de la adecuada justificación de sus premisas.
Podría añadirse un cuarto requisito: que ni las premisas empleadas y justificadas ni el fallo vulneren los contenidos de las normas jurídicas, al menos en lo que tales contenidos sean claros. Esta exigencia se desdobla, a su vez, en dos: a) que los elementos con que el juez compone su razonamiento decisorio no rebasen los límites marcados por las normas procesales; b) que el fallo no contradiga el derecho sustantivo. Pero sobre este punto habrá que hacer algunas consideraciones más adelante, pues el punto a) nos aboca a temas tales como la relectura y refundamentación del Derecho procesal en clave argumentativa, así como al papel que juega la idea de verdad como guía del proceso; y el punto b) nos lleva al controvertido tema de las relaciones entre la vinculación del juez a la ley y/o a principios materiales de justicia.
Precisemos brevemente el alcance de las citadas exigencias.
Sobre (i).- El requisito de que el juez justifique argumentativamente sus valoraciones determinantes supone la previa asunción de que tales valoraciones efectivamente acontecen en la práctica decisoria judicial y de que son decisivas para el resultado final, para la resolución de los casos. La teoría de la argumentación jurídica ocupa a este respecto un punto intermedio entre dos doctrinas que han tenido gran influencia en la teoría jurídica, el hiperracionalismo y el irracionalismo. Las primeras niegan que la práctica judicial sea valorativa; las segundas lo afirman, pero cuestionan la utilidad de todo esfuerzo de racionalización de esas valoraciones, que encerrarían nada más que opiniones y preferencias subjetivas del juez.
El hiperracionalismo tuvo su más clara expresión en el positivismo ingenuo y metafísico del siglo XIX, el de la Escuela de la Exégesis, en Francia, y el de la Jurisprudencia de Conceptos, en Alemania. Temerosos los doctrinantes y sus patronos de la discrecionalidad judicial, la niegan y mantienen que el juez puede y debe decidir mediante un simple silogismo, para el que las premisas le vienen perfectamente dadas y acabadas: la norma es por definición clara, coherente y completa y los hechos hablan por sí mismos, son perfectamente constatables y cognoscibles en su verdad o falsedad. Y, admiradores esos mismos profesores del legislador, ya sea por ver en él la encarnación de la soberanía popular, que no yerra, o del espíritu del pueblo representado por los príncipes o los señores, piensan que la ley va a ser siempre una obra perfecta que en nada tiene que ser concretada, aclarada o desarrollada por los jueces. En la labor judicial, por consiguiente, no hay espacio para las preferencias subjetivas del legislador, para sus valoraciones, y por ello nada hay de creativo ni discrecional en las sentencias. El juez subsume y sólo subsume, encaja los hechos del caso, patentes, bajo la ley, clara y congruente, y extrae el fallo sin poner ni quitar.
Ese hiperracionalismo reaparece con potencia en buena parte de la teoría jurídica de las últimas décadas del siglo XX, en especial mediante la síntesis progresiva entre Jurisprudencia de Valores, principialismo dworkiniano y neoconstitucionalismo. Ahora no es la ley, la obra del legislador, la que se considera completa, coherente y clara, sino el Derecho como un todo, como un sistema que, misteriosamente, ha cristalizado en una Constitución que es la quintaesencia de la vedad y del bien, ya sea por obra de la sabiduría del constituyente o como desembocadura de un muy hegeliano espíritu. El sistema jurídico se considera formado por dos componentes jerarquizados: la legislación positiva, el derecho positivo, y los o ciertos valores morales, que se hallan en el escalón superior del sistema. Lo que el derecho positivo tenga de indeterminado, se torna determinado y claro por referencia a ese superior componente axiológico; lo que tenga de injusto, se corrige desde el mismo plano ético-jurídico. El juez puede y debe “aplicar” el Derecho, así integrado, pues el Derecho, al menos idealmente, proporciona para cada caso “la” solución correcta. Esa única solución correcta tiene la doble condición de ser, al tiempo, la jurídicamente debida y la moralmente debida. Derecho y Moral, en íntima amalgama, se dan la mano para determinar los contenidos del fallo judicial. Si en el siglo XIX aquel positivismo pensaba que la labor judicial era antes que nada un ejercicio de conocimiento guiado por la razón científica, contemporáneamente se vuelve a ver así, pero ahora bajo la tutela de la razón práctica. El buen juez no valora, sino que conoce, no crea o completa la norma, sino que “aplica” con objetividad el Derecho. La doctrina decimonónica estimaba que había un método que auxiliaba al juez y garantizaba la adecuación de sus resultados, el método meramente subsuntivo; la de hoy señala que el método que cumple dicha función es el ponderativo. Sólo cambia la “materia prima” o la fuente en la que el juez descubre los contenidos debidos para su sentencia que nada encierra de discrecional y valorativa: para la Escuela de la Exégesis era el puro tenor literal de los códigos, para la Jurisprudencia de Conceptos eran los conceptos, las categorías abstractas que poblaban el universo jurídico y que ya los romanos habían sabido hallar y sistematizar; para las corrientes iusmoralistas de hoy son los contenidos de moral objetiva que impregnan los principios constitucionales y, por extensión, todo el ordenamiento jurídico.
El irracionalismo fue históricamente la reacción radical contra aquel positivismo ingenuo del XIX. Movimientos como la Escuela Libre de Derecho o el realismo jurídico, en sus distintas versiones, resaltarán que el derecho positivo es incompleto, incoherente e indeterminado por definición, que el Derecho natural o cualquier otra concepción moralizante y metafísica del Derecho es una quimera y pretexto para que cada cual haga pasar su voluntad por expresión de la más alta justicia, y que la pretendida objetividad del hacer judicial no es más que encubrimiento de la subjetividad y excusa para fingir irresponsabilidad por el contenido de las sentencias. Los fallos judiciales son puro reflejo de las inclinaciones y los valores personales del juez; el juez, por tanto, crea Derecho para cada caso y esa actividad valorativa y creativa es por definición incontrolable. No hay en puridad más Derecho que lo que los jueces quieran mantener en sus sentencias y, todo lo más, debemos esforzarnos en que los jueces sean buenas personas, cultivadas y sensibles, a fin de que con sus decisiones no provoquen grandes desastres. La discrecionalidad judicial no sólo existe siempre y en todo caso, sino que es absoluta e incontrolable. Mejor que especular sobre la justicia de los fallos o sobre los correctos métodos del razonamiento judicial, deberíamos concentrar el esfuerzo en la selección y formación integral de los jueces.
A ese irracionalismo inicial de la teoría del Derecho se fueron sumando otras aportaciones. Las corrientes sociologistas resaltaron la influencia crucial que sobre la práctica jurídica ejercen las pautas culturales vigentes en cada lugar; el marxismo subrayó el componente clasista y superestructural del Derecho, componente presente y operante también en la praxis judicial. Con el paso del tiempo, y ya en la segunda parte del siglo XX, la filosofia hermenéutica volverá a destacar la importancia de las tradiciones y de las precomprensiones socialmente imbuidas, el movimiento de las ciencias sociales someterá al Derecho y sus operaciones a nuevos enfoques en clave sociológica, psicológica, económica y antropológica, y nuevos movimientos teóricos, como el feminismo o el de los estudios culturales señalarán nuevos factores sociales y culturales que impregnan tanto la ley como las sentencias. La síntesis última de esas perspectivas y sospechas, en términos de teoría irracionalista del Derecho y de la decisión judicial, la brindará en EEUU la variada y pluriforme corriente que se conoce como Critical Legal Studies.
En resumidas cuentas, frente al hiperracionalismo, positivista o iusmoralista, y frente al irracionalismo, a la teoría de la argumentación le compete poner de manifiesto que las cosas de los jueces no son ni tan claras ni tan oscuras, que, entre el noble sueño y la pesadilla, en términos de Hart, cabe el camino intermedio de una posible racionalidad argumentativa, de un concepto débil, pero no inútil, de racionalidad. Ni es la práctica del Derecho conocimiento puro, sin margen para la discrecionalidad judicial, ni es por necesidad extrema la discrecionalidad, trasmutada en arbitrariedad irremediable. Los jueces deciden porque valoran, pero esas valoraciones son susceptibles de análisis y calificación en términos de su mayor o menor razonabilidad: en términos de la calidad y fuerza de convicción de los argumentos con que en la motivación de las sentencias vengan justificadas.
Ese sería el designio inicial o el mínimo común denominador de las diversas teorías de la argumentación jurídica. Pero a partir de ahí, y con los años, se ha producido una bifurcación que no se debe perder de vista. Una parte de la teoría de la argumentación, especialmente a partir del “segundo” Alexy y de su magna obra sobre derechos fundamentales, se dará la mano con el iusmoralismo y, sin llegar al extremo de abrazar expresamente la teoría de la única respuesta correcta, pues se admiten casos marginales de ejercicio de la discrecionalidad judicial, se pensará que la teoría de la argumentación constituye el método o el cedazo por el que la decisión judicial se filtra para poder convertirse en decisión material y objetivamente correcta. Las reglas de la argumentación racional ya no tienen la función negativa de descartar ciertas soluciones por hallarse deficientemente argumentadas, ahora adquieren tintes demostrativos, son la guía de la razón práctica en su averiguación de soluciones jurídicas que sólo serán racionales, admisibles y válidas si son justas. No es ocioso señalar que los autores que se acogen a esa vía suelen abrazar, expresa o tácitamente, una doctrina ética de tintes objetivistas y cognitivistas: el bien, lo que sea el bien, existe en sí, como propiedad independiente de los sujetos, y puede ser conocido por los sujetos que ejerciten la razón práctica mediante el adecuado método, el método de la argumentación racional. Creo que ésa es, a día de hoy, la corriente mayoritaria entre los autores que cultivan la teoría de la argumentación jurídica, y de ahí la síntesis, cada día más habitual, entre teoría de la argumentación jurídica y neoconstitucionalismo.
Pero también cabe una versión de la teoría de la argumentación jurídica dentro de los alcances del positivismo jurídico contemporáneo. Para que podamos aclararnos mínimamente en este asunto, debemos comenzar por descartar las etiquetas apresuradas y las argucias retóricas, y más si nos estamos ocupando de las reglas del argumentar racional. La principal de esas trampas dialécticas consiste en lo que en España denominaríamos dar lanzada a moro muerto. Quiere decirse que los contendientes en este debate teórico suelen batirse con una versión caricaturesca y empobrecida de la doctrina rival. Tal ocurre si los positivistas se enfrentan a las tesis de Dworkin, Alexy o Atienza, por ejemplo, tildándolas de pura reedición del viejo iusnaturalismo, sea tomista o ilustrado. Y tal sucede igualmente cuando los iusmoralistas señalan como carencias teóricas del positivismo las que únicamente pueden predicarse de aquel positivismo del siglo XIX. Ni pretenden estos iusmoralistas que el escalón superior del Derecho lo formen ni la ley eterna ni una ley natural grabada en la naturaleza del hombre, ni es justo imputar a autores como Kelsen, Hart o Bobbio la creencia de que en la mera letra de la ley se halla la solución clara y perfecta para cualquier caso en Derecho. El positivismo del siglo XX, se construyó sobre varios pilares, bien visibles en los autores citados. El primero, el empeño en separar conceptualmente el Derecho y la moral, de modo que, a efectos descriptivos, tan erróneo y estéril resulta afirmar que no es Derecho la norma jurídica inmoral, como afirmar que no sería moral la norma moral antijurídica. Del mismo modo que, si se permite la comparación en lo que valga, ni en la Medicina ni en la Filosofía parece muy ventajoso confundir el amor con la fisiología o con la bioquímica, aun cuando mantengan evidentes relaciones. Cada cosa es lo que es, aunque podamos tener buenas y bien fundadas ideas sobre la mejor manera de acompasar la una con la otra.
El segundo pilar es el rechazo de la metafísica, de la fundamentación metafísica de los sistemas normativos. Todo lo que es, incluidas las ideas e incluidos los sistemas normativos, es de este mundo, del mundo de los fenómenos empíricos y de las interrelaciones sociales. Del mismo modo que para el positivismo filosófico es ficticia por metafísica la bipartición del ser humano en cuerpo y alma, pues sólo el cuerpo podemos conocer y el alma se nos escapa por los derroteros de la fe y el misterio, el Derecho no tiene un cuerpo positivo y un alma de moral objetiva. Otra cosa es que el uso del cuerpo trate de ser condicionado o gobernado desde diferentes ideologías o convicciones sobre la vida buena, la trascendencia o la salud del alma, igual que el uso del Derecho es objeto de disputa entre visiones diversas de la sociedad justa o de la nación perfecta. Pero cada cosa es lo que es y las únicas certezas que podemos compartir, para organizarnos en común, son las certezas sobre lo que todos podemos igualmente captar, sobre los hechos.
Y el pilar tercero es la impronta democrática. Los grandes positivistas jurídicos de la era contemporánea suelen tener también en común el ser importantes y esmerados teóricos de la democracia, empezando por Kelsen. El escepticismo ante la existencia y/o cognoscibilidad de “la” moral verdadera y ante la potencia resolutoria de una razón práctica común a todos, lleva a estos autores a la apología del sistema político que supone el mal menor, pues es el que produce como normas jurídicas aquellas que contravienen las convicciones de menos ciudadanos y el que, desde el rechazo a la idea de que ni siquiera la mayoría sea titular de una verdad absoluta, garantiza el respeto de las minorías: el sistema mayoritario, el sistema democrático. Muchos nos sentimos, en el plano descriptivo, positivistas porque nos cuesta creer en la verdad absoluta de la opinión moral de nadie, ni siquiera de la propia; pero en el plano normativo abogamos por el positivismo por razón de democracia, somos positivistas del Estado de Derecho y pensamos que el Derecho creado democráticamente y en democracia (donde haya tal mínimamente, por supuesto; es una cuestión de escala) es el mejor de los Derechos posibles como pauta para la vida en común. Sin perjuicio de que los positivistas discrepemos del contenido de muchas normas jurídicas y estemos dispuestos tanto a desobedecerlas con base en nuestra moral personal y de que podamos ser, al tiempo, celosos ejercitadores de todas nuestras libertades y de todos nuestros derechos políticos, como instrumentos para participar activamente en el cambio y mejora de las normas jurídicas vigentes. Pensar que el positivista jurídico es un conformista y resignado ante el poder es como afirmar que todo antipositivista es un santurrón o un insnaturalista de misa diaria.
Este positivismo ha mantenido en todo momento otra idea que lo define: la afirmación de la inevitabilidad de la discrecionalidad judicial. Que las normas jurídico-positivas sean el único Derecho no es sinónimo de que esas normas configuren un sistema jurídico perfecto, claro, coherente y sin lagunas. Ya hemos dicho que, menos aún, es sinónimo de que esas normas sean justas, justas para todos o justas a tenor de la verdadera moral. El juez trabaja con un material, las normas jurídicas, que está lleno de vaguedad, de contradicciones, de lagunas. Y por eso entre el sistema jurídico que tiene que aplicar el juez y su sentencia se interpone la actividad valorativa del juez, del juez que elige entre interpretaciones posibles de los enunciados jurídicos, que tiene que resolver también cuando no halla norma aplicable o que tiene que elegir entre las normas aplicables, cuando son varias y del mismo rango. Ahí es donde también el positivista encuentra espacio para la teoría de la argumentación, como teoría que traza pautas para el control del razonamiento judicial y, ante todo, para evitar en lo posible que la insoslayable discrecionalidad judicial degenere en impune e incontrolable arbitrariedad.
En suma, las herramientas que aporta la teoría de la argumentación pueden ser apropiadas tanto por una teoría positivista como por una teoría iusmoralista del Derecho, aunque con distintos objetivos y diverso alcance. Para el iusmoralismo la argumentación racional es el método adecuado para establecer y fundamentar las soluciones correctas para los casos en Derecho. Aquí se maneja un sentido fuerte de la idea de corrección y de la idea de racionalidad. La actividad discursiva, el intercambio de argumentos, el esfuerzo dialéctico y deliberativo de, por un lado, las partes en el proceso y, por otro, el juez guiado por la razón práctica, sirve para que pueda quedar demostrado hasta el límite de lo humanamente posible cuál es la decisión que la razón y la justicia, de consuno, demandan para el asunto litigioso. Muy diversos argumentos pueden y deben ser tomados en consideración en cada caso y en todos se encierran valores dignos de ser ponderados (el tenor de la norma, el fin de la misma, su inserción sistemática, la intención del legislador, los precedentes, las necesidades sociales, la situación de los sujetos, etc., etc.), pero uno cuenta por encima de todos: la justicia de la concreta resolución. De ahí que, para la teoría de la argumentación de corte iusmoralista, todos esos argumentos cuenten y deban tener su peso a la hora de justificar la decisión, pero su validez fundamentadora es sólo prima facie o en principio. Esto significa dos cosas. Una, que, a falta de argumentos mejores de tipo moral o de justicia, esos otros deben ser la base de la decisión. Otra, que la vinculación de aquellos argumentos al sistema jurídico-positivo establecido, su carácter intrasistemático, con la presunción de validez y legitimidad de dicho sistema, implican que la carga de argumentar y desactivar sus propuestas pase a quien contra ellos propone el argumento moral o de justicia. Pero el sólido respaldo argumentativo de este último lo convierte en el debido ganador y será él, el de justicia, el que en ese caso deba imponerse, aunque sea en detrimento de aquellos datos y argumentos sistemáticos, en detrimento de lo que diga o pueda significar, se interpreta como se interprete, la norma positiva. La justicia gana siempre, aunque no se muestre en sus contenidos por sí misma y en su evidencia, sino que tenga que ser explorada y averiguada a través de la argumentación. Y ha de quedar claro que esa justicia del caso que por esa vía se descubre y se sienta no es el producto de la discrecionalidad del juez, sino el resultado del recto ejercicio de la razón práctica. Mediante la argumentación racional no decidimos dando razones que quieren ser convincentes, sino que conocemos gracias a esas razones y, sobre dicha base, decidimos.
Para el iuspositivismo la argumentación judicial respetuosa de ciertas reglas racionales es la herramienta que nos permite diseccionar críticamente las sentencias, a fin de diferenciar cuando contienen un recto ejercicio de la discrecionalidad y cuando pueden ser sospechosas de arbitrariedad. El juez que fundamenta adecuadamente su fallo no ha demostrado con ello su plena corrección material o su justicia, no nos da cuenta de que haya descubierto mediante el sano ejercicio de la razón práctica la única solución correcta. Simplemente nos hace ver que, con los argumentos que el sistema jurídico le permite manejar, ha tratado de alcanzar la solución que le parece más correcta y, además, nos hace partícipes de sus razones con el propósito de convencernos de que es un juez en su papel y no alguien que trata de imponer sus convicciones generales, su moral o sus intereses. Esa relativización de la utilidad de la argumentación racional es la que explica que, por lo general, resulte mucho más fácil al positivista que al iusmoralista afirmar simultáneamente que una decisión judicial es racional, en el sentido de que no hay tacha en su fundamentación argumentativa, y que, al tiempo, discrepa con ella. Para el positivista no rige, aplicada a la decisión judicial, la máxima de que la verdad no tiene más que un camino, por mucho que ese camino se construya a golpe de argumento.
La teoría de la argumentación jurídica es una teoría de la decisión jurídica racional. Sus presupuestos básicos se pueden resumir así:
a) Es una teoría dialógica o discursiva de la racionalidad. Cuál sea el contenido de la decisión racional es algo que no se puede conocer o descubrir ni mediante la intuición particular ni mediante ningún género de reflexión o análisis meramente individual, mediante la razón monológica, la de alguien que “habla” consigo mismo, estudia en soledad y reflexiona. Es en el discurso, en el diálogo, en el debate leal entre argumentos y argumentantes donde se puede establecer el contenido debido de la decisión.
b) Es una teoría consensualista de la racionalidad. Racional será aquella decisión apta para alcanzar el consenso entre los concretos argumentantes y de cualquier argumentante; es decir, de cualquiera que tenga interés y razones para preguntarse sobre el asunto y que aporte dichas razones como argumentos y valore los argumentos ajenos. No hay racionalidad sin consenso o sin aptitud de la decisión para lograr, como ideal, ese consenso general.
c) Es una teoría procedimental de la racionalidad. No hay racionalidad sin consenso, pero no todo consenso es consenso racional. Sólo será racional el acuerdo que se consiga en un discurso, en un diálogo en el que los argumentantes respeten ciertas reglas, que son las reglas de la argumentación racional. Esas reglas constituyen lo que podría denominarse el “derecho procesal” de la argumentación racional. Pueden sintetizarse en que ningún argumentante legitimado por un interés en el asunto que se decida debe ser privado de su derecho a argumentar, todos han de poder argumentar con igual libertad y los argumentos de todos deben ser tomados en consideración con idéntico respeto e igual consideración inicial. Se presupone también, como no podría ser de otro modo, que se respeta la lógica común de nuestros razonamientos, es decir, que se hacen inferencias válidas y se evitan las falacias lógicas, así como que el lenguaje se usa con sus significados compartidos y que no se echa mano de un lenguaje privado o ad hoc. Si un discurso gobernado por dichas reglas desemboca en un acuerdo, ese acuerdo será racional y la consiguiente decisión merecerá el mismo calificativo.
d) Es una teoría formal, no material, de la racionalidad. Como consecuencia de lo anterior, el contenido de la decisión racional no está predeterminado, no se halla preestablecido antes del discurso, sino que se sienta precisamente en el discurso, en la esa argumentación racional: el contenido de la decisión racional será el contenido de ese acuerdo que se ha alcanzado argumentando racionalmente. En este sentido se dice también que estamos ante una doctrina de tipo constructivista.
Si es correcta la anterior descripción de los presupuestos filosóficos de la teoría de la argumentación, debemos pasar a preguntarnos cuál puede ser su utilidad real como patrón de análisis y crítica de las decisiones jurídicas. No se debe perder de vista que en el Derecho, por razones prácticas ligadas a la función de los sistemas jurídicos, las decisiones acontecen de modo autoritativo y sometidas a limitación de interlocutores y de plazo. Además, las normas jurídicas sirven precisamente como pauta para poner fin a las disputas. Un juez decide porque las partes no están de acuerdo, y por eso hay pleito, y porque las partes no se han puesto de acuerdo durante el proceso, cuando dicho acuerdo sea relevante para poner fin al mismo. Además se ha de distinguir entre la argumentación en el proceso y la argumentación del juez en la motivación de la sentencia.
En cuanto a la argumentación de las partes en el proceso, resulta de sumo interés replantear las garantías procesales como garantías de los “derechos” argumentativos de las partes, como salvaguarda de que las partes se hallen en el proceso en la situación que la teoría de la argumentación presenta como propia de la argumentación racional: con paridad de armas, en situación de igualdad, con libertad para aportar argumentos y contraargumentos, etc. Subyace la idea de que el juez ha de formarse una convicción sobre los hechos del caso y sobre las normas que no sea puramente de su cosecha, sino el resultado de ese toma y daca. Las reglas procesales no sólo velan por la igualdad y libertad de los partes que exponen sus razones, sino que también encauzan esa argumentación de las partes para que se eviten las trampas argumentativas, la deslealtad en el discurso, la manipulación interesada y la tergiversación maliciosa. Podría hacerse, y está pendiente, una reconstrucción de esa normativa procesal a la luz y por referencia a las reglas de la argumentación racional que la teoría diseña. Idealmente, y a tenor de ese modelo subyacente de racionalidad argumentativa, el Derecho procesal asume que los argumentos de parte son de parte, es decir, parciales, pero trata de encarrilarlos para que, en lo posible, no dejen de ser, en la forma y en el fondo, los argumentos de sujetos que tratan de convencer a un observador imparcial con el valor de sus razones, en lugar de puras artimañas para engañar, seducir o persuadir al juzgador, al árbitro de la disputa, en el sentido de la contraposición perelmaniana entre persuadir y convencer. El proceso convierte el enfrentamiento, la contraposición material entre las partes, en disputa dialéctica. Si se permite la comparación, y tomándola solo en lo que valga, sería una diferencia análoga a la que se da entre dirimir un enfrentamiento en una pelea callejera, donde todas las armas son válidas y se trata de derrotar al otro a cualquier precio, o en un combate de boxeo en un cuadrilátero, con reglas de fair play y un árbitro que vigila lo reglamentario de los golpes y que decide al final con la mayor objetividad posible.
Al tiempo, se está presuponiendo que el juez en su función se “despersonaliza”, en el sentido de que se convierte en un observador imparcial, en alguien que deja de lado, que hace abstracción de su ideología, de sus personales intereses y de sus fobias y filias y que trata de decidir como en su lugar haría cualquier otro que, como él tuviera los conocimientos técnicos debidos y que, como él, hubiera escuchado y ponderado los argumentos de las partes. Por ese carácter no “personal” de la decisión judicial velan toda otra serie de reglas procesales, como las que establecen las causas de abstención y recusación, entre otras muchas. Y así es como también se explican la obligación de motivar y ciertas reglas de la motivación válida. El juez tiene que motivar su fallo justamente argumentando, pero no argumentando de cualquier manera, pues también es un argumento decir, por ejemplo, que condené a éste porque me era antipático o que di la razón al otro porque me parecía más virtuoso o menos pecador. La obligación de motivar supone dar razones que puedan ser comprendidas y compartidas por cualquier ciudadano que tenga los mismos conocimientos de los hechos y de las normas, por cualquier ciudadano que, en esa situación, sea igualmente capaz de poner entre paréntesis sus intereses e inclinaciones y de colocarse en el lugar del otro, de cualquier otro: en el lugar de un buen juez. No se trata de que los argumentos del juez en su motivación hayan de convencer efectivamente a cualquier observador informado, sino de que cualquier observador informado pueda constatar, a través de esos argumentos, que el juez no ha cometido errores tangibles y que al juez lo han guiado razones admisibles y no pulsiones puramente subjetivas.
Es la vinculación entre los argumentos de las partes y la decisión judicial lo que explica la exigencia habitual en nuestros sistemas jurídicos de que la motivación judicial sea congruente con esos argumentos y sea, además, exhaustiva en la toma en consideración de los mismos. El juez está así compelido a tratar de acreditar que su convicción se ha formado sobre la base de esos argumentos y no de su libérrimo albedrío. Con ello no se niega la discrecionalidad judicial, pero se intenta evitar que la convicción del juez, que le lleva a la elección entre las opciones posibles a la hora de interpretar las normas y de valorar las pruebas, se forme por su cuenta y riesgo, a su aire, con datos o razones de su pura cosecha. No se trata de que, en ciertos sentidos, no pueda ir más allá de lo alegado y expuesto por las partes, sino de que no deje de atender, como criterio básico de su juicio, a lo alegado y expuesto por las partes. El juez, en lo que alcance su discrecionalidad, no valora libremente lo que hay, valora libremente lo que le han dicho y mostrado. O así, al menos, trata el Derecho procesal de que sea.
La teoría de la argumentación, por un lado, y el Derecho procesal, por otro, operan con un ideal de decisión judicial racional. La primera establece reglas en el plano puramente teórico, conforme al modelo de racionalidad que hemos retratado anteriormente. El segundo pone reglas jurídicas que traducen a pautas procesales obligatorias aquel ideal. Pero no podemos perder de vista que siempre que operamos con modelos contrafácticos, con modelos, por tanto, ideales, estamos abocados a un razonamiento en escala. Entre el plano del perfecto cumplimiento del ideal y el del su patente menoscabo, hay zonas intermedias. Entre el blanco y el negro existe una amplia zona de grises. El ideal trazado por las teorías de la argumentación y latente en el Derecho procesal contemporáneo se puede cumplir en más o en menos en cada proceso y sólo cabe, como hemos dicho, razonar en escala: un proceso y una sentencia serán tanto más racionales cuanto mayor sea en el uno y en la otra el grado de realización de tales ideales.
Volvamos ahora a la lectura que de la teoría de la argumentación jurídica pueden hacer, para estos menesteres, el iuspositivismo y el iusmoralismo. Para el primero, el modelo de racionalidad argumentativa aporta un criterio para establecer una racionalidad de mínimos del proceso y de la sentencia y para proporcionar razones para el debate crítico sobre los mismos. Para el segundo, como ya se ha dicho, la racionalidad argumentativa puede ser la vía para descubrir y fundamentar la decisión correcta para los casos. Para el positivismo esas reglas de la argumentación racional valen antes que nada para que se pueda descartar por irracional la sentencia que patentemente las vulnere. Para el iusmoralismo sirven para que podamos llegar a la convicción objetiva de que la decisión alcanzada es o no es la decisión más racional de las posibles.
En este punto es donde tiene cabida el debate sobre los rendimientos posibles de la teoría de la argumentación, en su aplicación a la decisión judicial. Si insistimos en el mencionado carácter consensualista de ese modelo de racionalidad y lo llevamos hasta sus últimas consecuencias, tendríamos que concluir que sólo será racional la decisión judicial que efectivamente pueda provocar ese consenso y según las reglas del modelo. Ese objetivo parece absolutamente inalcanzable. Cuando un iusmoralista echa mano de la idea de racionalidad argumentativa para justificar que una decisión judicial es o no es la correcta y racional, y cuando ese juicio se hace por razones sustanciales, de contenido, y no por razones puramente formales o procedimentales, necesariamente está presuponiendo algo que contradice aquel presupuesto de la teoría de la argumentación que da al modelo de racionalidad su carácter formal o meramente procedimental: se está presuponiendo que hay patrones previos y extraargumentativos de corrección material de la decisión, patrones morales o de razón práctica, patrones de justicia. Si la verdad o la justicia no tienen más que un camino, la argumentación no es la fuente de la racionalidad decisoria, sino solamente el método auxiliar para hacer patente e imponer otro tipo de racionalidad, la propia de algún tipo de objetivismo moral.
Una teoría de la argumentación al servicio del objetivismo moral ya no será una teoría de carácter consensualista y formal, salvo que alguien piense que su papel es el de respaldar y dar argumento a la verdad y justicia de sus propias convicciones, que son válidas en sí o por ser propias, no por ser objeto de consenso. Si el consenso válido es el consenso sobre la verdad de lo que yo pienso y de aquello en lo que yo creo, lo que cuenta como guión de racionalidad de las decisiones del juez (o del legislador) no es el consenso en sí, y tampoco la racionalidad de las reglas de la argumentación, lo que cuenta es mi propia convicción: decisión racional será la que dé la razón a mi opinión y argumentación racional será la que se use para demostrar que yo tengo razón. En otros términos, quien defienda una teoría de la decisión racional de corte dialógico, consensualista y procedimental difícilmente podrá, al tiempo, pretender que esta o aquella decisión no son correctas o racionales porque su contenido no es el justo o el moralmente adecuado; todo lo más, se podrá descartar ciertas decisiones por las inferencias erróneas o los falsos juicios empíricos que contienen, por la deficiente fundamentación de sus premisas o por los atentados contra el proceso discursivo racional que hayan acontecido en su génesis.
Con la perspectiva más modesta del positivismo, la racionalidad argumentativa no es “tendenciosa”, sino “tendencial”. Se debe argumentar de determinada manera, tendiendo al acuerdo y no a la pura imposición de la autoridad, por ejemplo; se debe argumentar para ofrecer a los otros las propias razones y para hacer ver que son razones que se pretenden universalizables y compartibles las que guían la decisión. Se debe argumentar, como ya se ha repetido, para alejar en lo posible la sospecha de arbitrariedad, de mera subjetividad. Se debe argumentar porque, si el Derecho es de todos y para todos, las razones del Derecho, las razones de cada decisión jurídica, por todos han de poder ser conocidas y juzgadas, aceptadas o criticadas, para que todos puedan comprobar que mis razones como juez de este caso no sean las razones meramente mías, sino las razones del Derecho que es de todos, que es de todos en lo que tenga de cierto y que sigue siendo de todos en lo que de indeterminado contenga. Porque también cuando el juez ejercita su discrecionalidad está decidiendo para todos y no para él mismo. Eso significa racionalidad dialógica y eso significa la orientación al consenso que es propia de la racionalidad argumentativa. Y no se olvide que, hasta por imperativo constitucional, el Derecho es de todos los ciudadanos, pero la moral es de cada uno. Y lo común no debe gestionarse con el espíritu con que se gestiona lo personal. O, al menos, ése parece ser el espíritu constitucional en los Estados de Derecho. Si yo llamo Derecho también a mi moral, no hago más que tratar de que comulguen todos con lo mío y desde la soberbia convicción de mi superioridad. Lo mismo, y con mayor razón, vale si yo soy juez.
Sobre (ii).- Decíamos que los argumentos con que se justifique una decisión que se pretenda racional, según el modelo de la racionalidad argumentativa, han de tener tres propiedades que podemos denominar formales: no deben contener inferencias erróneas (a), no deben ser incompletos, en el sentido de que todas sus premisas no evidentes deben ser explicitadas (b), y han de ser pertinentes (c), es decir, tienen que versar sobre el verdadero contenido de las premisas del juicio que se quiere fundamentar.
La teoría de la argumentación viene a decantar y a explicitar ciertos patrones de racionalidad que constantemente aplicamos en nuestras comunicaciones ordinarias. Si A y B son dos hablantes del mismo idioma, A le hace una observación o una propuesta a B y éste le responde en swahili o en un lenguaje para A incomprensible, diremos que la actitud de B no es racional y que, desde luego, no busca entenderse con A. Si A le plantea a B construir una casa de madera y B le responde que sí o que no, pero dando B por sentado que para él una casa de madera es una masa de agua en la que nadan peces y hay mareas, no podrán entenderse ni ponerse de acuerdo, pues es obvio que B no respeta la semántica del lenguaje común que permite el entendimiento. Si B le dice a A que el cianuro es un veneno mortal, que esa manzana contiene altas dosis de cianuro y que, por tanto y en conclusión, A puede o debe comerse esa manzana porque no es peligrosa para su vida, es obvio que B, además de abrigar pésimas intenciones, no razona correctamente o pretende tomar a A por tonto. Si A y B son hermanos y B le dice a A que para él, B, debe de ser todo el patrimonio de su padre difunto, pues ésa era la voluntad de su progenitor, o bien a A le consta fehacientemente tal voluntad o deberá preguntar a B por qué sabe él que la voluntad paterna era ésa y no otra. Si B le dice a A que debe prestarle dos mil euros, A pregunta por qué y B responde que porque los pingüinos son los únicos pájaros que no vuelan y no dice más, será esperable y razonable que A le replique a B qué tiene que ver tal peculiaridad de los pingüinos con el préstamo pretendido.
Cuando de argumentar para justificar una decisión judicial se trata, las exigencias son las mismas. De por qué en el Derecho moderno los fallos judiciales han de ser motivados mediante argumentos, mediante razones, ya hemos dado cuenta: porque no expresan un mero acto de autoridad, sino que se quiere que esa autoridad fundamente sus decisiones, a fin de descartar en lo posible el riesgo de arbitrariedad, las razones espurias. Pero, si así ha de ser, argumentar es algo más que soltar palabrería o que decir cualquier cosa o de cualquier manera. En los ejemplos anteriores veíamos supuestos en los que B no respetaba a A en cuanto sujeto igualmente racional y con igual capacidad de juicio. De los jueces también se quiere que, en ese sentido, respeten a los ciudadanos que lean sus sentencias, comenzando por los destinatarios directos de ellas. No hay motivación racional de una sentencia cuando sus contenidos son traducibles a un “porque yo, juez, lo digo”, “porque simplemente a mí me parece así” o “porque a mí me da la gana”. Así se explican los requisitos que se mencionan en este apartado, como exigencias de la argumentación judicial correcta.
a) Al igual que en la vida ordinaria no consideramos fundada una conclusión que es resultado de una inferencia errónea, lo mismo sucede con el fallo judicial que no se sigue correctamente de las premisas sentadas y explicitadas en la motivación. En términos de racionalidad argumentativa, el respeto de las reglas del correcto razonamiento lógico no es condición suficiente de la racionalidad del fallo, pero es condición necesaria. Que la decisión judicial no sea un simple resultado de la aplicación de las reglas formales de la lógica no quiere decir que la lógica no importe nada. Un razonamiento judicial lógicamente incorrecto es irracional, e irracional será el fallo. Aquí se ve de nuevo que no el juicio de racionalidad no depende de que el fallo en sí nos guste o no, nos parezca justo o injusto. Que la decisión judicial haya de justificarse en la motivación supone que han de mostrarse las premisas de las que el fallo se desprende y que el fallo ha de derivarse efectivamente de esas premisas que se muestran, y no de otras que queden ocultas. No es que la teoría de la argumentación haga homenaje a la lógica por ser la lógica, sino que sin respeto a la lógica no hay argumentación que tenga sentido.
Las teorías de la argumentación jurídica acostumbran a diferenciar la justificación externa y la justificación interna de las decisiones. La justificación externa se refiere a la razonabilidad o aceptabilidad de las premisas, a las razones que amparan la elección de las premisas de las que la decisión se deriva. La justificación interna alude a la corrección de tal derivación, a la validez, lógica en mano, de la inferencia mediante la que de aquellas premisas se saca la resolución a modo de conclusión.
b) La decisión final, la que se contiene en el fallo de la sentencia, es el producto lógicamente resultante de una serie de decisiones previas, las decisiones que configuran las premisas, que les dan su contenido. Esas previas decisiones son propiamente tales, lo que quiere decir que encierran la opción entre distintas alternativas posibles. Y por ser, así, decisiones, elecciones que el juez, hace, han de estar justificadas. La justificación externa es justificación de la elección de las premisas. Son las premisas las que sostienen directamente el fallo, pues éste, por así decir, se justifica solo, en cuanto que es o pretende ser mera conclusión inferida de con necesidad lógica de esas premisas. En la última parte de esta trabajo haremos un catálogo de cuáles son de ordinario esas decisiones previas o premisas que en la argumentación judicial se han de respaldar con razones y cómo han de ser esas razones. En este momento interesa otro aspecto, un aspecto también formal en buena medida. Tiene que ver con lo que podríamos denominar la regla de exhaustividad de la argumentación, regla argumentativa que se puede enunciar así: toda afirmación relevante para la configuración de una premisa de la decisión final y cuyo contenido no sea perfectamente evidente debe estar basada en razones explícitas, tantas y tan convincentes como sea posible. En otros términos, el razonamiento judicial mostrado en la motivación no debe ser entimemático en nada que no sea evidente, no puede haber premisas o subpremisas ocultas.
Las premisas del razonamiento judicial versan sobre normas y sobre hechos, como luego se verá detenidamente. Imaginemos que una sentencia resuelve un caso C. En C se trataba de juzgar cierto hecho (H) aplicando la consecuencia prevista en una norma (N). La resolución del caso, el fallo, presupone dos cosas: la afirmación de que H efectivamente ocurrió y la afirmación de que el sentido correcto de N para el caso C es el sentido S, que N significa S para H. Establecido todo ello, acontece la subsunción de H bajo S y se sigue la consecuencia que, como conclusión, se establece para el caso en el fallo. Dos cosas fundamentales se han dirimido en el proceso: el acaecimiento de H y el significado de N. En cuanto a lo primero, hay una parte que mantiene que H efectivamente acaeció y otra que defiende lo contrario. Las dos partea aportan pruebas y argumentan sobre ellas. El juez no podrá decidir el caso C sin afirmar que H ocurrió o no ocurrió. Es decir, no podrá fallar sin decidir sobre la premisa fáctica. Para ello tendrá que formarse una convicción y el Derecho prescribe que esa convicción ha de resultar de la valoración de las pruebas practicadas, al menos en lo que H tenga de no evidente e indiscutido. El juez decide dar por buenos los hechos o no, y lo hace valorando las pruebas. Hay, por tanto, decisión y valoración aquí. Y sabemos que siempre que hay una decisión de base valorativa se debe argumentar por qué esa decisión y no otra, es decir, por qué se valoró así y no de otra manera.
Un juez que en esta punto de la motivación de su sentencia se limitara a afirmar que, vistas y valoradas las pruebas, su honesta convicción es que H efectivamente aconteció, estaría incurriendo en una deficiencia argumentativa que dañaría la razonabilidad y la calidad argumentativa de su decisión final. Por tanto, un primer requisito es que el juez dé los porqués de la valoración que funda su convicción y la consiguiente decisión sobre los hechos del caso. Ahora supongamos, por mor de la simplicidad, que en el caso sólo se practicó una prueba, por ejemplo una prueba testifical: un testigo declara que vio cómo sucedía H, el hecho relevante en el caso. El juez ha valorado esa prueba y ha llegado a la convicción de que dicho testigo no es creíble. Por tanto, ese juez afirma: no ha quedado probado H porque el testigo no es creíble. ¿Será argumento bastante? Sin duda no. Tenemos la decisión sobre los hechos (H no aconteció, a efectos del proceso y la sentencia) y tenemos un argumento justificatorio de esa valoración/decisión (el testigo no es creíble). La decisión está argumentada, pero no se atiende la regla de exhaustividad argumentativa, pues no se dan las razones de la razón; se trata de un argumento de contenido no evidente y no se respalda con ulteriores argumentos: no se dice por qué el testigo no es creíble. A los jueces la honestidad, la independencia y la libertad de juicio se les presupone por razón de oficio, pero no tienen patente de corso para decidir como quieran, pues no basta que estén guiados por la buena fe y la sabiduría individual, sino que han de argumentar para convencernos, para convencer a cualquier sujeto colocado en la posición de un observador imparcial. La afirmación de que el testigo no es creíble valdrá, en términos de racionalidad argumentativa, lo que valgan las razones que la soporten. No es una cuestión de pura aritmética, sino de aplicar el mismo tipo de racionalidad que se usa en la vida ordinaria. Si yo afirmo que estoy seguro de que mi vecino es un ludópata y se me pide que explique por qué lo sé o me lo parece, no valdrá lo mismo, como fundamento de mi juicio, que diga que se lo noto en el aspecto o que aclare que lo veo todos los días gastarse una fortuna en máquinas tragaperras.
Otro tanto se da en cuanto a la premisa normativa. Al caso se aplica la norma N, pero el enunciado de N tiene tal grado de indeterminación, que puede entenderse con dos significados, S1 y S2, y según que se opte por asignarle para el caso uno u otro, será diversa la consecuencia que se aplique a C. El juez decide cuál de esos dos significados es preferible y opta, por ejemplo, por S1. ¿Por qué? Argumenta y nos da la razón o las razones. Pongamos que aclara que porque S1 es el significado que al enunciado de N quiso darle el legislador. Ha empleado el habitual argumento o canon de interpretación subjetiva, en su versión, subjetivo-semántica. ¿Es argumentación suficiente de la decisión interpretativa? Cualquiera podrá preguntarse esto: por qué sabe o cree ese juez que fue ése precisamente, y no otro, el sentido que el legislador pensaba o quería para el enunciado de N. Así que la regla de exhaustividad argumentativa obliga al juez a dar las razones de esa razón: a tenor de tales documentos consultados, de los debates parlamentarios, de tales noticias de la época, etc., parece verdad, creíble o verosímil que S1, y no S2, sea el significado que mejor se corresponde con el contenido que el legislador quiso dar a N.
Todo esto podemos resumirlo en una nueva idea bien sencilla: cuando un juez profiere una aserción relevante para la resolución del caso y el contenido no es evidente e indiscutible, debe anticiparse mediante argumentos a la pregunta que le haría cualquier interesado u observador imparcial que trate de descartar el capricho o la arbitrariedad. Esto es, ante cualquier afirmación así cualquier observador que analiza la sentencia puede dirigir al juez la siguiente pregunta: y usted por qué lo sabe o usted por qué cree que es así, como usted mantiene. A esa pregunta es a la que, mediante sus argumentos, debe anticiparse el juez que se guíe por un modelo de racionalidad argumentativa.
c) Continuemos con el último supuesto. El juez que interpreta N se ha inclinado por S1 y ha echado mano del siguiente argumento: S1 es preferible porque a día de hoy la luna se encuentra en cuarto menguante. Puede ser verdad fuera de discusión esto último, pero cualquiera diría que qué tiene que ver el argumento con lo que se está argumentando, con lo que había que justificar. Nos encontramos ante la regla de la pertinencia de los argumentos, que se puede formular así: un argumento sólo justifica una elección cuando, en el caso en cuestión, tiene una relación relevante con el supuesto que se debate. Dado que, en nuestro elemental ejemplo, tal relación no existe, el argumento “lunático” no es propiamente un argumento con ningún valor justificatorio de la decisión en favor del significado S1 de N. Aquí aplicamos las mismas reglas de la comunicación común que nos llevan a preguntar a alguien que argumenta fuera del tema lo siguiente: eso a qué viene.
Si aplicamos el “eso a qué viene” a la lectura de muchos de los argumentos con que las sentencias se rellenan, nos toparemos más de una vez con el artificio retórico consistente en invocar verdades evidentes o valoraciones gratas al público como justificación de decisiones con las que ninguna relación relevante para el caso tienen tales argumentos. Se cambia subrepticiamente el tema para que el acuerdo que sobre un asunto se procura sirva de base para el acuerdo sobre el otro, sobre el que en verdad importa en el caso, aunque no sea aquello lo que en el caso se discute. Un ejemplo. En una conocida sentencia del Tribunal Constitucional español se ventilaba un recurso de amparo de un ciudadano al que se había impuesto una sanción administrativa por los ruidos producidos en el local público que regentaba. La base del recurso era la posible ilegalidad de la sanción, alegando que se fundaba en un reglamento carente de respaldo legal, lo cual contradiría el principio de legalidad que en materia sancionatoria consagra el art. 25.1 de la Constitución española. El tribunal no otorga el amparo y da la razón a la Administración, pero la parte mayor y esencial de su argumentación versa sobre el atentado que el ruido supone para ciertos derechos fundamentales de los ciudadanos, como el derecho a la salud y el derecho a la intimidad. Son valoraciones muy ciertas y loables, pero no pertinentes ahí, pues no era ése el derecho objeto de amparo, sino el derecho de todo ciudadano a no ser sancionado en aplicación de reglamentos administrativos sin base legal. No había recurrido un ciudadano que se sentía dañado por el ruido del local, sino el dueño del local, que entendía que la Administración había violado su derecho a no sancionado sin base legal. Los argumentos pertinentes sobre ese asunto eran en la sentencia escasos y extraordinariamente endebles, pero la sentencia fue celebrada como un triunfo del derecho fundamental de los ciudadanos a no ser molestados o perjudicados por los ruidos. Mas de eso no se trataba en el caso.
Sobre (iii).- En la argumentación se utilizan argumentos. Para nuestro propósito, podemos definir argumento como un enunciado o conjunto de enunciados que contiene una razón en favor de una tesis, de una propuesta o de una decisión. Cuando yo le digo a un amigo “vamos al cine” y él me pregunta por qué, por qué al cine o por qué hoy, me está pidiendo razones, me está solicitando una justificación de mi propuesta. Argumentar es emplear argumentos con ese propósito de dar razones justificativas. Cuando al juez le exigimos que argumente sus valoraciones y decisiones le demandamos argumentos. Le demandamos argumentos suficientes, argumentos pertinentes y argumentos exentos de falacias lógicas o de otro tipo.
En las sentencias podemos encontrar argumentos de muy diferentes clases. Cuáles sean en las sentencias los argumentos adecuados y más relevantes para justificar los fallos o las subdecisiones que dan pie a las premisas de las que el fallo se deduce es cuestión que se responderá diferentemente según la concepción del Derecho que se maneje. El argumento de justicia, por ejemplo, suele tenerse como el de superior importancia y jerarquía en las doctrinas iusmoralistas, y no así en las iuspositivistas.
En el Derecho acostumbra a haber ciertos argumentos de uso común y general aceptación para respaldar las opciones del juez a la hora de valorar las pruebas y, en especial, a la hora de elegir entre las interpretaciones posibles de las normas. Lo mismo ocurre cuando se trata de crear la norma mediante la que el juez colma una laguna o de resolver una antinomia. Esos argumentos por lo general están convencionalmente establecidos en la doctrina y en la práctica, aunque también puede ocurrir que estén respaldados por alguna norma del sistema jurídico. Los llamados tradicionalmente cánones de la interpretación constituyen el mejor ejemplo.
Ese trasfondo reglado, sea legal o convencionalmente, es lo que permite diferenciar entre argumentos admisibles e inadmisibles. No todo argumento que el juez pueda invocar en la motivación de la sentencia se tendrá, en un momento dado y dentro de un determinado sistema jurídico, como admisible. El juez puede aducir, por ejemplo, que elige tal o cual interpretación de la norma aplicable porque es la que permite el fallo que a él más le gusta, o porque se le apareció en sueños el emperador Justiniano y le dictó ese significado como el más oportuno, o porque dicha interpretación es la que mejor se compadece con su fe religiosa, o porque, así aplicada la norma, resulta más favorecido el partido político de sus amores. Tales argumentos se tendrían en nuestra cultura jurídica por inadmisibles, aunque en otras puedan juzgarse adecuados, como demuestra la Historia.
Los argumentos que cuentan comúnmente como admisibles tienen dos propiedades o notas esenciales: su habitualidad y su ligazón con algún valor o propiedad que se considera esencial para el sistema jurídico. La habitualidad se relaciona con el uso frecuente en la práctica. Se suelen apreciar como extemporáneos e inoportunos los argumentos carentes de esa consolidación en la praxis. Al tiempo, los argumentos más habituales funcionan como tópicos, en el sentido de Theodor Viehweg y su tópica jurídica. Los tópicos son argumentos en los que la sola mención de su núcleo o sus términos identificadores suscita una predisposición al acuerdo, da lugar a una actitud favorable. Cuando un político ampara una determinada medida de gobierno en el interés general o en la justicia social, está empleando un tópico que será efectivo por sus resonancias favorables, aun cuando el argumento no se desarrolle más y no se explique en detalle por qué es precisamente esa medida la que favorece tal interés o dicha justicia, o aunque ni siquiera haya un mínimo acuerdo sobre qué será en concreto el interés general o en qué consistirá la justicia social bien entendida. En la argumentación judicial ese mismo ocurre muy destacadamente con los cánones de la interpretación. Un juez declara que la interpretación elegida es la más adecuada a la voluntad del legislador, al fin de la norma o a su tenor literal y ya, sólo con eso, queda la impresión de que son sólidas las razones en las que se apoya al interpretar así. Por eso no es descabellado formular la siguiente hipótesis de trabajo, útil al menos para el análisis argumentativo de sentencias: cuanto más consolidado está como tópico un argumento, con tanta más frecuencia será meramente mencionado, pero no rectamente usado, en el sentido de la regla de exhaustividad a la que anteriormente aludimos.
Pero los argumentos habituales no reciben su fuerza y su capacidad de convicción únicamente de su uso frecuente. Pasan y han de pasar otro filtro determinante de su admisibilidad: su ligazón con algún valor de los que se consideran inspiradores del modelo de Estado y de Constitución o con alguna propiedad esencial del sistema jurídico. El argumento interpretativo de la voluntad del legislador, el canon de interpretación subjetiva, es y cuenta como admisible porque con él se está apelando a la voluntad de la autoridad normativa legítima. Es muy relevante, como muestra histórica de esto, lo sucedido en Alemania antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Desde fines del siglo XIX había una fuerte disputa doctrinal entre el canon de interpretación subjetiva y el de interpretación objetiva, con cierta ventaja del primero. Pero durante el nazismo se promulgaron algunas leyes que siguieron en vigor en los años cincuenta y sesenta, en el Estado de Derecho. En la época nazi se insistía en que el autor e inspirador último de toda la legislación era el Führer, suprema fuente del Derecho. Mas acogerse después a la voluntad del legislador suponía, respecto a aquellas leyes, echar mano, como pauta interpretativa, de la más ilegítima de las autoridades, a tenor de los nuevos designios del sistema jurídico. De ahí que en la doctrina y en la práctica el canon subjetivo cayera en un relativo abandono.
Ese anudarse de los argumentos admisibles a valores esenciales del sistema se aprecia igualmente en los otros cánones. El sistemático, en sus diversas variantes, bebe de la coherencia lógica y lingüística y como propiedad de un sistema jurídico que pueda cumplir adecuadamente su función de orden. El teleológico-objetivo se sostiene en la necesaria conexión de las decisiones judiciales con las necesidades sociales del presente y con el sentir general. El llamado canon literal o gramatical, que en realidad funciona únicamente como delimitador de las interpretaciones posibles y no como argumento justificador de la elección de una concreta de ellas, se engarza, por un lado, con el respeto al legislador legítimo y, por otro, con la seguridad jurídica, como certeza mínima sobre el contenido de las normas que se nos pueden aplicar. Y así sucesivamente.
No sólo ésos que por lo general se recogen en la lista de los cánones operan así. Pensemos en el argumento de autoridad. Cuando un juez apela al argumento de que también el sujeto X considera que ésa es la mejor interpretación de la norma, tendrá que hacerlo y lo hará refiriéndose a quien sea efectivamente considerado una autoridad, sea doctrinal o de otro tipo, no, por ejemplo, a su tía o a un amigo del bar. En el fondo late la idea de que el juicio de ciertas personas especialmente cualificadas o que ocupan determinada posición social de relieve es digno de consideración por los beneficios que del saber o la experiencia pueden derivar para el sistema jurídico y su función. Similarmente sucede con el argumento comparativo, de Derecho comparado. Siempre se va a emplear la referencia a sistemas tenidos por modélicos por su tradición o su desarrollo y jamás se pretenderá presentar como argumento admisible y capaz de generar consenso el que se refiera al estado de la doctrina, la legislación o la judicatura en un país carente de ese prestigio.
En su estado actual, la llamada teoría de la argumentación jurídica tiene dos carencias principales. Una, que no ha sido capaz de proporcionar apenas herramientas manejables y suficientemente precisas para el análisis de los argumentos en las sentencias. Falta una buena taxonomía de los argumentos habituales y falta desarrollar las reglas del correcto uso de esos argumentos. Esto parece consecuencia de la deriva que la teoría de la argumentación ha tomado hacia las cuestiones de justicia material y de la síntesis dominante entre teoría de la argumentación y iusmoralismo. Por esa vía, acaba importando más el contenido del fallo y el modo en que se discute su justicia o injusticia, su coherencia mayor o menor con los valores morales que se dicen constitucionalizados y que se piensa que son el auténtico sustrato material del Derecho, que el modo mejor o peor como se argumente la interpretación de la norma aplicable o la valoración de las pruebas. La teoría de la argumentación ha ido abandonando la racionalidad argumentativa para echarse cada vez más en brazos de las viejas doctrinas que opinan que hablar es perder el tiempo cuando no sirve para llegar a la conclusión a la que se tiene que llegar. La segunda carencia se relaciona con la poca atención a la argumentación sobre los hechos del caso, a la fundamentación de la premisa fáctica. Probablemente es efecto del inevitable principio de libre valoración de la prueba por el juez. Respecto de la interpretación de las normas no se ha propuesto casi nunca un principio de libérrima valoración por el juez y, además, la doctrina jurídica lleva siglos esforzándose para ofrecer al juez métodos del correcto interpretar. No ocurre así con el juicio sobre los hechos y su prueba. Puede que otra razón de ello sea la distinta “presencia” que en el proceso y para el razonamiento jurídico tienen las normas y los hechos. La norma está ahí en su dicción y con su historia perfectamente reconstruible, y lo que tenga de indeterminado se contrapesa con lo mucho que también de determinado y comprobable hay en ella. La norma dice lo que dice, para bien o para mal, más o menos claro, y sólo hay que leerla. Con los hechos es distinto. Sucedieron en el pasado y cada parte los reconstruye mediante la narración que más le conviene y poniendo el acento en lo que le importa. El juez no tiene ante sus ojos los hechos como tiene la norma, aun con sus márgenes de indeterminación. Sobre la interpretación y aplicación de la norma puede y suele haber precedentes, vinculantes o no, y opinión doctrinal establecida. Pero el hecho de cada caso es un hecho único y sobre el cual el juicio ha de formarse en su individualidad. Que mil veces antes se haya juzgado un caso de homicidio a tenor de la misma norma puede ser una ventaja para el juez al tiempo de interpretar la correspondiente norma penal, pero poco le aporta a la hora de valorar las pruebas. La norma es la del homicidio, la misma para esos mil homicidios, pero las pruebas son las de este caso y sólo las de este. Con todo, y a eso nos referiremos más abajo, sí sería deseable una mucho mayor atención de la doctrina en general y de las teorías de la argumentación jurídica en particular a la argumentación del juez sobre los hechos y sus pruebas.
¿Cuál ha sido la aportación fundamental de ese ramillete de doctrinas que, aun en su diversidad, se conocen como teoría de la argumentación jurídica? Podría sintetizarse en los siguientes postulados:
(i) Toda valoración que el juez realice y que sea relevante para su decisión final del caso debe estar expresamente justificada mediante argumentos.
(ii) Esos argumentos han de tener tres propiedades que podemos denominar formales: no deben contener inferencias erróneas, no deben ser incompletos, en el sentido de que todas sus premisas no evidentes deben ser explicitadas, y han de ser pertinentes, es decir, tienen que versar sobre el verdadero contenido de las premisas del juicio que se quiere fundamentar.
(iii) Esos argumentos deben ser convincentes o, si se quiere utilizar una expresión menos rotunda, han de poder ser juzgados como razonables por cualquier observador imparcial, en el marco de la correspondiente cultura jurídica. Este requisito plantea la necesidad de que, como mínimo, dichos argumentos sean admisibles, y que lo sean por estar anclados en o ser reconducibles a algún valor esencial y definitorio del sistema jurídico propio de un Estado constitucional de Derecho.
La satisfacción de esas exigencias es condición de que la decisión judicial merezca el calificativo de racional conforme a los parámetros mínimos de la teoría de la argumentación. Con ello se comprueba que la racionalidad argumentativa de una sentencia no depende del contenido del fallo, sino de la adecuada justificación de sus premisas.
Podría añadirse un cuarto requisito: que ni las premisas empleadas y justificadas ni el fallo vulneren los contenidos de las normas jurídicas, al menos en lo que tales contenidos sean claros. Esta exigencia se desdobla, a su vez, en dos: a) que los elementos con que el juez compone su razonamiento decisorio no rebasen los límites marcados por las normas procesales; b) que el fallo no contradiga el derecho sustantivo. Pero sobre este punto habrá que hacer algunas consideraciones más adelante, pues el punto a) nos aboca a temas tales como la relectura y refundamentación del Derecho procesal en clave argumentativa, así como al papel que juega la idea de verdad como guía del proceso; y el punto b) nos lleva al controvertido tema de las relaciones entre la vinculación del juez a la ley y/o a principios materiales de justicia.
Precisemos brevemente el alcance de las citadas exigencias.
Sobre (i).- El requisito de que el juez justifique argumentativamente sus valoraciones determinantes supone la previa asunción de que tales valoraciones efectivamente acontecen en la práctica decisoria judicial y de que son decisivas para el resultado final, para la resolución de los casos. La teoría de la argumentación jurídica ocupa a este respecto un punto intermedio entre dos doctrinas que han tenido gran influencia en la teoría jurídica, el hiperracionalismo y el irracionalismo. Las primeras niegan que la práctica judicial sea valorativa; las segundas lo afirman, pero cuestionan la utilidad de todo esfuerzo de racionalización de esas valoraciones, que encerrarían nada más que opiniones y preferencias subjetivas del juez.
El hiperracionalismo tuvo su más clara expresión en el positivismo ingenuo y metafísico del siglo XIX, el de la Escuela de la Exégesis, en Francia, y el de la Jurisprudencia de Conceptos, en Alemania. Temerosos los doctrinantes y sus patronos de la discrecionalidad judicial, la niegan y mantienen que el juez puede y debe decidir mediante un simple silogismo, para el que las premisas le vienen perfectamente dadas y acabadas: la norma es por definición clara, coherente y completa y los hechos hablan por sí mismos, son perfectamente constatables y cognoscibles en su verdad o falsedad. Y, admiradores esos mismos profesores del legislador, ya sea por ver en él la encarnación de la soberanía popular, que no yerra, o del espíritu del pueblo representado por los príncipes o los señores, piensan que la ley va a ser siempre una obra perfecta que en nada tiene que ser concretada, aclarada o desarrollada por los jueces. En la labor judicial, por consiguiente, no hay espacio para las preferencias subjetivas del legislador, para sus valoraciones, y por ello nada hay de creativo ni discrecional en las sentencias. El juez subsume y sólo subsume, encaja los hechos del caso, patentes, bajo la ley, clara y congruente, y extrae el fallo sin poner ni quitar.
Ese hiperracionalismo reaparece con potencia en buena parte de la teoría jurídica de las últimas décadas del siglo XX, en especial mediante la síntesis progresiva entre Jurisprudencia de Valores, principialismo dworkiniano y neoconstitucionalismo. Ahora no es la ley, la obra del legislador, la que se considera completa, coherente y clara, sino el Derecho como un todo, como un sistema que, misteriosamente, ha cristalizado en una Constitución que es la quintaesencia de la vedad y del bien, ya sea por obra de la sabiduría del constituyente o como desembocadura de un muy hegeliano espíritu. El sistema jurídico se considera formado por dos componentes jerarquizados: la legislación positiva, el derecho positivo, y los o ciertos valores morales, que se hallan en el escalón superior del sistema. Lo que el derecho positivo tenga de indeterminado, se torna determinado y claro por referencia a ese superior componente axiológico; lo que tenga de injusto, se corrige desde el mismo plano ético-jurídico. El juez puede y debe “aplicar” el Derecho, así integrado, pues el Derecho, al menos idealmente, proporciona para cada caso “la” solución correcta. Esa única solución correcta tiene la doble condición de ser, al tiempo, la jurídicamente debida y la moralmente debida. Derecho y Moral, en íntima amalgama, se dan la mano para determinar los contenidos del fallo judicial. Si en el siglo XIX aquel positivismo pensaba que la labor judicial era antes que nada un ejercicio de conocimiento guiado por la razón científica, contemporáneamente se vuelve a ver así, pero ahora bajo la tutela de la razón práctica. El buen juez no valora, sino que conoce, no crea o completa la norma, sino que “aplica” con objetividad el Derecho. La doctrina decimonónica estimaba que había un método que auxiliaba al juez y garantizaba la adecuación de sus resultados, el método meramente subsuntivo; la de hoy señala que el método que cumple dicha función es el ponderativo. Sólo cambia la “materia prima” o la fuente en la que el juez descubre los contenidos debidos para su sentencia que nada encierra de discrecional y valorativa: para la Escuela de la Exégesis era el puro tenor literal de los códigos, para la Jurisprudencia de Conceptos eran los conceptos, las categorías abstractas que poblaban el universo jurídico y que ya los romanos habían sabido hallar y sistematizar; para las corrientes iusmoralistas de hoy son los contenidos de moral objetiva que impregnan los principios constitucionales y, por extensión, todo el ordenamiento jurídico.
El irracionalismo fue históricamente la reacción radical contra aquel positivismo ingenuo del XIX. Movimientos como la Escuela Libre de Derecho o el realismo jurídico, en sus distintas versiones, resaltarán que el derecho positivo es incompleto, incoherente e indeterminado por definición, que el Derecho natural o cualquier otra concepción moralizante y metafísica del Derecho es una quimera y pretexto para que cada cual haga pasar su voluntad por expresión de la más alta justicia, y que la pretendida objetividad del hacer judicial no es más que encubrimiento de la subjetividad y excusa para fingir irresponsabilidad por el contenido de las sentencias. Los fallos judiciales son puro reflejo de las inclinaciones y los valores personales del juez; el juez, por tanto, crea Derecho para cada caso y esa actividad valorativa y creativa es por definición incontrolable. No hay en puridad más Derecho que lo que los jueces quieran mantener en sus sentencias y, todo lo más, debemos esforzarnos en que los jueces sean buenas personas, cultivadas y sensibles, a fin de que con sus decisiones no provoquen grandes desastres. La discrecionalidad judicial no sólo existe siempre y en todo caso, sino que es absoluta e incontrolable. Mejor que especular sobre la justicia de los fallos o sobre los correctos métodos del razonamiento judicial, deberíamos concentrar el esfuerzo en la selección y formación integral de los jueces.
A ese irracionalismo inicial de la teoría del Derecho se fueron sumando otras aportaciones. Las corrientes sociologistas resaltaron la influencia crucial que sobre la práctica jurídica ejercen las pautas culturales vigentes en cada lugar; el marxismo subrayó el componente clasista y superestructural del Derecho, componente presente y operante también en la praxis judicial. Con el paso del tiempo, y ya en la segunda parte del siglo XX, la filosofia hermenéutica volverá a destacar la importancia de las tradiciones y de las precomprensiones socialmente imbuidas, el movimiento de las ciencias sociales someterá al Derecho y sus operaciones a nuevos enfoques en clave sociológica, psicológica, económica y antropológica, y nuevos movimientos teóricos, como el feminismo o el de los estudios culturales señalarán nuevos factores sociales y culturales que impregnan tanto la ley como las sentencias. La síntesis última de esas perspectivas y sospechas, en términos de teoría irracionalista del Derecho y de la decisión judicial, la brindará en EEUU la variada y pluriforme corriente que se conoce como Critical Legal Studies.
En resumidas cuentas, frente al hiperracionalismo, positivista o iusmoralista, y frente al irracionalismo, a la teoría de la argumentación le compete poner de manifiesto que las cosas de los jueces no son ni tan claras ni tan oscuras, que, entre el noble sueño y la pesadilla, en términos de Hart, cabe el camino intermedio de una posible racionalidad argumentativa, de un concepto débil, pero no inútil, de racionalidad. Ni es la práctica del Derecho conocimiento puro, sin margen para la discrecionalidad judicial, ni es por necesidad extrema la discrecionalidad, trasmutada en arbitrariedad irremediable. Los jueces deciden porque valoran, pero esas valoraciones son susceptibles de análisis y calificación en términos de su mayor o menor razonabilidad: en términos de la calidad y fuerza de convicción de los argumentos con que en la motivación de las sentencias vengan justificadas.
Ese sería el designio inicial o el mínimo común denominador de las diversas teorías de la argumentación jurídica. Pero a partir de ahí, y con los años, se ha producido una bifurcación que no se debe perder de vista. Una parte de la teoría de la argumentación, especialmente a partir del “segundo” Alexy y de su magna obra sobre derechos fundamentales, se dará la mano con el iusmoralismo y, sin llegar al extremo de abrazar expresamente la teoría de la única respuesta correcta, pues se admiten casos marginales de ejercicio de la discrecionalidad judicial, se pensará que la teoría de la argumentación constituye el método o el cedazo por el que la decisión judicial se filtra para poder convertirse en decisión material y objetivamente correcta. Las reglas de la argumentación racional ya no tienen la función negativa de descartar ciertas soluciones por hallarse deficientemente argumentadas, ahora adquieren tintes demostrativos, son la guía de la razón práctica en su averiguación de soluciones jurídicas que sólo serán racionales, admisibles y válidas si son justas. No es ocioso señalar que los autores que se acogen a esa vía suelen abrazar, expresa o tácitamente, una doctrina ética de tintes objetivistas y cognitivistas: el bien, lo que sea el bien, existe en sí, como propiedad independiente de los sujetos, y puede ser conocido por los sujetos que ejerciten la razón práctica mediante el adecuado método, el método de la argumentación racional. Creo que ésa es, a día de hoy, la corriente mayoritaria entre los autores que cultivan la teoría de la argumentación jurídica, y de ahí la síntesis, cada día más habitual, entre teoría de la argumentación jurídica y neoconstitucionalismo.
Pero también cabe una versión de la teoría de la argumentación jurídica dentro de los alcances del positivismo jurídico contemporáneo. Para que podamos aclararnos mínimamente en este asunto, debemos comenzar por descartar las etiquetas apresuradas y las argucias retóricas, y más si nos estamos ocupando de las reglas del argumentar racional. La principal de esas trampas dialécticas consiste en lo que en España denominaríamos dar lanzada a moro muerto. Quiere decirse que los contendientes en este debate teórico suelen batirse con una versión caricaturesca y empobrecida de la doctrina rival. Tal ocurre si los positivistas se enfrentan a las tesis de Dworkin, Alexy o Atienza, por ejemplo, tildándolas de pura reedición del viejo iusnaturalismo, sea tomista o ilustrado. Y tal sucede igualmente cuando los iusmoralistas señalan como carencias teóricas del positivismo las que únicamente pueden predicarse de aquel positivismo del siglo XIX. Ni pretenden estos iusmoralistas que el escalón superior del Derecho lo formen ni la ley eterna ni una ley natural grabada en la naturaleza del hombre, ni es justo imputar a autores como Kelsen, Hart o Bobbio la creencia de que en la mera letra de la ley se halla la solución clara y perfecta para cualquier caso en Derecho. El positivismo del siglo XX, se construyó sobre varios pilares, bien visibles en los autores citados. El primero, el empeño en separar conceptualmente el Derecho y la moral, de modo que, a efectos descriptivos, tan erróneo y estéril resulta afirmar que no es Derecho la norma jurídica inmoral, como afirmar que no sería moral la norma moral antijurídica. Del mismo modo que, si se permite la comparación en lo que valga, ni en la Medicina ni en la Filosofía parece muy ventajoso confundir el amor con la fisiología o con la bioquímica, aun cuando mantengan evidentes relaciones. Cada cosa es lo que es, aunque podamos tener buenas y bien fundadas ideas sobre la mejor manera de acompasar la una con la otra.
El segundo pilar es el rechazo de la metafísica, de la fundamentación metafísica de los sistemas normativos. Todo lo que es, incluidas las ideas e incluidos los sistemas normativos, es de este mundo, del mundo de los fenómenos empíricos y de las interrelaciones sociales. Del mismo modo que para el positivismo filosófico es ficticia por metafísica la bipartición del ser humano en cuerpo y alma, pues sólo el cuerpo podemos conocer y el alma se nos escapa por los derroteros de la fe y el misterio, el Derecho no tiene un cuerpo positivo y un alma de moral objetiva. Otra cosa es que el uso del cuerpo trate de ser condicionado o gobernado desde diferentes ideologías o convicciones sobre la vida buena, la trascendencia o la salud del alma, igual que el uso del Derecho es objeto de disputa entre visiones diversas de la sociedad justa o de la nación perfecta. Pero cada cosa es lo que es y las únicas certezas que podemos compartir, para organizarnos en común, son las certezas sobre lo que todos podemos igualmente captar, sobre los hechos.
Y el pilar tercero es la impronta democrática. Los grandes positivistas jurídicos de la era contemporánea suelen tener también en común el ser importantes y esmerados teóricos de la democracia, empezando por Kelsen. El escepticismo ante la existencia y/o cognoscibilidad de “la” moral verdadera y ante la potencia resolutoria de una razón práctica común a todos, lleva a estos autores a la apología del sistema político que supone el mal menor, pues es el que produce como normas jurídicas aquellas que contravienen las convicciones de menos ciudadanos y el que, desde el rechazo a la idea de que ni siquiera la mayoría sea titular de una verdad absoluta, garantiza el respeto de las minorías: el sistema mayoritario, el sistema democrático. Muchos nos sentimos, en el plano descriptivo, positivistas porque nos cuesta creer en la verdad absoluta de la opinión moral de nadie, ni siquiera de la propia; pero en el plano normativo abogamos por el positivismo por razón de democracia, somos positivistas del Estado de Derecho y pensamos que el Derecho creado democráticamente y en democracia (donde haya tal mínimamente, por supuesto; es una cuestión de escala) es el mejor de los Derechos posibles como pauta para la vida en común. Sin perjuicio de que los positivistas discrepemos del contenido de muchas normas jurídicas y estemos dispuestos tanto a desobedecerlas con base en nuestra moral personal y de que podamos ser, al tiempo, celosos ejercitadores de todas nuestras libertades y de todos nuestros derechos políticos, como instrumentos para participar activamente en el cambio y mejora de las normas jurídicas vigentes. Pensar que el positivista jurídico es un conformista y resignado ante el poder es como afirmar que todo antipositivista es un santurrón o un insnaturalista de misa diaria.
Este positivismo ha mantenido en todo momento otra idea que lo define: la afirmación de la inevitabilidad de la discrecionalidad judicial. Que las normas jurídico-positivas sean el único Derecho no es sinónimo de que esas normas configuren un sistema jurídico perfecto, claro, coherente y sin lagunas. Ya hemos dicho que, menos aún, es sinónimo de que esas normas sean justas, justas para todos o justas a tenor de la verdadera moral. El juez trabaja con un material, las normas jurídicas, que está lleno de vaguedad, de contradicciones, de lagunas. Y por eso entre el sistema jurídico que tiene que aplicar el juez y su sentencia se interpone la actividad valorativa del juez, del juez que elige entre interpretaciones posibles de los enunciados jurídicos, que tiene que resolver también cuando no halla norma aplicable o que tiene que elegir entre las normas aplicables, cuando son varias y del mismo rango. Ahí es donde también el positivista encuentra espacio para la teoría de la argumentación, como teoría que traza pautas para el control del razonamiento judicial y, ante todo, para evitar en lo posible que la insoslayable discrecionalidad judicial degenere en impune e incontrolable arbitrariedad.
En suma, las herramientas que aporta la teoría de la argumentación pueden ser apropiadas tanto por una teoría positivista como por una teoría iusmoralista del Derecho, aunque con distintos objetivos y diverso alcance. Para el iusmoralismo la argumentación racional es el método adecuado para establecer y fundamentar las soluciones correctas para los casos en Derecho. Aquí se maneja un sentido fuerte de la idea de corrección y de la idea de racionalidad. La actividad discursiva, el intercambio de argumentos, el esfuerzo dialéctico y deliberativo de, por un lado, las partes en el proceso y, por otro, el juez guiado por la razón práctica, sirve para que pueda quedar demostrado hasta el límite de lo humanamente posible cuál es la decisión que la razón y la justicia, de consuno, demandan para el asunto litigioso. Muy diversos argumentos pueden y deben ser tomados en consideración en cada caso y en todos se encierran valores dignos de ser ponderados (el tenor de la norma, el fin de la misma, su inserción sistemática, la intención del legislador, los precedentes, las necesidades sociales, la situación de los sujetos, etc., etc.), pero uno cuenta por encima de todos: la justicia de la concreta resolución. De ahí que, para la teoría de la argumentación de corte iusmoralista, todos esos argumentos cuenten y deban tener su peso a la hora de justificar la decisión, pero su validez fundamentadora es sólo prima facie o en principio. Esto significa dos cosas. Una, que, a falta de argumentos mejores de tipo moral o de justicia, esos otros deben ser la base de la decisión. Otra, que la vinculación de aquellos argumentos al sistema jurídico-positivo establecido, su carácter intrasistemático, con la presunción de validez y legitimidad de dicho sistema, implican que la carga de argumentar y desactivar sus propuestas pase a quien contra ellos propone el argumento moral o de justicia. Pero el sólido respaldo argumentativo de este último lo convierte en el debido ganador y será él, el de justicia, el que en ese caso deba imponerse, aunque sea en detrimento de aquellos datos y argumentos sistemáticos, en detrimento de lo que diga o pueda significar, se interpreta como se interprete, la norma positiva. La justicia gana siempre, aunque no se muestre en sus contenidos por sí misma y en su evidencia, sino que tenga que ser explorada y averiguada a través de la argumentación. Y ha de quedar claro que esa justicia del caso que por esa vía se descubre y se sienta no es el producto de la discrecionalidad del juez, sino el resultado del recto ejercicio de la razón práctica. Mediante la argumentación racional no decidimos dando razones que quieren ser convincentes, sino que conocemos gracias a esas razones y, sobre dicha base, decidimos.
Para el iuspositivismo la argumentación judicial respetuosa de ciertas reglas racionales es la herramienta que nos permite diseccionar críticamente las sentencias, a fin de diferenciar cuando contienen un recto ejercicio de la discrecionalidad y cuando pueden ser sospechosas de arbitrariedad. El juez que fundamenta adecuadamente su fallo no ha demostrado con ello su plena corrección material o su justicia, no nos da cuenta de que haya descubierto mediante el sano ejercicio de la razón práctica la única solución correcta. Simplemente nos hace ver que, con los argumentos que el sistema jurídico le permite manejar, ha tratado de alcanzar la solución que le parece más correcta y, además, nos hace partícipes de sus razones con el propósito de convencernos de que es un juez en su papel y no alguien que trata de imponer sus convicciones generales, su moral o sus intereses. Esa relativización de la utilidad de la argumentación racional es la que explica que, por lo general, resulte mucho más fácil al positivista que al iusmoralista afirmar simultáneamente que una decisión judicial es racional, en el sentido de que no hay tacha en su fundamentación argumentativa, y que, al tiempo, discrepa con ella. Para el positivista no rige, aplicada a la decisión judicial, la máxima de que la verdad no tiene más que un camino, por mucho que ese camino se construya a golpe de argumento.
La teoría de la argumentación jurídica es una teoría de la decisión jurídica racional. Sus presupuestos básicos se pueden resumir así:
a) Es una teoría dialógica o discursiva de la racionalidad. Cuál sea el contenido de la decisión racional es algo que no se puede conocer o descubrir ni mediante la intuición particular ni mediante ningún género de reflexión o análisis meramente individual, mediante la razón monológica, la de alguien que “habla” consigo mismo, estudia en soledad y reflexiona. Es en el discurso, en el diálogo, en el debate leal entre argumentos y argumentantes donde se puede establecer el contenido debido de la decisión.
b) Es una teoría consensualista de la racionalidad. Racional será aquella decisión apta para alcanzar el consenso entre los concretos argumentantes y de cualquier argumentante; es decir, de cualquiera que tenga interés y razones para preguntarse sobre el asunto y que aporte dichas razones como argumentos y valore los argumentos ajenos. No hay racionalidad sin consenso o sin aptitud de la decisión para lograr, como ideal, ese consenso general.
c) Es una teoría procedimental de la racionalidad. No hay racionalidad sin consenso, pero no todo consenso es consenso racional. Sólo será racional el acuerdo que se consiga en un discurso, en un diálogo en el que los argumentantes respeten ciertas reglas, que son las reglas de la argumentación racional. Esas reglas constituyen lo que podría denominarse el “derecho procesal” de la argumentación racional. Pueden sintetizarse en que ningún argumentante legitimado por un interés en el asunto que se decida debe ser privado de su derecho a argumentar, todos han de poder argumentar con igual libertad y los argumentos de todos deben ser tomados en consideración con idéntico respeto e igual consideración inicial. Se presupone también, como no podría ser de otro modo, que se respeta la lógica común de nuestros razonamientos, es decir, que se hacen inferencias válidas y se evitan las falacias lógicas, así como que el lenguaje se usa con sus significados compartidos y que no se echa mano de un lenguaje privado o ad hoc. Si un discurso gobernado por dichas reglas desemboca en un acuerdo, ese acuerdo será racional y la consiguiente decisión merecerá el mismo calificativo.
d) Es una teoría formal, no material, de la racionalidad. Como consecuencia de lo anterior, el contenido de la decisión racional no está predeterminado, no se halla preestablecido antes del discurso, sino que se sienta precisamente en el discurso, en la esa argumentación racional: el contenido de la decisión racional será el contenido de ese acuerdo que se ha alcanzado argumentando racionalmente. En este sentido se dice también que estamos ante una doctrina de tipo constructivista.
Si es correcta la anterior descripción de los presupuestos filosóficos de la teoría de la argumentación, debemos pasar a preguntarnos cuál puede ser su utilidad real como patrón de análisis y crítica de las decisiones jurídicas. No se debe perder de vista que en el Derecho, por razones prácticas ligadas a la función de los sistemas jurídicos, las decisiones acontecen de modo autoritativo y sometidas a limitación de interlocutores y de plazo. Además, las normas jurídicas sirven precisamente como pauta para poner fin a las disputas. Un juez decide porque las partes no están de acuerdo, y por eso hay pleito, y porque las partes no se han puesto de acuerdo durante el proceso, cuando dicho acuerdo sea relevante para poner fin al mismo. Además se ha de distinguir entre la argumentación en el proceso y la argumentación del juez en la motivación de la sentencia.
En cuanto a la argumentación de las partes en el proceso, resulta de sumo interés replantear las garantías procesales como garantías de los “derechos” argumentativos de las partes, como salvaguarda de que las partes se hallen en el proceso en la situación que la teoría de la argumentación presenta como propia de la argumentación racional: con paridad de armas, en situación de igualdad, con libertad para aportar argumentos y contraargumentos, etc. Subyace la idea de que el juez ha de formarse una convicción sobre los hechos del caso y sobre las normas que no sea puramente de su cosecha, sino el resultado de ese toma y daca. Las reglas procesales no sólo velan por la igualdad y libertad de los partes que exponen sus razones, sino que también encauzan esa argumentación de las partes para que se eviten las trampas argumentativas, la deslealtad en el discurso, la manipulación interesada y la tergiversación maliciosa. Podría hacerse, y está pendiente, una reconstrucción de esa normativa procesal a la luz y por referencia a las reglas de la argumentación racional que la teoría diseña. Idealmente, y a tenor de ese modelo subyacente de racionalidad argumentativa, el Derecho procesal asume que los argumentos de parte son de parte, es decir, parciales, pero trata de encarrilarlos para que, en lo posible, no dejen de ser, en la forma y en el fondo, los argumentos de sujetos que tratan de convencer a un observador imparcial con el valor de sus razones, en lugar de puras artimañas para engañar, seducir o persuadir al juzgador, al árbitro de la disputa, en el sentido de la contraposición perelmaniana entre persuadir y convencer. El proceso convierte el enfrentamiento, la contraposición material entre las partes, en disputa dialéctica. Si se permite la comparación, y tomándola solo en lo que valga, sería una diferencia análoga a la que se da entre dirimir un enfrentamiento en una pelea callejera, donde todas las armas son válidas y se trata de derrotar al otro a cualquier precio, o en un combate de boxeo en un cuadrilátero, con reglas de fair play y un árbitro que vigila lo reglamentario de los golpes y que decide al final con la mayor objetividad posible.
Al tiempo, se está presuponiendo que el juez en su función se “despersonaliza”, en el sentido de que se convierte en un observador imparcial, en alguien que deja de lado, que hace abstracción de su ideología, de sus personales intereses y de sus fobias y filias y que trata de decidir como en su lugar haría cualquier otro que, como él tuviera los conocimientos técnicos debidos y que, como él, hubiera escuchado y ponderado los argumentos de las partes. Por ese carácter no “personal” de la decisión judicial velan toda otra serie de reglas procesales, como las que establecen las causas de abstención y recusación, entre otras muchas. Y así es como también se explican la obligación de motivar y ciertas reglas de la motivación válida. El juez tiene que motivar su fallo justamente argumentando, pero no argumentando de cualquier manera, pues también es un argumento decir, por ejemplo, que condené a éste porque me era antipático o que di la razón al otro porque me parecía más virtuoso o menos pecador. La obligación de motivar supone dar razones que puedan ser comprendidas y compartidas por cualquier ciudadano que tenga los mismos conocimientos de los hechos y de las normas, por cualquier ciudadano que, en esa situación, sea igualmente capaz de poner entre paréntesis sus intereses e inclinaciones y de colocarse en el lugar del otro, de cualquier otro: en el lugar de un buen juez. No se trata de que los argumentos del juez en su motivación hayan de convencer efectivamente a cualquier observador informado, sino de que cualquier observador informado pueda constatar, a través de esos argumentos, que el juez no ha cometido errores tangibles y que al juez lo han guiado razones admisibles y no pulsiones puramente subjetivas.
Es la vinculación entre los argumentos de las partes y la decisión judicial lo que explica la exigencia habitual en nuestros sistemas jurídicos de que la motivación judicial sea congruente con esos argumentos y sea, además, exhaustiva en la toma en consideración de los mismos. El juez está así compelido a tratar de acreditar que su convicción se ha formado sobre la base de esos argumentos y no de su libérrimo albedrío. Con ello no se niega la discrecionalidad judicial, pero se intenta evitar que la convicción del juez, que le lleva a la elección entre las opciones posibles a la hora de interpretar las normas y de valorar las pruebas, se forme por su cuenta y riesgo, a su aire, con datos o razones de su pura cosecha. No se trata de que, en ciertos sentidos, no pueda ir más allá de lo alegado y expuesto por las partes, sino de que no deje de atender, como criterio básico de su juicio, a lo alegado y expuesto por las partes. El juez, en lo que alcance su discrecionalidad, no valora libremente lo que hay, valora libremente lo que le han dicho y mostrado. O así, al menos, trata el Derecho procesal de que sea.
La teoría de la argumentación, por un lado, y el Derecho procesal, por otro, operan con un ideal de decisión judicial racional. La primera establece reglas en el plano puramente teórico, conforme al modelo de racionalidad que hemos retratado anteriormente. El segundo pone reglas jurídicas que traducen a pautas procesales obligatorias aquel ideal. Pero no podemos perder de vista que siempre que operamos con modelos contrafácticos, con modelos, por tanto, ideales, estamos abocados a un razonamiento en escala. Entre el plano del perfecto cumplimiento del ideal y el del su patente menoscabo, hay zonas intermedias. Entre el blanco y el negro existe una amplia zona de grises. El ideal trazado por las teorías de la argumentación y latente en el Derecho procesal contemporáneo se puede cumplir en más o en menos en cada proceso y sólo cabe, como hemos dicho, razonar en escala: un proceso y una sentencia serán tanto más racionales cuanto mayor sea en el uno y en la otra el grado de realización de tales ideales.
Volvamos ahora a la lectura que de la teoría de la argumentación jurídica pueden hacer, para estos menesteres, el iuspositivismo y el iusmoralismo. Para el primero, el modelo de racionalidad argumentativa aporta un criterio para establecer una racionalidad de mínimos del proceso y de la sentencia y para proporcionar razones para el debate crítico sobre los mismos. Para el segundo, como ya se ha dicho, la racionalidad argumentativa puede ser la vía para descubrir y fundamentar la decisión correcta para los casos. Para el positivismo esas reglas de la argumentación racional valen antes que nada para que se pueda descartar por irracional la sentencia que patentemente las vulnere. Para el iusmoralismo sirven para que podamos llegar a la convicción objetiva de que la decisión alcanzada es o no es la decisión más racional de las posibles.
En este punto es donde tiene cabida el debate sobre los rendimientos posibles de la teoría de la argumentación, en su aplicación a la decisión judicial. Si insistimos en el mencionado carácter consensualista de ese modelo de racionalidad y lo llevamos hasta sus últimas consecuencias, tendríamos que concluir que sólo será racional la decisión judicial que efectivamente pueda provocar ese consenso y según las reglas del modelo. Ese objetivo parece absolutamente inalcanzable. Cuando un iusmoralista echa mano de la idea de racionalidad argumentativa para justificar que una decisión judicial es o no es la correcta y racional, y cuando ese juicio se hace por razones sustanciales, de contenido, y no por razones puramente formales o procedimentales, necesariamente está presuponiendo algo que contradice aquel presupuesto de la teoría de la argumentación que da al modelo de racionalidad su carácter formal o meramente procedimental: se está presuponiendo que hay patrones previos y extraargumentativos de corrección material de la decisión, patrones morales o de razón práctica, patrones de justicia. Si la verdad o la justicia no tienen más que un camino, la argumentación no es la fuente de la racionalidad decisoria, sino solamente el método auxiliar para hacer patente e imponer otro tipo de racionalidad, la propia de algún tipo de objetivismo moral.
Una teoría de la argumentación al servicio del objetivismo moral ya no será una teoría de carácter consensualista y formal, salvo que alguien piense que su papel es el de respaldar y dar argumento a la verdad y justicia de sus propias convicciones, que son válidas en sí o por ser propias, no por ser objeto de consenso. Si el consenso válido es el consenso sobre la verdad de lo que yo pienso y de aquello en lo que yo creo, lo que cuenta como guión de racionalidad de las decisiones del juez (o del legislador) no es el consenso en sí, y tampoco la racionalidad de las reglas de la argumentación, lo que cuenta es mi propia convicción: decisión racional será la que dé la razón a mi opinión y argumentación racional será la que se use para demostrar que yo tengo razón. En otros términos, quien defienda una teoría de la decisión racional de corte dialógico, consensualista y procedimental difícilmente podrá, al tiempo, pretender que esta o aquella decisión no son correctas o racionales porque su contenido no es el justo o el moralmente adecuado; todo lo más, se podrá descartar ciertas decisiones por las inferencias erróneas o los falsos juicios empíricos que contienen, por la deficiente fundamentación de sus premisas o por los atentados contra el proceso discursivo racional que hayan acontecido en su génesis.
Con la perspectiva más modesta del positivismo, la racionalidad argumentativa no es “tendenciosa”, sino “tendencial”. Se debe argumentar de determinada manera, tendiendo al acuerdo y no a la pura imposición de la autoridad, por ejemplo; se debe argumentar para ofrecer a los otros las propias razones y para hacer ver que son razones que se pretenden universalizables y compartibles las que guían la decisión. Se debe argumentar, como ya se ha repetido, para alejar en lo posible la sospecha de arbitrariedad, de mera subjetividad. Se debe argumentar porque, si el Derecho es de todos y para todos, las razones del Derecho, las razones de cada decisión jurídica, por todos han de poder ser conocidas y juzgadas, aceptadas o criticadas, para que todos puedan comprobar que mis razones como juez de este caso no sean las razones meramente mías, sino las razones del Derecho que es de todos, que es de todos en lo que tenga de cierto y que sigue siendo de todos en lo que de indeterminado contenga. Porque también cuando el juez ejercita su discrecionalidad está decidiendo para todos y no para él mismo. Eso significa racionalidad dialógica y eso significa la orientación al consenso que es propia de la racionalidad argumentativa. Y no se olvide que, hasta por imperativo constitucional, el Derecho es de todos los ciudadanos, pero la moral es de cada uno. Y lo común no debe gestionarse con el espíritu con que se gestiona lo personal. O, al menos, ése parece ser el espíritu constitucional en los Estados de Derecho. Si yo llamo Derecho también a mi moral, no hago más que tratar de que comulguen todos con lo mío y desde la soberbia convicción de mi superioridad. Lo mismo, y con mayor razón, vale si yo soy juez.
Sobre (ii).- Decíamos que los argumentos con que se justifique una decisión que se pretenda racional, según el modelo de la racionalidad argumentativa, han de tener tres propiedades que podemos denominar formales: no deben contener inferencias erróneas (a), no deben ser incompletos, en el sentido de que todas sus premisas no evidentes deben ser explicitadas (b), y han de ser pertinentes (c), es decir, tienen que versar sobre el verdadero contenido de las premisas del juicio que se quiere fundamentar.
La teoría de la argumentación viene a decantar y a explicitar ciertos patrones de racionalidad que constantemente aplicamos en nuestras comunicaciones ordinarias. Si A y B son dos hablantes del mismo idioma, A le hace una observación o una propuesta a B y éste le responde en swahili o en un lenguaje para A incomprensible, diremos que la actitud de B no es racional y que, desde luego, no busca entenderse con A. Si A le plantea a B construir una casa de madera y B le responde que sí o que no, pero dando B por sentado que para él una casa de madera es una masa de agua en la que nadan peces y hay mareas, no podrán entenderse ni ponerse de acuerdo, pues es obvio que B no respeta la semántica del lenguaje común que permite el entendimiento. Si B le dice a A que el cianuro es un veneno mortal, que esa manzana contiene altas dosis de cianuro y que, por tanto y en conclusión, A puede o debe comerse esa manzana porque no es peligrosa para su vida, es obvio que B, además de abrigar pésimas intenciones, no razona correctamente o pretende tomar a A por tonto. Si A y B son hermanos y B le dice a A que para él, B, debe de ser todo el patrimonio de su padre difunto, pues ésa era la voluntad de su progenitor, o bien a A le consta fehacientemente tal voluntad o deberá preguntar a B por qué sabe él que la voluntad paterna era ésa y no otra. Si B le dice a A que debe prestarle dos mil euros, A pregunta por qué y B responde que porque los pingüinos son los únicos pájaros que no vuelan y no dice más, será esperable y razonable que A le replique a B qué tiene que ver tal peculiaridad de los pingüinos con el préstamo pretendido.
Cuando de argumentar para justificar una decisión judicial se trata, las exigencias son las mismas. De por qué en el Derecho moderno los fallos judiciales han de ser motivados mediante argumentos, mediante razones, ya hemos dado cuenta: porque no expresan un mero acto de autoridad, sino que se quiere que esa autoridad fundamente sus decisiones, a fin de descartar en lo posible el riesgo de arbitrariedad, las razones espurias. Pero, si así ha de ser, argumentar es algo más que soltar palabrería o que decir cualquier cosa o de cualquier manera. En los ejemplos anteriores veíamos supuestos en los que B no respetaba a A en cuanto sujeto igualmente racional y con igual capacidad de juicio. De los jueces también se quiere que, en ese sentido, respeten a los ciudadanos que lean sus sentencias, comenzando por los destinatarios directos de ellas. No hay motivación racional de una sentencia cuando sus contenidos son traducibles a un “porque yo, juez, lo digo”, “porque simplemente a mí me parece así” o “porque a mí me da la gana”. Así se explican los requisitos que se mencionan en este apartado, como exigencias de la argumentación judicial correcta.
a) Al igual que en la vida ordinaria no consideramos fundada una conclusión que es resultado de una inferencia errónea, lo mismo sucede con el fallo judicial que no se sigue correctamente de las premisas sentadas y explicitadas en la motivación. En términos de racionalidad argumentativa, el respeto de las reglas del correcto razonamiento lógico no es condición suficiente de la racionalidad del fallo, pero es condición necesaria. Que la decisión judicial no sea un simple resultado de la aplicación de las reglas formales de la lógica no quiere decir que la lógica no importe nada. Un razonamiento judicial lógicamente incorrecto es irracional, e irracional será el fallo. Aquí se ve de nuevo que no el juicio de racionalidad no depende de que el fallo en sí nos guste o no, nos parezca justo o injusto. Que la decisión judicial haya de justificarse en la motivación supone que han de mostrarse las premisas de las que el fallo se desprende y que el fallo ha de derivarse efectivamente de esas premisas que se muestran, y no de otras que queden ocultas. No es que la teoría de la argumentación haga homenaje a la lógica por ser la lógica, sino que sin respeto a la lógica no hay argumentación que tenga sentido.
Las teorías de la argumentación jurídica acostumbran a diferenciar la justificación externa y la justificación interna de las decisiones. La justificación externa se refiere a la razonabilidad o aceptabilidad de las premisas, a las razones que amparan la elección de las premisas de las que la decisión se deriva. La justificación interna alude a la corrección de tal derivación, a la validez, lógica en mano, de la inferencia mediante la que de aquellas premisas se saca la resolución a modo de conclusión.
b) La decisión final, la que se contiene en el fallo de la sentencia, es el producto lógicamente resultante de una serie de decisiones previas, las decisiones que configuran las premisas, que les dan su contenido. Esas previas decisiones son propiamente tales, lo que quiere decir que encierran la opción entre distintas alternativas posibles. Y por ser, así, decisiones, elecciones que el juez, hace, han de estar justificadas. La justificación externa es justificación de la elección de las premisas. Son las premisas las que sostienen directamente el fallo, pues éste, por así decir, se justifica solo, en cuanto que es o pretende ser mera conclusión inferida de con necesidad lógica de esas premisas. En la última parte de esta trabajo haremos un catálogo de cuáles son de ordinario esas decisiones previas o premisas que en la argumentación judicial se han de respaldar con razones y cómo han de ser esas razones. En este momento interesa otro aspecto, un aspecto también formal en buena medida. Tiene que ver con lo que podríamos denominar la regla de exhaustividad de la argumentación, regla argumentativa que se puede enunciar así: toda afirmación relevante para la configuración de una premisa de la decisión final y cuyo contenido no sea perfectamente evidente debe estar basada en razones explícitas, tantas y tan convincentes como sea posible. En otros términos, el razonamiento judicial mostrado en la motivación no debe ser entimemático en nada que no sea evidente, no puede haber premisas o subpremisas ocultas.
Las premisas del razonamiento judicial versan sobre normas y sobre hechos, como luego se verá detenidamente. Imaginemos que una sentencia resuelve un caso C. En C se trataba de juzgar cierto hecho (H) aplicando la consecuencia prevista en una norma (N). La resolución del caso, el fallo, presupone dos cosas: la afirmación de que H efectivamente ocurrió y la afirmación de que el sentido correcto de N para el caso C es el sentido S, que N significa S para H. Establecido todo ello, acontece la subsunción de H bajo S y se sigue la consecuencia que, como conclusión, se establece para el caso en el fallo. Dos cosas fundamentales se han dirimido en el proceso: el acaecimiento de H y el significado de N. En cuanto a lo primero, hay una parte que mantiene que H efectivamente acaeció y otra que defiende lo contrario. Las dos partea aportan pruebas y argumentan sobre ellas. El juez no podrá decidir el caso C sin afirmar que H ocurrió o no ocurrió. Es decir, no podrá fallar sin decidir sobre la premisa fáctica. Para ello tendrá que formarse una convicción y el Derecho prescribe que esa convicción ha de resultar de la valoración de las pruebas practicadas, al menos en lo que H tenga de no evidente e indiscutido. El juez decide dar por buenos los hechos o no, y lo hace valorando las pruebas. Hay, por tanto, decisión y valoración aquí. Y sabemos que siempre que hay una decisión de base valorativa se debe argumentar por qué esa decisión y no otra, es decir, por qué se valoró así y no de otra manera.
Un juez que en esta punto de la motivación de su sentencia se limitara a afirmar que, vistas y valoradas las pruebas, su honesta convicción es que H efectivamente aconteció, estaría incurriendo en una deficiencia argumentativa que dañaría la razonabilidad y la calidad argumentativa de su decisión final. Por tanto, un primer requisito es que el juez dé los porqués de la valoración que funda su convicción y la consiguiente decisión sobre los hechos del caso. Ahora supongamos, por mor de la simplicidad, que en el caso sólo se practicó una prueba, por ejemplo una prueba testifical: un testigo declara que vio cómo sucedía H, el hecho relevante en el caso. El juez ha valorado esa prueba y ha llegado a la convicción de que dicho testigo no es creíble. Por tanto, ese juez afirma: no ha quedado probado H porque el testigo no es creíble. ¿Será argumento bastante? Sin duda no. Tenemos la decisión sobre los hechos (H no aconteció, a efectos del proceso y la sentencia) y tenemos un argumento justificatorio de esa valoración/decisión (el testigo no es creíble). La decisión está argumentada, pero no se atiende la regla de exhaustividad argumentativa, pues no se dan las razones de la razón; se trata de un argumento de contenido no evidente y no se respalda con ulteriores argumentos: no se dice por qué el testigo no es creíble. A los jueces la honestidad, la independencia y la libertad de juicio se les presupone por razón de oficio, pero no tienen patente de corso para decidir como quieran, pues no basta que estén guiados por la buena fe y la sabiduría individual, sino que han de argumentar para convencernos, para convencer a cualquier sujeto colocado en la posición de un observador imparcial. La afirmación de que el testigo no es creíble valdrá, en términos de racionalidad argumentativa, lo que valgan las razones que la soporten. No es una cuestión de pura aritmética, sino de aplicar el mismo tipo de racionalidad que se usa en la vida ordinaria. Si yo afirmo que estoy seguro de que mi vecino es un ludópata y se me pide que explique por qué lo sé o me lo parece, no valdrá lo mismo, como fundamento de mi juicio, que diga que se lo noto en el aspecto o que aclare que lo veo todos los días gastarse una fortuna en máquinas tragaperras.
Otro tanto se da en cuanto a la premisa normativa. Al caso se aplica la norma N, pero el enunciado de N tiene tal grado de indeterminación, que puede entenderse con dos significados, S1 y S2, y según que se opte por asignarle para el caso uno u otro, será diversa la consecuencia que se aplique a C. El juez decide cuál de esos dos significados es preferible y opta, por ejemplo, por S1. ¿Por qué? Argumenta y nos da la razón o las razones. Pongamos que aclara que porque S1 es el significado que al enunciado de N quiso darle el legislador. Ha empleado el habitual argumento o canon de interpretación subjetiva, en su versión, subjetivo-semántica. ¿Es argumentación suficiente de la decisión interpretativa? Cualquiera podrá preguntarse esto: por qué sabe o cree ese juez que fue ése precisamente, y no otro, el sentido que el legislador pensaba o quería para el enunciado de N. Así que la regla de exhaustividad argumentativa obliga al juez a dar las razones de esa razón: a tenor de tales documentos consultados, de los debates parlamentarios, de tales noticias de la época, etc., parece verdad, creíble o verosímil que S1, y no S2, sea el significado que mejor se corresponde con el contenido que el legislador quiso dar a N.
Todo esto podemos resumirlo en una nueva idea bien sencilla: cuando un juez profiere una aserción relevante para la resolución del caso y el contenido no es evidente e indiscutible, debe anticiparse mediante argumentos a la pregunta que le haría cualquier interesado u observador imparcial que trate de descartar el capricho o la arbitrariedad. Esto es, ante cualquier afirmación así cualquier observador que analiza la sentencia puede dirigir al juez la siguiente pregunta: y usted por qué lo sabe o usted por qué cree que es así, como usted mantiene. A esa pregunta es a la que, mediante sus argumentos, debe anticiparse el juez que se guíe por un modelo de racionalidad argumentativa.
c) Continuemos con el último supuesto. El juez que interpreta N se ha inclinado por S1 y ha echado mano del siguiente argumento: S1 es preferible porque a día de hoy la luna se encuentra en cuarto menguante. Puede ser verdad fuera de discusión esto último, pero cualquiera diría que qué tiene que ver el argumento con lo que se está argumentando, con lo que había que justificar. Nos encontramos ante la regla de la pertinencia de los argumentos, que se puede formular así: un argumento sólo justifica una elección cuando, en el caso en cuestión, tiene una relación relevante con el supuesto que se debate. Dado que, en nuestro elemental ejemplo, tal relación no existe, el argumento “lunático” no es propiamente un argumento con ningún valor justificatorio de la decisión en favor del significado S1 de N. Aquí aplicamos las mismas reglas de la comunicación común que nos llevan a preguntar a alguien que argumenta fuera del tema lo siguiente: eso a qué viene.
Si aplicamos el “eso a qué viene” a la lectura de muchos de los argumentos con que las sentencias se rellenan, nos toparemos más de una vez con el artificio retórico consistente en invocar verdades evidentes o valoraciones gratas al público como justificación de decisiones con las que ninguna relación relevante para el caso tienen tales argumentos. Se cambia subrepticiamente el tema para que el acuerdo que sobre un asunto se procura sirva de base para el acuerdo sobre el otro, sobre el que en verdad importa en el caso, aunque no sea aquello lo que en el caso se discute. Un ejemplo. En una conocida sentencia del Tribunal Constitucional español se ventilaba un recurso de amparo de un ciudadano al que se había impuesto una sanción administrativa por los ruidos producidos en el local público que regentaba. La base del recurso era la posible ilegalidad de la sanción, alegando que se fundaba en un reglamento carente de respaldo legal, lo cual contradiría el principio de legalidad que en materia sancionatoria consagra el art. 25.1 de la Constitución española. El tribunal no otorga el amparo y da la razón a la Administración, pero la parte mayor y esencial de su argumentación versa sobre el atentado que el ruido supone para ciertos derechos fundamentales de los ciudadanos, como el derecho a la salud y el derecho a la intimidad. Son valoraciones muy ciertas y loables, pero no pertinentes ahí, pues no era ése el derecho objeto de amparo, sino el derecho de todo ciudadano a no ser sancionado en aplicación de reglamentos administrativos sin base legal. No había recurrido un ciudadano que se sentía dañado por el ruido del local, sino el dueño del local, que entendía que la Administración había violado su derecho a no sancionado sin base legal. Los argumentos pertinentes sobre ese asunto eran en la sentencia escasos y extraordinariamente endebles, pero la sentencia fue celebrada como un triunfo del derecho fundamental de los ciudadanos a no ser molestados o perjudicados por los ruidos. Mas de eso no se trataba en el caso.
Sobre (iii).- En la argumentación se utilizan argumentos. Para nuestro propósito, podemos definir argumento como un enunciado o conjunto de enunciados que contiene una razón en favor de una tesis, de una propuesta o de una decisión. Cuando yo le digo a un amigo “vamos al cine” y él me pregunta por qué, por qué al cine o por qué hoy, me está pidiendo razones, me está solicitando una justificación de mi propuesta. Argumentar es emplear argumentos con ese propósito de dar razones justificativas. Cuando al juez le exigimos que argumente sus valoraciones y decisiones le demandamos argumentos. Le demandamos argumentos suficientes, argumentos pertinentes y argumentos exentos de falacias lógicas o de otro tipo.
En las sentencias podemos encontrar argumentos de muy diferentes clases. Cuáles sean en las sentencias los argumentos adecuados y más relevantes para justificar los fallos o las subdecisiones que dan pie a las premisas de las que el fallo se deduce es cuestión que se responderá diferentemente según la concepción del Derecho que se maneje. El argumento de justicia, por ejemplo, suele tenerse como el de superior importancia y jerarquía en las doctrinas iusmoralistas, y no así en las iuspositivistas.
En el Derecho acostumbra a haber ciertos argumentos de uso común y general aceptación para respaldar las opciones del juez a la hora de valorar las pruebas y, en especial, a la hora de elegir entre las interpretaciones posibles de las normas. Lo mismo ocurre cuando se trata de crear la norma mediante la que el juez colma una laguna o de resolver una antinomia. Esos argumentos por lo general están convencionalmente establecidos en la doctrina y en la práctica, aunque también puede ocurrir que estén respaldados por alguna norma del sistema jurídico. Los llamados tradicionalmente cánones de la interpretación constituyen el mejor ejemplo.
Ese trasfondo reglado, sea legal o convencionalmente, es lo que permite diferenciar entre argumentos admisibles e inadmisibles. No todo argumento que el juez pueda invocar en la motivación de la sentencia se tendrá, en un momento dado y dentro de un determinado sistema jurídico, como admisible. El juez puede aducir, por ejemplo, que elige tal o cual interpretación de la norma aplicable porque es la que permite el fallo que a él más le gusta, o porque se le apareció en sueños el emperador Justiniano y le dictó ese significado como el más oportuno, o porque dicha interpretación es la que mejor se compadece con su fe religiosa, o porque, así aplicada la norma, resulta más favorecido el partido político de sus amores. Tales argumentos se tendrían en nuestra cultura jurídica por inadmisibles, aunque en otras puedan juzgarse adecuados, como demuestra la Historia.
Los argumentos que cuentan comúnmente como admisibles tienen dos propiedades o notas esenciales: su habitualidad y su ligazón con algún valor o propiedad que se considera esencial para el sistema jurídico. La habitualidad se relaciona con el uso frecuente en la práctica. Se suelen apreciar como extemporáneos e inoportunos los argumentos carentes de esa consolidación en la praxis. Al tiempo, los argumentos más habituales funcionan como tópicos, en el sentido de Theodor Viehweg y su tópica jurídica. Los tópicos son argumentos en los que la sola mención de su núcleo o sus términos identificadores suscita una predisposición al acuerdo, da lugar a una actitud favorable. Cuando un político ampara una determinada medida de gobierno en el interés general o en la justicia social, está empleando un tópico que será efectivo por sus resonancias favorables, aun cuando el argumento no se desarrolle más y no se explique en detalle por qué es precisamente esa medida la que favorece tal interés o dicha justicia, o aunque ni siquiera haya un mínimo acuerdo sobre qué será en concreto el interés general o en qué consistirá la justicia social bien entendida. En la argumentación judicial ese mismo ocurre muy destacadamente con los cánones de la interpretación. Un juez declara que la interpretación elegida es la más adecuada a la voluntad del legislador, al fin de la norma o a su tenor literal y ya, sólo con eso, queda la impresión de que son sólidas las razones en las que se apoya al interpretar así. Por eso no es descabellado formular la siguiente hipótesis de trabajo, útil al menos para el análisis argumentativo de sentencias: cuanto más consolidado está como tópico un argumento, con tanta más frecuencia será meramente mencionado, pero no rectamente usado, en el sentido de la regla de exhaustividad a la que anteriormente aludimos.
Pero los argumentos habituales no reciben su fuerza y su capacidad de convicción únicamente de su uso frecuente. Pasan y han de pasar otro filtro determinante de su admisibilidad: su ligazón con algún valor de los que se consideran inspiradores del modelo de Estado y de Constitución o con alguna propiedad esencial del sistema jurídico. El argumento interpretativo de la voluntad del legislador, el canon de interpretación subjetiva, es y cuenta como admisible porque con él se está apelando a la voluntad de la autoridad normativa legítima. Es muy relevante, como muestra histórica de esto, lo sucedido en Alemania antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Desde fines del siglo XIX había una fuerte disputa doctrinal entre el canon de interpretación subjetiva y el de interpretación objetiva, con cierta ventaja del primero. Pero durante el nazismo se promulgaron algunas leyes que siguieron en vigor en los años cincuenta y sesenta, en el Estado de Derecho. En la época nazi se insistía en que el autor e inspirador último de toda la legislación era el Führer, suprema fuente del Derecho. Mas acogerse después a la voluntad del legislador suponía, respecto a aquellas leyes, echar mano, como pauta interpretativa, de la más ilegítima de las autoridades, a tenor de los nuevos designios del sistema jurídico. De ahí que en la doctrina y en la práctica el canon subjetivo cayera en un relativo abandono.
Ese anudarse de los argumentos admisibles a valores esenciales del sistema se aprecia igualmente en los otros cánones. El sistemático, en sus diversas variantes, bebe de la coherencia lógica y lingüística y como propiedad de un sistema jurídico que pueda cumplir adecuadamente su función de orden. El teleológico-objetivo se sostiene en la necesaria conexión de las decisiones judiciales con las necesidades sociales del presente y con el sentir general. El llamado canon literal o gramatical, que en realidad funciona únicamente como delimitador de las interpretaciones posibles y no como argumento justificador de la elección de una concreta de ellas, se engarza, por un lado, con el respeto al legislador legítimo y, por otro, con la seguridad jurídica, como certeza mínima sobre el contenido de las normas que se nos pueden aplicar. Y así sucesivamente.
No sólo ésos que por lo general se recogen en la lista de los cánones operan así. Pensemos en el argumento de autoridad. Cuando un juez apela al argumento de que también el sujeto X considera que ésa es la mejor interpretación de la norma, tendrá que hacerlo y lo hará refiriéndose a quien sea efectivamente considerado una autoridad, sea doctrinal o de otro tipo, no, por ejemplo, a su tía o a un amigo del bar. En el fondo late la idea de que el juicio de ciertas personas especialmente cualificadas o que ocupan determinada posición social de relieve es digno de consideración por los beneficios que del saber o la experiencia pueden derivar para el sistema jurídico y su función. Similarmente sucede con el argumento comparativo, de Derecho comparado. Siempre se va a emplear la referencia a sistemas tenidos por modélicos por su tradición o su desarrollo y jamás se pretenderá presentar como argumento admisible y capaz de generar consenso el que se refiera al estado de la doctrina, la legislación o la judicatura en un país carente de ese prestigio.
En su estado actual, la llamada teoría de la argumentación jurídica tiene dos carencias principales. Una, que no ha sido capaz de proporcionar apenas herramientas manejables y suficientemente precisas para el análisis de los argumentos en las sentencias. Falta una buena taxonomía de los argumentos habituales y falta desarrollar las reglas del correcto uso de esos argumentos. Esto parece consecuencia de la deriva que la teoría de la argumentación ha tomado hacia las cuestiones de justicia material y de la síntesis dominante entre teoría de la argumentación y iusmoralismo. Por esa vía, acaba importando más el contenido del fallo y el modo en que se discute su justicia o injusticia, su coherencia mayor o menor con los valores morales que se dicen constitucionalizados y que se piensa que son el auténtico sustrato material del Derecho, que el modo mejor o peor como se argumente la interpretación de la norma aplicable o la valoración de las pruebas. La teoría de la argumentación ha ido abandonando la racionalidad argumentativa para echarse cada vez más en brazos de las viejas doctrinas que opinan que hablar es perder el tiempo cuando no sirve para llegar a la conclusión a la que se tiene que llegar. La segunda carencia se relaciona con la poca atención a la argumentación sobre los hechos del caso, a la fundamentación de la premisa fáctica. Probablemente es efecto del inevitable principio de libre valoración de la prueba por el juez. Respecto de la interpretación de las normas no se ha propuesto casi nunca un principio de libérrima valoración por el juez y, además, la doctrina jurídica lleva siglos esforzándose para ofrecer al juez métodos del correcto interpretar. No ocurre así con el juicio sobre los hechos y su prueba. Puede que otra razón de ello sea la distinta “presencia” que en el proceso y para el razonamiento jurídico tienen las normas y los hechos. La norma está ahí en su dicción y con su historia perfectamente reconstruible, y lo que tenga de indeterminado se contrapesa con lo mucho que también de determinado y comprobable hay en ella. La norma dice lo que dice, para bien o para mal, más o menos claro, y sólo hay que leerla. Con los hechos es distinto. Sucedieron en el pasado y cada parte los reconstruye mediante la narración que más le conviene y poniendo el acento en lo que le importa. El juez no tiene ante sus ojos los hechos como tiene la norma, aun con sus márgenes de indeterminación. Sobre la interpretación y aplicación de la norma puede y suele haber precedentes, vinculantes o no, y opinión doctrinal establecida. Pero el hecho de cada caso es un hecho único y sobre el cual el juicio ha de formarse en su individualidad. Que mil veces antes se haya juzgado un caso de homicidio a tenor de la misma norma puede ser una ventaja para el juez al tiempo de interpretar la correspondiente norma penal, pero poco le aporta a la hora de valorar las pruebas. La norma es la del homicidio, la misma para esos mil homicidios, pero las pruebas son las de este caso y sólo las de este. Con todo, y a eso nos referiremos más abajo, sí sería deseable una mucho mayor atención de la doctrina en general y de las teorías de la argumentación jurídica en particular a la argumentación del juez sobre los hechos y sus pruebas.
Anonadante entrada. Me la tengo que leer con más calma. Aprovecho, sin embargo, para transmitir una inquietud. Simplificando diría que la esencia del Derecho es el argumento; y luego podemos entrar en cómo argumentar, qué es un argumento convincente, cuáles han de ser las reglas de la argumentación, etc; pero el punto de partida me parece innegable: lo que diferencia el derecho de la arbitrariedad es que los argumentos que llevan de la norma general a la decisión concreta deben ser explicitados y, a partir de ahí, debatidos.
ResponderEliminarObservo, sin embargo, que desde hace un tiempo esto de argumentar está como pasado de moda. En concreto, existen tribunales que van casi directamente de los presupuestos a la decisión final saltándose ese paso intermedio de la argumentación. Y lo peor es que la doctrina no lo denuncia, sino que parece estar de acuerdo.
Pongo un ejemplo. Una decisión reciente del Tribunal de Luxemburgo, la conocida como West Tankers. Muchos han denunciado que los argumentos son escasos y poco convincentes. Pues me encuentro con que en el resumen en inglés que se hace en una revista alemana de la citada decisión se dice lo siguiente:
"Moaning about the admittedly thin reasoning and an alleged lack of convincing arguments does not render the decision less correct."
Y yo pregunto ¿Dónde nos hemos metido que la gente cree que puede juzgarse como correcta una decisión con independencia de los argumentos que utiliza (no utiliza en este caso). ¿Por qué está pasando esto? ¿Por qué no se denuncia? ¿Por qué somos cómplices?
La exigencia de motivación de las sentencias es algo relativamente moderno, incluso prohibido expresamente en muchos momentos de la historia (en España, p. ej., en una Real Cédula de 1768, para evitar "cavilaciones de los litigantes").
ResponderEliminarTampoco es indiscutible que el Derecho sea un producto racional, aunque hoy día pretendamos verlo así, sino más bien de raíz mágica e irracional. El mago, el hechicero, el sacerdote, el legislador y el juez se han diferenciado plenamente en época moderna, a la par de la distinción y separación entre moral y Derecho, que -como señala magistralmente el post- vuelve a estar en cuestión, bajo nuevos disfraces y formas.
¿Qué son todos estos Decretos y Leyes que leemos a diario, en los que nada se ordena ni se dispone, y que se limitan a amontonar palabras sin sentido aparente?: "divinas palabras", esto es, magia y puro birlibirloque. La racionalidad normativa y judicial está perdiendo la guerra frente al "abracadabra", que es lo que a la gente le gusta.
Magnífico estudio profesor y estoy ansioso de ver como remata la argumentación del juez sobre hechos y la prueba. Ahora bien , resulta Vd empalagoso y un tanto falsete en : "Y el pilar tercero es la impronta democrática...cambio y mejora de las normas jurídicas vigentes"
ResponderEliminar¡¡¡ OSTRASSS !!!
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